sábado, 25 de marzo de 2017

ESTOY CON VOSOTROS TODOS LOS DÍAS


Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida.
1Sam 16, 1b. 6-7. 10-13a; Sal 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6; Ef 5, 8-14; Jn 9, 1-41

Jesús ve al ciego,… No acepta encasillar al ciego en la impotencia y en el desprecio. Según Él ante el mal no hay que hacer especulaciones condenatorias; hay que tratar de suprimirlo. Hay que trabajar para que en el que sufre se manifieste la gloria de Dios.
José Cárdenas Pallares.

Hacerse cristiano era su segunda creación, su nacer de nuevo... se habían lavado en la fuente que es Cristo, y así se les abrieron los ojos y vieron la luz.
Augusto Seubert

En el Evangelio, el ciego es enviado a lavarse en la piscina de Siloé.  Nosotros creemos descubrir en este “envío” una clara y contundente alusión bautismal, a incorporarse a la Iglesia. 


Así como sucede en el episodio de la Samaritana, le perícopa muestra la dinámica de la fe. No conocemos a Jesús de golpe y porrazo. Sino que su reconocimiento es una “escala”. También en esta experiencia, la “visión” del Mesías se va aclarando paulatinamente. Al principio lo ve, pero prácticamente ni siquiera sabe quién es. Luego, ni siquiera sabe dónde está. Ya después, la fe se hace más potente, es como si el hecho de haber abandonado su estado de ceguera (de nacimiento), pasara a capacitarlo poco a poco para aceptar, para defender, para testimoniar.

Quisiéramos detallar este proceso porque para nosotros esto es de la mayor importancia, y tiene implicaciones para nuestra vida sacramental empezando por el bautismo: En primer lugar, el ciego ni siquiera está buscando a Jesús, pero Jesús “llega”, Jesús se pone ante nosotros, y no pasa indiferente, sino que allí donde estamos, Él llega y nos “mira”. Tenemos a continuación que no sólo pasa por nuestra vida, sino que obra sobre ella, nos “recrea”, vuelve a modelarnos –como en el Génesis- con barro, ejerciendo su poder “generador” allí donde están nuestras debilidades, nuestras imperfecciones y flaquezas. Si teníamos los ojos malos, el “hace barro” para volvernos a crear los ojos. No obra con barro común y corriente sino que es barro hecho con su “poder”, tiene entremezclado algo de Su Ser, algo salido de Él (su saliva). Y al crearlo de “Nuevo”, hace de él un Hombre-Nuevo (todo lo hizo Jesús, el ciego lo único que hizo –y pese a ser poco, es todo lo necesario para la parte humana- fue y se lavo, o sea obedeció lo que lo “enviaron a hacer, cumple con su misión); tan Hombre-Nuevo es, que la gente ya no lo reconoce, les parece que es él pero no están seguros (tienen que llamar a los padres para la identificación); queda “cambiado”, y el cambio principal consiste en que ahora tiene la Luz en sus ojos. No es el mundo el que cambia, lo que tenemos, ahora de diferente, después que nos hemos encontrado con Jesús, después de habernos sumergido en el Agua Bautismal, es que podemos ver la realidad con unos “Nuevos ojos” (ojos de Hombre-Nuevo) que tienen “la Luz de la vida”.


Y, sin embargo, al principio, Jesús sólo es para el antes-ciego “ese hombre” (verso 11), del cual no sabe la ubicación, ni puede encontrarlo, no sabe referenciarlo. Pero si lo llaman a declarar y le exigen identificarlo, es capaz de dar el salto al segundo peldaño y confesarlo como “profeta” (verso 17).  Y, sobreponiéndose al temor que sus padres tenían a los judíos, declara que Jesús es el taumaturgo, que fue Él su Sanador. Y salta al tercer peldaño de incorporación en la vida de la fe al reconocerlo como Maestro y preguntarles si ellos también se quieren hacer “discípulos” (verso 27).  Y, ¡miren hasta donde nos lleva tener a Jesús en nosotros! que, en el verso 33, declara que tiene que ser Dios. Que sus obras son tales que sólo Dios tiene el poder necesario y suficiente para llevarlas a cabo.


Y es que nosotros solemos entender los sacramentos como experiencias puntuales, como momentos con fecha fija; y esto no debe ser así. Mientras que en la vida sacramental tenemos que comprender que a partir de su entrada en nuestra vida, Él sigue obrando, nos va instruyendo, nos enseña a cada paso, momento a momento Jesús es Maestro de Vida. Y así ocurre con cada Sacramento, su efecto se va intensificando y se va potenciando, en la misma medida en que nosotros los vayamos viviendo y experimentando, los vayamos haciendo conscientes, en la misma medida que los vayamos “ejerciendo”. Sí, así como se oye, los Sacramentos se reciben para ejercerlos, para ejercitarlos- algo así como comprar una máquina de ejercicios que servirá de nada si la dejamos en un rincón olvidada.


Tomemos por caso el Bautismo. No es ese día que fuimos llevados a la Pila bautismal, sino todo lo que ha sido desde ese día. Eso lo tienen que entender no sólo el bautizado, no sólo sus padres y familiares consanguíneos y cercanos; sino especialmente los padrinos a quienes se les encarga de manera muy especial este ministerio: el ejercicio sostenido, permanente y tesonero de la continuidad sacramental. No se olvide el mismo tanto, y más, con el sacramento del matrimonio. El Sacramento no es el Día que caminamos al Altar, es el día a día, es la cotidianidad de la pareja, de su vida como cónyuges, de su empeño indeclinable como padres, del permanente ejercicio del perdón, de la comprensión, del Amor, así, con letras mayúsculas. Y esta reflexión junto con todas sus implicaciones, estamos llamados a extenderla a los otros cinco Sacramentos.

Observemos con atención el verso 37 que recalca de manera patente que no es algo que pasó, sino algo que sigue pasando: La Presencia de Jesús y su diálogo permanente con nosotros se manifiesta con este testimonio Escritural: “¡lo estás viendo, El que habla contigo, ese Es!


Nos queda faltando un aspecto decisivo. En el verso 38 el antes-ciego declara y confiesa su Fe. Pero, aun cuando estas experiencias de la presencia de Dios en nuestra vida son experiencias personales, el ejercicio de esa fe nos lleva a incorporarnos en la Asamblea de los que creen. Ese relato del ciego y la piscina de Siloé,  nos muestra a Jesús como el Enviado, pero luego, heredamos en el Hijo, el “envío” y cada uno es “enviado” para incorporarse al Cuerpo Místico, nunca insistiremos suficiente que el envío recibido en los Sacramentos, nos conduce a un compromiso y una responsabilidad muy seria de vida en Comunidad, de ser Iglesia, de mantener coherencia en nuestra misión de hacernos miembros del Pueblo de Dios. No es un llamado intimista, no es un “envío” individualista, sino una vivencia cotidiana al lado de nuestro prójimo, con una lúcida consciencia de ser todos hermanos en el Hijo por ser todos hijos del mismo Padre. Así que cada encuentro con el Enviado nos transfiere el “envío” y nos compromete en el cotidiano ejercicio de nuestra fe.



sábado, 18 de marzo de 2017

¿QUIEN APAGA LA SED ESPIRITUAL?


Ex 17, 3-7; Sal 94; Rom 5, 1-2.5-8; Jn 4, 5-42
… en la conversación con la samaritana, el agua se convierte en símbolo del Pneuma, de la verdadera fuerza vital que apaga la sed más profunda del hombre y le da la vida plena…
Benedicto XVI

Samaria corresponde al territorio que se había entregado a las tribus de Israel, Efraín y Jacob; fue la cuna de, por lo menos, tres profetas: Elías, Amós y Oseas; sin embargo, cuando Asiria la conquistó, la permeó con los cultos extranjeros y así cayó en la herejía. De todos modos, los habitantes de Samaria también esperaban un Mesías, uno al estilo de Moisés. Jesús habría podido evitar el paso por ese territorio siguiendo la ruta de Transjordania, pero, nos dice el Evangelio joánico, era “necesario” que pasara por allí.

El episodio evangélico que nos ocupa en este III Domingo de Cuaresma nos trae una mujer que viene a recoger agua; es obvio, trae para ello un cántaro, pero su cántaro está resquebrajado, no puede con él recoger agua que apague su sed. Decía Helder Câmara, el inolvidable Arzobispo brasileño, que «Lo que a mí me emociona es ver a Cristo, un judío, no sólo hablar con una samaritana, sino además dialogar con una mujer que ya había tenido cinco hombres en su vida… y estaba viviendo con el sexto.»[1] Esta diversidad de “esposos” es una forma figurativa de mencionar los cultos diversos que aquel  pueblo había profesado. Pero el Salmo nos explica que la Misericordia Divina trasciende nuestras culpas:

Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa
y te colma de gracia y de ternura.


El marco espacial del diálogo entre Jesús y la samaritana es el pozo de Jacob. Recordemos que Jacob fraguó un plan de engaño para hacerse con la primogenitura, que en verdad correspondía al hermano mayor, Esaú, lo que hace de él un “suplantador”, eso tuvo como consecuencia el tener que huir acosado por la amenaza mortal que hizo el verdadero primogénito. Pero, eso no conduce al abandono de Dios. Cuando Jacob huía, Dios lo busca y le ofrece su compañía y le garantiza su protección. En aquel lugar, Jacob erige la piedra que le había servido de almohada como Pilar, ungiéndola con aceite. Jacob cambió el nombre de aquel lugar que se llamaba Luz y que ahora se llamará “Casa de Dios”. Se alude a esta visión (la palabra Samaria quiere decir “atalaya” o “mirador”) tenida en sueños, episodio que recordamos, como “la Escala de Jacob”, porque en ella Jacob visualizó una escalera por la que subían y bajaban los ángeles: «El símbolo: Y tuvo un sueño; soñó con una escalera apoyada en tierra y cuya cima tocaba los cielos, y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella”… La imagen de la escalera que se apoya sobre la tierra y cuya cima alcanza el cielo nos revela que Dios se interesa por mí, por los sucesos de mí vida, por mis cotidianas dificultades que yo sólo conozco, y que misteriosamente me acoge y me es propicio.»[2]


¿Cómo es la escala de Jacob de la Samaritana? Tiene los siguientes peldaños: Un hombre que confiesa su sed física; un hombre como cualquiera, que tiene sed. En el segundo peldaño, Jesús es el hombre-fuente del agua viva, agua que da vida, agua que calma la sed de verdad. En la tercera grada, el Hombre-Jesús es reconocido como profeta porque conoce lo más recóndito y todos los detalles de la vida. En la cúspide de esta escala, la Escala de Jesús, es ahora el Hombre-Mesías se le reconoce como “el Esperado”, “El Vaticinado”, “El Ungido”, Jesús es aceptado como El Mesías.

Este “reconocimiento” trasforma a la samaritana, ya no es una buscadora de hombres, ha encontrado al Hombre. «Ahora ella es una mujer diferente. Mujer nueva. Mujer regenerada. Mujer profunda y cercana. Mujer limpia y feliz. Y se los lleva a todos. “Vengan a ver a un Hombre”… les ha dicho. Y los arrastra, los conduce a las aguas tranquilas. Y el pueblo se encuentra con el autentico descendiente de su padre Jacob. Con el autentico Israel que ha peleado con lo viejo y lo ha hecho nuevo; que ha peleado con la promesa y la ha hecho realidad… La Palabra y el corazón. Lo limpio y lo sucio. Lo superficial y lo profundo. Jesús y la samaritana. Dos corazones encontrados y una vida nueva. ¡El cambio!»[3]


La samaritana se ha trasformado de buscadora en misionera, conduce a su pueblo y lo lleva donde “todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual… y la roca era Cristo”, ella se convierte en el Moisés que lidera un nuevo éxodo y los conduce a los manantiales de vida. Su existencia ha cobrado a través del Hombre Jesucristo un nuevo sentido que es sentido de plenitud.


Nuestras falencias, nuestras resquebrajaduras, nuestra fragilidad no hacen a Dios infiel; los infieles somos nosotros, Dios es Fiel, tenemos una especie de sinonimia entre esos dos vocablos: Dios y Fiel; y el relato de la samaritana que va al pozo de Jacob es un recordatorio de esa fidelidad. Sin exclusiones, superando todo nacionalismo, toda barrera de culto, toda frontera geográfica, todos hallamos una roca donde reposar y dormir y desde donde Dios nos muestra la escala que nos acerca a Él, nos ratifica su proximidad y nos brinda la Promesa de sus cuidados providentes.






[1] Câmara, Helder. EL EVANGELIO CON DOM HELDER. Ed. Sal Terrae. 1985. p. 55
[2] Martini, Carlo María. VIVIR CON LA BIBLIA Ed. Planeta. Santafé de Bogotá. 1998. pp. 67. 69.
[3] Mazariegos, Emilio L. DE AMOR HERIDO. Ed. San Pablo. Bogotá-Colombia 2001  p. 131

sábado, 11 de marzo de 2017

IR MAS ALTO QUE EL TABOR


Gn 12, 1-4a; Sal 32, 4-5. 18-19. 20 y 22; 2Tim 1, 8b-10; Mt 17, 1-9

Cada uno es llamado y hecho depositario de una vida y de un proyecto.
Enrico Masseroni

La Iglesia es representada por los tres apóstoles que, con el rostro descubierto, reflejan como en un espejo la gloria del Señor…
Silvano Fausti



La Primera Lectura es la vocación de Abrán  quien es llamado a “salir de su tierra y de la casa de su padre”, se nota que es un llamado que Dios le hace para encomendarle una misión de profundas resonancias, ser fundador del Pueblo de Dios, un Pueblo bendito. La Segunda Lectura nos dice que “Dios nos salvó y nos llamó a llevar una vida santa”. El Santo Evangelio nos relata que Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a  su hermano Juan y se los llevó aparte, a una montaña alta”, «De nuevo nos encontramos –como en el Sermón de la Montaña y en las noches que Jesús pasaba en oración- con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios; de nuevo tenemos que pensar en los diversos montes de la vida de Jesús. Como en un todo único: el monte de la tentación, el monte de su gran predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el monte de la cruz, y por último, el monte de la ascensión…»[1] Todo esto le da un eje a este Domingo Segundo de Cuaresma: “El llamado”, la “Vocación”.

«La vocación es un juego del plan de Dios y mi plan; es un ajustamiento del plan de Dios sobre mí y mis pobres proyectos. Es el encuentro decidido de la voluntad de Dios sobre mi vida y mis voluntades. La vocación es un encuentro de amor en el que Dios me ofrece “lo mejor”, para mi vida y en el que yo le “puedo ofrecer lo mejor” de mi vida. La vocación es una experiencia de volver al origen, de beber el agua del manantial, de  saberse amado, creado, escogido, llamado, enviado por Dios. Es una experiencia profunda que no se descubre a nivel de ideas, sino a nivel del corazón. Sentirse vocacionado es saberse amado con predilección por Dios. Y responder con ternura y gozo a ese amor primero.

La vocación es como una experiencia de enamorados. Dios pone sus ojos en los tuyos, Dios pone su corazón en tu corazón. Dios pone su Palabra en tu vida. Dios te agarra de la mano y tú te dejas llevar… Te ha hecho suyo, y sabes que te ha seducido, te ha violado, te ha podido, te ha poseído,… Ser vocacionado es renunciar a algo por Alguien mejor, es decir un no a algo, por un sí a Alguien, es tener una ocasión de optar por la mejor causa: Jesús y su Evangelio»[2]

Pero hay un componente esencial, que atañe a los mil rostros de Jesús cuando llama. El llamado siempre viene “a través” de alguien que sirve de vehículo al mensaje de Dios, que es el mismísimo Jesús Transfigurado: «Cristo camina en compañía del hombre “haciéndose otro”: en el signo del peregrino desconocido, en el signo de la Palabra, en el signo del pan, en el signo del hombre.»[3]


Sí, estamos “celebrando” nuestro ser de llamados, pero en una vertiente específica: saber reconocer al Transfigurado. Tomemos el caso de la Transfiguración Eucarística, donde podemos comulgar con hondo respeto y profunda devoción y sin embargo, seguir con nuestros ojos entorpecidos, como aquel ciego sanado, en su primera etapa de curación en la que distinguía –no personas- sino “árboles que caminan”; también nosotros podemos quedarnos muy a medio camino si tras el trozo de Pan Consagrado no alcanzamos a descubrir al “Señor y Dios mío”.

En cuanto al hombre, ese otro hijo de Dios, ese hermano mío en Cristo Jesús, también puedo “desconocerlo”, puedo quedarme pobre y corto en su identificación, puedo –solamente- entretenerme en el resplandor de sus vestidos y no mirar el rostro y no descubrir en él, en mi prójimo, « abrir la puerta de nuestro corazón al otro, porque cada persona es un don, sea vecino nuestro o un pobre desconocido»[4], el rostro de “El que me amó hasta el extremo”. Siempre está presente el riesgo de limitarme al activismo, de querer ponerme a construir chozas o, con las mejores intensiones, quererme quedar en el monte sin “descender” allí donde está, la realidad de la vida: «No bajes, Jesús, que los de abajo no te entienden; no bajes, que allá abajo sólo encontraras problemas; no bajes, Jesús, que los hombres tenemos los ojos sucios y nunca te veremos. Nos quedamos aquí , Jesús amigo, y seremos contigo bien felices.»[5] Así pues, tenemos que elevar la consciencia para trascender el Tabor y ser capaces de alzarnos hasta la oblatividad que la misión reclama, comprometernos con Dios haciendo un compromiso con los hermanos, con la realidad, con la historia, porque Jesús es el Señor de la historia, no es un ser a-histórico sino que su encarnación consistió en entrar a la historia para cristificarla que es lo que llamamos redención.


El Tabor, no es sólo el Monte de la Transfiguración, es sólo un anticipo, es un “bocado” para recibir consolación, está antes del Calvario, pero, sobre todo, antes del Monte de la Ascensión: «Moisés y Elías recibieron en el monte la revelación de Dios; ahora están en coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona.»[6] «Aquel día Pedro, Santiago y Juan tuvieron la experiencia del Cristo del Tabor, como una experiencia anticipada del Cristo Resucitado.»[7]

«Este es el compromiso de la llamada. Dios llama al creyente para que siga realizando hoy, en la historia lo que Jesús hizo hace 2000 años. Llama para que ayude al hombre a cambiar su corazón y así cambiar las estructuras de la sociedad. Llama porque la obra que inició en Jesús tiene que ser acabada con perfección. Y es el creyente quien continúa a Jesús en la historia, con la fuerza de su Espíritu.»[8]





[1] Benedicto XVI. JESÚS DE NAZARET. PRIMERA PARTE. Ed. Planeta Bogotá Colombia 2007. P. 360
[2] Mazariegos, Emiilio L. LAS HUELLAS DEL MAESTRO. Ed. San Pablo. Bogotá –Colombia. 3ª ed. 2001 p. 38. 43.
[3] Masseroni, Enrico. MAESTRO ¿DÓNDE VIVES? Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia. 1993 p. 154
[4] Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma de 2017.
[5] Mazariegos, Emilio L. DE AMOR HERIDO. Ed. San Pablo. Bogotá – Colombia. 3ª ed. 2001 p. 117
[6] Benedicto XVI. Op. Cit. p. 361
[7] Ibid. P. 119
[8] Mazariegos, Emiilio L. LAS HUELLAS DEL MAESTRO. Ed. San Pablo. Bogotá –Colombia. 3ª ed. 2001 p. 38. 42.

sábado, 4 de marzo de 2017

COMETÍ LA MALDAD QUE ABORRECES


Gn 2,7-9;3,1-7; Sal 50,3-4.5-6a.12-13.14.17; Rom 5,12-19; Mt 4,1-11

Jesús será rey, pero en la cruz. Allí se revelará como libertad absoluta, colocando su vida al servicio de todos, sin dominar a ninguno.
Silvano Fausti

Al iniciar la lectura del Santo Evangelio nos encontramos, que es el Espíritu quien “lleva” a Jesús al desierto con un extraño propósito: “para ser tentado por el diablo”. ¿Qué hemos leído en la Primera Lectura, tomada del capítulo 2 del Génesis? Que Dios creó al hombre y lo puso en el Jardín del Edén, donde habitaba el “animal más astuto de todos los del campo”, y es precisamente la serpiente la que “tienta” a Eva. Podríamos reconocer en esta forma figurada,  con la que nos habla la Sagrada Escritura, que para que el ser humano lo sea, requiere ser “contextualizado” en un ámbito donde “cobra” sentido enfrentado al dilema de la elección, a la irrevocable situación de tener que decidir: un contexto de libertad.


Así pues la humanización del ser humano no puede producirse fuera del espacio de la libertad: “Él hizo al hombre en el principio y lo dejó librado a su propio albedrío. Si quieres, guardarás sus mandatos, porque es prudencia cumplir su voluntad; ante ti están puestos fuego y agua, echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida: le darán de lo que él escoja” Eclo. 15, 14-17. Dios-y-Señor nuestro pone aparte, es decir, “consagra” –según nos narra la Primera Lectura- un solo árbol de todos los del Jardín: “el árbol del conocimiento del Bien y del Mal”. Nosotros entendemos en esta fórmula, la capacidad y la autoridad de discernir entre lo que es bueno y lo que es malo. La arrogancia humana, que se traduce en desobediencia, consiste en creer que nuestras capacidades son tales, que somos capaces de reconocer y optar correctamente frente a esta disyuntiva. Como Dios-Padre sabe que no podemos, Él mismo nos indica lo que no debemos hacer, de donde se desprende lo que sí: podemos: verlos y comer de todos los demás árboles hermosos. La gama de opciones es muy amplia, sólo hay una limitante: nuestra incapacidad para ser más que humanos. Podemos y debemos perfeccionarnos en el espacio de lo humano, humanizándonos cada vez más; pero frente a la decisión y el reconocimiento ante los dilemas éticos, es Dios Quien nos instruye. A nosotros cabe el humilde reconocimiento y aceptación, el hombre tiene que ob-audire, obedecer, oír y acatar. ¡Cómo nos cuesta la obediencia!


Como fuimos modelados de barro, somos frágiles. El que nos rompe, el que nos quiebra (recordemos que eso significa la palabra diablo: “el que divide”), tiene que iniciar mintiendo, tiene que decir que Dios prohibió todos los árboles, para confundir y hacer pensar que no hay libertad, o, como mínimo, que si la hay está terriblemente restringida. Sólo engañando al ser humano puede hacer mella en nosotros. ¡Ya sabemos que tratará de engañarnos! ¡Ya sabemos que su sucia táctica “astuta” será mentirnos! En el Evangelio nos admira su conocimiento de la Palabra: ataca a Jesús apelando precisamente a lo que dice la Escritura (aun cuando tergiversándolo).

No entendemos que el ataque del diablo a Jesús fue un momento del que salió airoso y que en lo sucesivo estuvo libre de cualquier acechanza. Creemos que esta es la manera “figurada” como el evangelista nos presenta que Jesús, como ser humano que se hizo, fue continuamente amenazado por tres clases de acechanzas: tener, aparecer, ser poderoso. Estos ataques son presentados como acciones buenas, diciendo que es lo que está mandado, con “citas” fragmentarias que no toman en cuenta la organicidad de toda la Enseñanza. ¡Tengamos cuidado! Con fragmentos bíblicos también nos puede confundir el Malo.


Todavía otro detalle: El Malo prefiere para su ataque los momentos críticos de nuestra vida. Cuando nos ve débiles, cuando nos ve llenos de problemas, cuando nos descubre tratando de acrecentar nuestra espiritualidad, es entonces cuando procura hacer efectivo su zarpazo. Como Jesús ayunaba, y ya iba por los cuarenta días y cuarenta noches de su “ejercicio espiritual”, en ese preciso momento lanza su arremetida.

¿Qué pasa si en medio de nuestra debilidad y pese a todo, caemos, sucumbimos a la tentación? El Salmo nos instruye en la concomitancia social del pecado a la vez que nos modela la actitud de contrición. Se pone en la línea de la segunda fase del proceso salvífico, se refiere al arrepentimiento condicionante para alcanzar la justificación. Cuando el  Salmista se reconoce pecador y ruega a Dios su compasiva misericordia, añade el ruego por el pueblo todo, por la ciudad integra. Sabe que su falta afecta a los demás, sabe que su pecado repercute como mal ejemplo, sabe que está cometiendo una transfusión de sangre contaminada en el organismo social. Tener, aparentar y poder acarrean dominación, expolio, explotación, sometimiento, (habrá casos en que no, suponemos, pero la estructura pecaminosa de la sociedad nos revela esa consecuencia irrefrenable, que quizás explica los niveles de corrupción, descomposición e injusticia social a los que ha se llegado; y, que el Maligno se refocila en mostrarnos a través de los mass-media). Nosotros podemos argumentar que el pecado es un asunto absolutamente personal, pero también en eso ha metido el Pérfido su cizaña mentirosa: el pecado siempre trasciende, el pecado es un virus que se disemina imparable, es semilla de abrojo que lanzamos a diestra y siniestra. La sustancia pecaminosa del pecado es esa, que lastimamos a otros, que contagiamos y regamos la cepa maligna hasta fronteras insospechadas. El ruido contaminante del pecado reverbera allende nuestras fronteras personales, allende nuestro espacio de ubicación y, lo más grave, trascendiendo el tiempo, se peca ahora y el efecto venenoso perdura. El pecado siempre daña el “hermano” ese otro hijo de Dios como nosotros y lo daña más tarde o más temprano. Es por este conducto que la maldad se ha desparramado y se ha colado por los intersticios de la sociedad integra. El pecado es pecado porque daña a nuestro prójimo y por eso precisamente es que constituye un acto de desamor a Dios.


O sea, que ¿este proceso es absolutamente irreversible? No es eso lo que estamos afirmando. No podemos dejar al margen el aporte que nos prodiga la Segunda Lectura, esta vez tomada de la Carta a los Romanos. Esta Epístola nos explica la dialéctica de la salvación: pecado, arrepentimiento y redención; a la caída de Adán contrapone, mostrándonos la esencia absolutamente sanadora y reconstructiva del sacrificio de Dios en la Cruz. «Merece atención la insistencia con que San Pablo une la justicia y la gracia en un mismo bloque. Lo que él quiere dejar muy en claro es el sentido de la gratuidad de la salvación. Dios decide interrumpir el torrente impetuoso del pecado con tan gran poder que su gesto redentor va hasta su origen, hasta Adán.»[1] .

En resumen, si el delito de uno trajo la condena de todos, también la justicia de uno traerá la justificación y la vida. Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos.” (Rm 5, 19)








[1] Mesters, Carlos. CARTA A LOS ROMANOS. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia 1999. p. 37