Sab 7, 7-11; Sal 90(89),
12-13. 14-15. 16-17; Hb 4, 12-13; Mc. 10, 17-30
Una sociedad nueva debe
estar formada sobre la ausencia de todo egoísmo y de toda egolatría. Nuestro
camino será una larga marcha de fraternidad.
Grafitti en la Sorbona
El dinero en sí mismo
considerado, nos parece algo indiferente, neutro. Con él se puede hacer el bien
y el mal. Y, sin embargo, el dinero puede cambiarnos. Nosotros creemos poseerlo
y, con mucha facilidad, es él el que nos posee.
Dom Helder Câmara
Podemos
desechar de nuestra vida el egoísmo, podemos salir de nuestro enclaustramiento
si aceptamos el llamado que Dios nos hace. Parece que hemos salido a buscarle,
pero poco a poco caemos en la cuenta que es al revés, es Él quien nos busca, Quien
nos llama, Quien tiene para cada uno de nosotros una propuesta, es Él quien ha
dibujado un proyecto mágico, una historia personal luminosa. Y, sin embargo,
¡ay de nosotros! que hemos sido enceguecidos por un mundo que se empecina
testarudamente en mantenernos acorralados y aislados en el rincón oscuro,
procurando convencerte-convencerme-convencernos que no hay mejor lugar para
estar, que estar en la oscuridad. Allí está el Perverso, siempre tejiendo su
espejismo, recubriendo con tinte brillante su estiércol.
Venimos
de la coherencia en el amor. Hasta
allí nos llevó el Evangelio del XXVII Domingo Ordinario, ciclo B. Contra el
peligro de vivir un amor idealizado y abstracto, Jesús nos pone cara a cara con
su ejercicio cotidiano. ¿Dónde ejercemos el amor a diario? En el hogar, con
nuestro cónyuge, nuestros hijos y toda nuestra parentela. Allí nos jugamos
todos los días nuestras lindas teorías, nuestra doctrina se hace carne y se
planta frente a nosotros como un reto. ¡Verdaderamente nos somete a prueba!
Cuando
hacemos cuentas y observamos que la gran mayoría de nosotros los “creyentes”
vivimos en el contexto hogareño, junto con nuestra pareja, y que en algún
momento le hemos apostado todo al matrimonio; comprendemos porque Jesús nos
brindó la enseñanza de la coherencia conyugal. Tenemos que ser Cristo para el
otro, para ayudarnos recíprocamente a encontrar las vías de la salvación.
Hoy
subimos el siguiente peldaño. Descubrimos que todo el amor que construimos al
interior de nuestro hogar familiar cobra sentido y se hace sabiduría cuando
germina y cosecha abundante en riqueza verdadera. Estamos en el momento previo
al tercer anuncio de la pasión y muerte (Mc 10, 32-34). La vida del cristiano,
la vivencia del discipulado, significa la vida en comunidad; no está solamente
el cónyuge, sino que esta vida en contexto social nos remite al marco de vivir
la relación con nuestro prójimo. Basta alzar los ojos y lo primero que vemos es
al otro, signo y presencia del Otro. Nuestro tema vital es la convivencia y la
relación con nuestro prójimo.
Unamos
nuestra voz a la voz del Salmista y clamemos:
“llénanos de tu amor por la mañana
y
júbilo será la vida toda,
alégranos ahora por los días
y los años de males y congojas
cuando vimos pasar la adversidad.”
Sal 90(89), 14-15.
«Para
ser cristiano no basta conocer bien ni la ley, ni la teología, ni la espiritualidad
ni cosas semejantes…Debe oponerse necesariamente a las estructuras de una
sociedad que se fundamente en la posesión y la tenencia; y debe tratar de realizar
una comunidad basada en la entrega y en ser discípulos del Señor… Plantea una
relación diferente entre los hombres basada en el amor, en el servicio, en la
libertad, en la alegría y en la vida.»[1]
Vemos
como primer movimiento y primer condicionante el respeto a los Mandamientos, enfatizados
en lo que se refiere al prójimo. Jesús no nombra ningún Mandamiento de los que
se refieren a Dios, nombra los que se refieren a los “hermanos”, a los que
viven con nosotros, a los que pueden esperar algo de nuestra parte. Jesús no le
menciona –como respuesta al que se ha puesto de rodillas ante Él- ningún
precepto cultual, ningún rito. Esto no desmiente lo que Jesús enseñará sobre el
Mandamiento más importante Mc 12, 28b-34, que se nos recuerda el Domingo XXXI
del ciclo B, donde señalará que el Mandamiento que vale más que todos los
“holocaustos y sacrificios” es el amar a Dios con todas nuestras fuerzas, y
amar al prójimo como a sí mismo. Estas dos enseñanzas debemos compendiarlas en
una sola y las entendemos como que lo esencial es amar a Dios, pero no
abstractamente, ni con ritos y actos piadosos, sino ejerciendo concretamente
ese amor en la práctica de amar al prójimo.
En
la perícopa del Evangelio de este Domingo, Jesús no le pide preces, ni víctimas
propiciatorias inmoladas en sacrificio; le menciona seis Mandamientos dirigidos
a modular nuestras relaciones con “los otros”: no matar, no cometer adulterio, no robar, no jurar en falso, no
defraudar y, además, honrar a los padres. El primer requisito nada dice de
oraciones, ni visitas al Templo, ni procesiones, ni peregrinaciones, ni portar
tal o cual medallita (siempre que decimos esto añadimos: “nada de esto está
mal, por el contrario, está supremamente bien; son por así decirlo aditamentos
de la fe, pero no son en sí, el ejercicio del amor a Dios y del discipulado de
Jesús”). Así Jesús pone todo en orden, el verdadero discipulado consiste en
hacer vida el amor que decimos tenerle a Dios, amando al prójimo.
Pero,
¿cómo amar a Dios si tenemos nuestro corazón puesto en nuestras propiedades? ¿Cómo
sabernos y recordarnos puestos en sus Divinas Manos si todo lo tenemos
resuelto, si todo lo podemos “comprar”, si nuestra confianza reposa en nuestras
pertenencias? «… el pobre es aquel que, en la inseguridad debida al rechazo
profético de los ídolos de este mundo y de la seguridad que da la posesión y la
acumulación de los bienes, confía totalmente en Dios.»[2] La riqueza es el enemigo
del amor a Dios, esa es la denuncia que hoy nos presenta Jesús en la perícopa
del Evangelio marqueano; «el hombre, aunque no quiera admitirlo de alguna
manera, sirve siempre y adora a alguien, o mejor, alguna cosa: ¡es
esencialmente fetichista! En otras palabras, tiene siempre algo que absorbe
toda su existencia como “interés”»[3]; la riqueza es un fetiche
que nos aleja del discipulado y nos lleva de narices al fetichismo de la
propiedad. «El dinero es el dios de nuestra sociedad. Su único valor es el
producto; y el valor de los valores es el producto de los productos, el dinero.
Entonces la nuestra no es una sociedad atea, como a menudo se dice. Es una
sociedad idólatra, que adora el tener… una sociedad basada en el egoísmo, en la
explotación y en el dominio, en el ansia y en la destrucción.»[4] La riqueza, según nos lo
muestra el Evangelio, nos encarcela, nos priva del “Tesoro” verdadero, y esa
separación conduce a στυγνάζω
la pena, al pesar, a la aflicción y λυπούμενος
la tristeza (una tristeza muy intensa, impregnada de un profundo dolor, una verdadera
“depresión”), -los pesares que se adueñaron del hombre que se arrodilló ante el
Maestro-Bueno a preguntarle- porque en el fondo, entendió que estaba fuera de las
fronteras de su avaricia liberarse: para disfrutar la verdadera libertad, la
que conduce hacia la verdadera bienaventuranza. «… al hombre precisamente a
causa del apego a los bienes materiales, le es prácticamente imposible captar
las nuevas posibilidades de vida que Dios le ofrece en el encuentro con Jesús»[5]. «El cristiano, que ve
cómo se concreta en la riqueza el poder y la sed de dominio, descubre en la
pobreza la condición indispensable para seguir al hombre en su camino de
servicio y de amor.»[6] Vamos llegando a la gran
conclusión: «Si no se toma en serio, a nivel personal y también institucional,
el llamamiento de Jesús: “Anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres,
luego ven y sígueme”, uno no puede absolutamente decir que es cristiano.»[7] «Si nos atenemos a este
pasaje, “la pobreza” es esencial para seguir a Cristo.»[8] Todo esto explica por qué
la pobreza es uno de los votos que hacen los consagrados: pobreza – castidad-
obediencia.
Sin
embargo, no es exclusiva para ellos, este Evangelio nos llama a construir
nuestra propia definición de pobreza, adaptada a nuestra vida laical, pero
siempre buscando poder seguir con fidelidad a Quien es nuestro verdadero
Tesoro: «La pobreza evangélica tiene que ser adoradora, ser nuevamente
descubierta en una relación directa con Dios y, por ende, ser liberación de
todo cuanto media entre Dios y los hombres; entre hombre y hombre; entre hombre
y bienes; de todo cuanto engendra inseguridad.»[9] «El desprendimiento ante
el prestigio, ante la crítica, ante las diversas formas de “poder” y de “hacer
carrera” son formas de pobreza a las que Dios llama al cristiano –y
especialmente al apóstol- en las diversas etapas del itinerario de su misión.
El “pobre”, en definitiva, no se opone tanto al que “tiene” ciertas cosas sino
al suficiente, al orgulloso, al que ha puesto su centro de interés fuera de los
valores del Reino.»[10] Lo fundamental está en
entender que el eje de nuestra existencia no es alguna idolatría, sino la
libertad de los hijos de Dios que nos permita ser fieles constructores de su
Reino, haciendo realidad el ejercicio de nuestros carismas -plenificando
nuestro ser-, puestos al servicio de la que San Agustín llamó La Ciudad de
Dios.
[1]
Beck, T. Benedeti, U. et al. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE MARCOS. Ed San
Pablo Bogotá 1ª re-imp. 2009 p. 399
[2]
Ibidem
[3]
Ibid p. 393
[4] Ibid p. 398. 399
[5] Ibid p. 388
[6] Ibid p. 393
[7] Ibid p. 395
[8] Ibid p. 399
[9] Paoli, Arturo. DIALOGO DE LA
LIBERACIÓN Ed. Carlos Lohlé
Bs. As. –Argentina 1970 p. 157
[10]
Galilea, Segundo. EL SEGUIMIENTO DE CRISTO Ed. San Pablo Santafé de
Bogotá-Colombia 1999. p. 98
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