sábado, 29 de julio de 2017

ENSÉÑANOS, SEÑOR, A DISCERNIR


Caracterización de la Sabiduría

La Primera Lectura, tomada del Primer libro de los Reyes, nos cuenta lo que pidió Salomón a Dios cuando se le presentó en una visión onírica: Pidió לְהָבִ֖ין  que es el verbo discernir, entender, actuar sabiamente, en una traducción que tenemos a mano encontramos así: “dame un corazón atento”; lo cual está muy estrechamente relacionado con el verbo שָׁמַע oír, escucha obediente, eso es lo que le pide Salomón al Señor; se trata del mismo שְׁמַ֖ע que el Señor le pide a Israel en Deut 6,4:

Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios, es el único Señor. 
Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y diligentemente las enseñarás a tus hijos, y hablarás de ellas cuando te sientes en tu casa y cuando andes por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes. 
Y las atarás como una señal a tu mano, y serán por insignias entre tus ojos. Y las escribirás en los postes de tu casa y en tus puertas.

Leamos con “corazón atento” lo que significa: Escuchar no es un despliegue de oído agudo, sino un ejercicio comprometido del corazón. El corazón se compromete AMANDO; si este “Pueblo Escogido” quiere escuchar a Dios, oírlo obedientemente, lo que tiene que hacer es “Amar al Señor-Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda su fuerza”, en un despliegue total, de todas sus facultades. Hacer del Amor a Dios el eje fundamental de cada latido: ¡Barro dócil en Manos del Alfarero!

¡Aún hay más!: Nosotros, que hemos sido puestos en la sucesión davídica, por ser hermanos de Jesucristo, quien es hijo de David (Lc 18, 39b), hijos todos del mismo Padre, tenemos que pedir a Dios la sabiduría para “gobernar a su Pueblo”, es decir, para lidiar con amorosa paciencia en las relaciones con nuestros semejantes. Es eso lo que agrada a Dios que nosotros le pidamos: no que le pidamos vida larga, ni riqueza, ni liquidar a los “enemigos”, porque –perdónesenos la reiteración- ¡todos somos hijos del mismo Padre! ¿Cómo podemos –ante ese parentesco- visualizar a alguien como enemigo? Estimar y aquilatar con mayor delicia los preceptos que Dios nos ha regalado que “miles de monedas de oro y plata, aquí viene relievado el rasgo de una sabiduría que valora, que aprecia. Destaquemos que la palabra “gobierno” viene de κυβερνέιν kubernein, que en griego era la palabra para significar “pilotar una embarcación”, esto es, conducirnos con control en las “dulces” relaciones con nuestros semejantes; sólo con el desgaste de la palabra por acción del tiempo y por extensión fue que esta derivó haciéndose cargo de designar la función política de manejo del estado y su correspondiente gabinete ministerial.

Queremos insistir un poquitín en la temática de ser sucesores de David, porque para nosotros la consanguinidad de David le corresponde a Jesús, pero dejamos de lado el carácter transitivo de nuestro linaje personal. Tenemos que cobrar una consciencia pujante sobre la triple unción bautismal como Sacerdotes, Profetas y Reyes; y, reconocer que nuestra realeza es –precisamente- en la línea davídica, tan lo es, como nuestro Sacerdocio está en la línea de Melquisedec y nuestro Profetismo tiene su raigambre en el propio Jesús. Somos reyes, pero –volvemos a trillar el mismo trigo- para ser Misericordiosos, no para ser déspotas autócratas, amos de látigo y férula, sanguijuelas pegadas a las venas de nuestros “siervos”, olvidando que “el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos” (Mc 10, 44). Nosotros, que somos de la estirpe Davídica, debemos –como en la mejor faceta de Salomón- ansiar sabiduría para gobernar con corazón dócil.


Entonces, el Domingo anterior nos llamaba a reconocer la importancia y la urgencia de la Sabiduría, y este Domingo se nos explica con lujo de detalles que la sabiduría no es erudita, sino tierna y misericorde; que no es oficio y prebenda de escribas, sino dulzura hospitalaria y compasiva. El Evangelio nos da unas notas que caracterizan esa Sabiduría: Nos explica que lo vende y lo deja todo (sabiduría que valora, que aprecia), porque al reconocer el verdadero tesoro se alegra. Esa alegría no puede nacer de otra fuente que de la inspiración del Espíritu Santo. Es Él quien hace de la Voluntad Divina sus delicias (Sal 119(118), 77cd.) Por esa razón, nos aclara San Pablo en su Epístola a los Romanos, “sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien” (Rm 8, 28). Si no logramos amarlo, todo nos duele, no queremos renunciar a nada vano, porque hasta lo vano nos parece más importante, más apetecible; en cambio, sus Mandatos nos suenan deleznables, flojos, temporales. No se anda en la sabiduría sino que se discurre en la necedad.

Aquí, pedimos permiso para una disgreción, –en la perícopa de la carta a los Romanos- hay una palabra “problema” para nosotros los creyentes, que somos tan adversos a los temas pre-determinísticos, dado que ellos nos robarían toda libertad verdadera. Se trata de la palabra προορίζω que traducimos por “predestinó” y que efectivamente muchas veces se traduce acertadamente así. En algunas versiones leemos, en vez de predestinó, “de antemano conoció”; en otra, aún leemos “a los que había destinado”. Sin embargo, parece que lo que quiso significar San Pablo, en el fragmento de hoy, significa más otra acepción de προορίζω que se refiera a “dispuso”, mejor dicho, que “lo hizo capaz de”. Así, podríamos quizás traducir: “A los que capacitó, los llamó, a los que llamó los justificó, a los que justificó, los glorificó”. Que es más acorde a nuestra perspectiva de que Dios nos da aquello que requerimos para podernos realizar a plenitud alcanzando nuestra plenificación de hombres nuevos en Cristo-Jesús.

Pero volvamos sobre las notas características de la Sabiduría que nos da el Evangelio. Un comerciante en perlas finas,  no se trata de un profano en el tema, sino de todo un especialista, que puede distinguir entre fina y vulgar, entre barata y cotizada; este rasgo de la verdadera Sabiduría nos conduce de nuevo a Salomón, quien pidió poder “discernir” el mal del bien, la sabiduría conduce a una experticia para el discernimiento. «Mediante el ejercicio continuo del “dokimazein”[1] el hombre nuevo, creado en Cristo Jesús, se convierte en una persona unificada en inteligencia y corazón, en comprensión y en generosidad, en teoría y en práctica.»[2] Así pues, la Sabiduría que busca el discípulo de Jesús sabe discernir claramente. El perito en los temas del reino evita la volubilidad, la inconstancia, la vanidad y la superficialidad. Lo que se nos propone es más bien una especie de “alpinismo” que exige constancia, tesón, empeño sin desmayo, se trata de la constancia discipular del buscador de perlas finas; y, quizás también por eso, se nos llama y se nos invita siempre a “profundizar”, para no quedarnos a ras de la superficie. Esa profundización nos conduce hacia donde propone el Salmista: “la explicación de tus palabras ilumina, da inteligencia a los ignorantes”. El “alpinismo” es una ascenso a la “profundidad” de la Palabra, allí iremos a beber del Manantial de la Sabiduría.

Hay todavía tres notas más sobre la Sabiduría que estamos llamados a glosar:

La primera: En la misma línea del Domingo anterior donde se permite la coexistencia de la cizaña con el trigo bueno, también hoy se nos recalca que la red “recoge toda clase de peces”; porque nuestra Santa Iglesia no es una comunidad de los perfectos, no se trata de una asamblea de cátaros, «Bernanos solía decir que daba gracias a Dios de que la Iglesia no fuera perfecta, porque si lo fuera él ni siquiera se atrevería a entrar en ella y se quedaría a la puerta dándole vueltas a la gorra»[3]

La segunda, nos habla de lo escatológico. No es que el discernimiento no implique separación. No que no se haya de segregar “buenos” de “malos”, no que todos –indiferentemente- correrán la misma suerte. No que unos no merezcan ir a los cestos y los otros “se tiren”. Pero, recordemos la parábola del Domingo previo, serán los ángeles los encargados de esa discriminación, y para eso debemos aguardar el tiempo de la siega, será entonces, cuando arrastren las redes a la orilla y se sienten a separar. Dicho en otras palabras, la sabiduría es paciente, espera que llegue el tiempo de Dios, se pone a su ritmo, porque no somos jueces, sino “amigos”. Eso sucederá al συντελείᾳ τοῦ αἰῶνος “final del tiempo”, los ángeles ἀφοριοῦσιν separarán, el verbo está en indicativo futuro-activo.


Para concluir, miremos esa tercera nota característica: queremos referirnos al padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo. Para llegar al “hombre nuevo” no basta lo nuevo, hay que ἐκβάλλει “ir sacando” de ambos. Demos un ejemplo, Jesús nos indicó en el Sermón del Monte que Él no había venido a derogar la ley y los profetas sino a πληρῶσαι plenificarla. Entendamos que la Biblia no está para descuartizarla y –con una óptica simplista- amputarle el Primer Testamento. Así, por ejemplo, el Salmo 119(118) de donde proviene el Salmo responsorial de esta Liturgia, nos habla de la Ley de Dios, dándole muchos y variados nombres: promesas, preceptos, sendas, decretos, estatutos, palabras… Se trata del Salmo más extenso de los 150, es un salmo de 22 estrofas (Salmo alfabético con una estrofa por dada letra hebrea), cada una de ellas de ocho versos. Si se entrega a un “escriba inexperto en cuestiones del reino”, le parecerá farisaica, en el sentido despectivo. Sin embargo, «La Ley para un hebreo, no era este código jurídico, rígido, de “permitido y prohibido”, trasmitido por la herencia romana. La Ley era el más bello regalo de Dios, el don de Dios al Pueblo que Él amaba, con el que había hecho Alianza. El hombre sin Ley, es un hombre abandonado a sí mismo, que no sabe cómo comportarse, que no conoce las normas de su propio ser….»[4]. Pero el “Padre de familia” va sacando del uno y del otro, «Ningún moralista de la historia relacionó como Jesús la “obediencia” y el “amor”… no olvidemos que el único mandamiento, la única voluntad de Dios, es que nos amemos… Cuando dos personas se aman, están ligados la una a la otra por una especie de Ley, pero una Ley que no tiene nada que ver con los juridismos, o los formalismos: “Puesto que te amo, me siento íntimamente obligado a escucharte, a darte gusto, a cumplir tus deseos. Dime que deseas. Seré feliz haciéndolo”»[5]





[1] “Discernimiento” en griego
[2] Matos, Henrique Cristiano José. LA VIDA CONSAGRADA A LA LUZ DE LA ESPIRITUALIDAD PAULINA. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá D.C.-Colombia 2000. p. 46
[3] Martín Descalzo, José Luis. BUENAS NOTICIAS. Ed. Planeta. Barcelona-España 1998.  p. 198
[4] Quesson, Noël. 50 SALMOPS PARA TODOS LOS DÍAS. Tomo II. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá D.C.-Colombia 1996. pp. 190-191
[5] Ibid

sábado, 22 de julio de 2017

A SU TIEMPO


Sb 12,13.16-19;Sal 86(85),5-6.9-10,15-16a;  Rm 8,26-27; Mt 13,24-43

El mal no perjudica el bien, sino que colabora a su pleno triunfo: no es para la perdición sino para la salvación. Realmente todo coopera al bien… El mal no es originario, sino parasitario.
Silvano Fausti

A mí me encanta cuando el propietario dice a sus servidores que no tengan prisa y que dejen que la cizaña crezca con el trigo.
Helder Câmara

Este Domingo XVI del ciclo A, del Tiempo Ordinario, gira en torno a la justicia. Pero la idea de “justicia” hay que ponerla en contexto bíblico, porque no se trata de la justicia que llamamos “ley del embudo”, no es, tampoco, –como siempre insistimos- una justicia de carácter retaliativo, lejos de Dios toda expresión de rencor, que por definición de su Divinidad, le es ajena. En las Lecturas de este XVI Domingo Ordinario del ciclo A, se entrecruzan los siguientes hilos: Perdón, Misericordia, Espíritu y siembra de la buena y de la mala semilla. En la dialéctica del entretejido de esas hebras sale a resplandecer el concepto de Justicia. Analicemos como se traban estas fibras para entregarnos su “Revelación”.

Del Libro de la Sabiduría
Para la Primera Lectura, la perícopa que leemos este Domingo, proviene de la tercera sección de este Libro, donde se habla de la Sabiduría Divina manifestada a través de los aconteceres históricos del pueblo escogido (capítulos 10-19), La primera parte se ocupa de distinguir cómo actúan los buenos y los malos, señalando que –al término- serán juzgados por Dios revestido de su “armadura” de justicia; la segunda parte, nos propone como proyecto de vida, la búsqueda de la sabiduría; y, finalmente la tercera, señala que la Sabiduría dejó el Cielo para venir a habitar en el cronos, en la dimensión que nos es propia, la de la temporalidad. Entremos en el contexto de esta perícopa, donde se nos dice que Dios “aborreció a los antiguos habitantes de Canaán” porque se dedicaban a la magia y practicaban rituales donde se comía órganos y hasta sangre humana y se sacrificaban niños. Pese a eso, Dios no los aniquiló de repente, sino poco a poco, para darles oportunidad para el arrepentimiento.

Aquí encontramos un tesoro de Revelación: la explicación del poder de Dios. Normalmente visualizamos el poder –desde nuestra óptica humana- como “fuerza”, como autoridad de dominación, como capacidad hegemónica para someter. En cambio, el poder omnímodo de Dios  “precisamente porque dispones de tan gran poder, juzgas con bondad y nos gobiernas con gran misericordia, porque puedes usar de tu poder en el momento que quieras.” (Sb 12, 18). «Precisamente porque puedes hacer cuanto quieres podrías atropellarnos, podrías pisotearnos, podrías torturarnos, podrías tratarnos cruelmente; pero no, precisamente porque puedes hacer lo que quieres, nos amas, porque tienes los recursos para ser misericordioso y esperar que los hombres vuelvan al buen camino.»[1] Así, teniendo “tan gran poder”, no tiene ninguna premura en ejercerlo, no lo desata de buenas a primeras, sino –por el contrario- nos da largas, como lo dice en el verso de Sb 12,10, “para darles oportunidad de arrepentirse”. Él no se arroga –porque no lo necesita, porque está por encima de las arrogancias, de las apariencias, de la prepotencia- demostrar ese poderío; sino que da prioridad a la bondad y al perdón. Así podemos, en consecuencia, reconocer la omnipotencia de Dios como justicia, bondad y perdón, lo cual es todo lo contrario de nuestra comprensión del poder que tiene prisa en aplastar, explotar, oprimir y subyugar.


¿Qué nos enseña Dios con esta, su manera de actuar? ¿Cómo debemos obrar nosotros –los que aspiramos a ser llamados justos- si así obra nuestro Padre Celestial? (recordemos que en el contexto judaico lo que ellos denominaban “justo”, es lo que nosotros llamamos santo). “El hombre justo debe ser bondadoso”. Ahí tenemos la respuesta, y esa respuesta nos lleva al eje que hemos propuesto: Justicia compasiva, no retaliativa; justicia misericordiosa, no vengativa. Pero no se queda ahí la enseñanza que recibimos, a esta enseñanza se añade la que el texto llama “una bella esperanza”: La oportunidad que tenemos de arrepentirnos de nuestros pecados. (Sb 12, 19c).

La plegaria de David
Los Salmos y los Profetas, en diversas oportunidades nos advierten que Dios es un Dios “lento a la cólera y rico en clemencia” que no ansía la perdición sino que es generosísimo en perdón y su misericordia está siempre ahí cerca del pecador arrepentido. Teniendo esto en mente, podemos comprender mejor lo que Dios espera de nosotros: No buscar que nadie se pierda sino abrir, nosotros también, nuestro corazón para que todos se salven.

En esta oportunidad, el salmo responsorial es “La plegaria de David” nos encontramos, allí, con la siguiente afirmación: “Dios entrañable y compasivo, todo amor y lealtad, lento a la cólera, …[abundante en fidelidad a la Alianza y verdadero]” (Sal 85, 15). Esos dos rasgos nos revelan dos precisiones del Perfil de nuestro Padre del Cielo, ya en los versos 5-6, con los que abrimos el Salmo responsorial de hoy, nos encontramos con dos revelaciones:
a) כִּֽי־אַתָּ֣ה אֲ֭דֹנָי טֹ֣וב וְסַלָּ֑ח וְרַב־חֶ֝֗סֶד לְכָל־קֹרְאֶֽיךָ׃ Tú Señor, eres bueno y perdonas
b) eres todo amor con los que te invocan (observemos que nuevamente se repite la expresión que alude a la fidelidad con lo pactado: חֶ֝֗סֶד. Esta Hessed (bondad amorosa), se nos dice, es amor, porque Dios es Amor).

Fidelidad significa, entonces, que ¡Dios mantiene su Alianza con el hombre! ¡No la quebrantará jamás!

La epístola
Seguimos en la Carta a los Romanos. Hoy tenemos una idea muy importante para entender nuestra existencia insertada en la trama histórica. En un continuo histórico de siglos y siglos, generaciones y generaciones, nosotros somos pequeños como hormiguitas, muchas veces nos visualizamos simplemente como un número: un número de turno en la fila de atención, un número de identificación, un número en la lista del aula, un número en la seguridad social que si no está debidamente codificado y con cuota al día, ni  siquiera recibirá atención y se le dejará morir sin asistencia.

¡Y en ese “inextricable” nos vemos insignificantes! Muchas personas dicen y verdaderamente se ven menores que “un cero a la izquierda”; asistimos a una desvalorización de la persona humana tan curiosa como peligrosa que se puede explicar como parte de un proceso de alienación que nos convierte en seres manipulables: Si realmente soy tan insignificante y lo que yo haga no vale nada y no implica nada ¿qué más da si hago “a” o si hago “b”? y si opto por vida o muerte ¿eso qué puede importar? Esa devaluación de la persona abre las puertas del individualismo más solitario, a la vez que al relativismo más recalcitrante; pero, lo que nos parece más grave todavía, desemboca en una inmoralidad desesperada: si todo es relativo ¡todo vale nada y el resto vale menos!

Si soy sólo yo y sólo yo valgo y sólo mi opinión tiene “valor” quedo reducido a nadie, porque los demás no me importan, porque los demás no valen, porque los demás no existen. ¡A mí qué me importa si al otro le duele o lo que le pasa, si sólo yo soy! Si me hablan yo no oigo, no atiendo, y tengo la impresión de que sólo lo que yo hablo, tiene importancia, y el otro piensa lo mismo, así vamos a parar a diálogos de sordos, donde todos hablan y nadie escucha. Quedamos reducidos a seres a-sociales, pero –aún peor- si no tomo en cuenta a los demás –automáticamente- mi asocialidad se convierte en anti-socialidad porque mis actos y mis decisiones dañan a otros pero yo me hago el que no se da cuenta, que el otro no existe o, por lo menos, que si existe a mi qué me importa (¿Soy yo acaso el guardia de mi hermano? (Gn 4, 9c)). Vayamos de regreso al Libro de la Sabiduría, donde casualmente el capítulo 12 inicia con la siguiente exclamación: “Porque en todos los seres está Tu Espíritu Inmortal”.

Ese Espíritu que nos inhabita,…Él no nos creó para que nos perdiéramos; y, en ese Proyecto Salvífico se incluyó Él mismo, comprometió lo que Él más ama. Como un padre o una madre no dudan en dar una parte de sí mismos, un órgano y hasta su propia vida, así Dios Padre decidió entregar a Su Propio Hijo Jesucristo Nuestro Señor para redimirnos. …“somos  insignificantes e intrascendentes” ¡Eso quiere el Malo que creamos para sumirnos en la impotencia, para que no hagamos nada o lo que es más destructivo, para que torzamos el camino y obremos en contra de “lo que debemos”! (Una de las patrañas del Malo ha consistido en inculcarnos una reacción alérgica contra todo lo que nos suene a “deber”, su slogan es “lo único que tengo es que morirme”, no es raro, porque él sabe que ya está muerto).

¿Cuánto valemos, cada uno de nosotros, para que Dios se la hubiera jugado toda por nosotros? El Espíritu que está en nosotros y por ser Espíritu de Dios si tiene la Sabiduría necesaria que brota de conocernos hasta la médula, Él sí sabe lo que pide y sabe pedir, podemos estar seguros que pide exactamente con un pedido “hecho a la medida”. En medio de nuestra obnubilación de pecadores no entendemos el idioma Celestial con el que habla el Espíritu, para nosotros son simplemente “gemidos inefables”. En eso consiste la inhabitación por el Espíritu: Precisamente valemos tanto porque Dios despliega toda su “Hessed” en favor nuestro. Cuando se dice que somos un pueblo escogido se debería añadir: Somos un pueblo que Dios se ha escogido para amarnos. ¡Y en verdad que nos ama!

¡Hay que dejar que la cizaña “conviva” con la semilla buena!
Seguimos en la línea del Reino de Dios. Hay una continuidad entre la parábola del Domingo anterior y las de hoy. Se trataba de un sembrar, de un sembrador y de un sembradío. Vimos con sorpresa el Domingo pasado cómo siembra Dios, no usa las altas tecnologías de maximización del beneficio. Él siembra aventando la semilla a diestra y siniestra sin preocuparse si habrá despilfarro de la semilla, sin entrar en cálculos previos de eficiencia en el sembrado. Él no aplica ningún tipo de discriminación, lo hemos visto sembrar entre cardos y abrojos, entre piedras y en terreno áspero. ¡Sorpresa! Muchas veces, esa semilla -la menos favorecida por el tipo de terreno en que cayó- ha cargado más de treinta, más de sesenta, más del cien por ciento.


Cuando alguien cultiva, no está exento de las envidias; no nos debe extrañar que algún vecino “malvado” quisiera venir a perjudicar los cultivos y viniera a sembrar cizaña entre la “semilla buena”. Claro que el enemigo no obra abiertamente, aprovecha la oscuridad y viene de noche “mientras los trabajadores duermen” (por eso en varias partes Jesús nos recomienda que velemos y estemos alertas, y en otra parte - nos reprochaba que no pudimos velar ni una hora con Él Mt 26, 40b). ¿Qué hacer con la cizaña?“¿Quieres que vayamos a arrancarla?” preguntan los discípulos. Siempre hemos intentado separar, segregar, discriminar, descartar, ir a arrancar precipitadamente lo que el enemigo intruso vino a plantar; pero Jesús nos corrige, ¡Dejen que crezcan juntas!

La justicia consiste en dar a cada uno según sus merecimientos. Pero nosotros somos débiles, y el Señor nos conoce mejor que nosotros mismos.  Para el Señor, que tan perfectamente nos conoce, no es ninguna sorpresa el que los débiles sean débiles, el que la arcilla sea arcilla. Él lo sabe estupendamente bien, porque nos ha creado, porque nos sigue a cada instante. Lo sabe. Sabe que en esta tierra de los hombres hay mucha más debilidad que malicia. Que, en la raíz, lo que hay sobre todo es debilidad. Y el Señor nos ve siempre por la raíz…[2]

Si extirpáramos un pedazo de corazón produciríamos muy probablemente la muerte porque de ese pedazo enfermo depende el funcionamiento de otros órganos y del organismo entero; la parábola de Jesús explicita mucho mejor la Misericordia: al arrancar la cizaña puede llegar a ocurrir que también arranquemos el trigo.

¿Qué debemos hacer? ¡Vivir reconciliados! Permitir la coexistencia, no pasivamente, no dejando a la cizaña crecer a sus anchas, sino oponiéndole resistencia. Hay que velar y resistir: A esta perseverancia la podemos catalogar de resistencia activa. ¡Ojo! No podemos permitirnos una resistencia pasiva, no podemos abandonarnos al dolce far niente, el tema de la fe no es el tema de la modorra y la pereza ¡Hemos de ser diligentes!


La resistencia está conectada con los “ritmos de Dios”. Uno de nuestros aprendizajes está orientado a sincronizar nuestro reloj vital con el Reloj de Dios. Hay que ajustarse a la “cadencia” divina. Nada de desespero, nada de angustias, paciencia (no pasividad). Vienen entonces dos parábolas breves que ilustran este tema: Cuando se siembre la semilla de mostaza, aun cuando sea minúscula llegará a ser arbusto habitable para pájaros, no para uno sino para una pluralidad de ellos (Comunidad), puesto que el arbusto no será diminuto, sino de amplio ramaje. Pero de semilla a arbusto hay un tiempo, el tiempo de Dios, tiempo de paciencia, de espera vigilante. Otro tanto pasa con la levadura, se mezcla con el triple de harina, y -los panaderos lo saben- ¡no hay que meterle prisa sino concederle su tiempo!



[1] Romero, Oscar Arnulfo HOMILIA XVI Domingo del Tiempo Ordinario Ciclo A (23 de julio de 1978)
http://www.servicioskoinonia.org
[2] Câmara, Dom Helder. EL EVANGELIO CON DOM HELDER Ed. Sal Terrae Santander–España. 2ª ed. 1985 p. 107

domingo, 16 de julio de 2017

UBÉRRIMO


Is 55,10-11; Sal 65(64), 10-14; Rm 8,18-23; Mt 13,1-23

Si no sintonizamos con Jesús, difícilmente entenderemos sus parábolas.
J. A. Pagola

… cada uno… está comprometido o acostumbrado a un estilo de vida que puede volverlo incapaz de comprender lo que significa la liberación, para descubrir finalmente, lo que es la vida humana que Dios quiere.
Ivo Storniolo


Hay unos temas capitales en la Liturgia de este Domingo XV -del ciclo A- del tiempo Ordinario, que como estambres de un tejido se entrelazan y entretejen su sentido profundo, que consiste en revelarnos a Dios como un Dios que da, que derrama hasta el derroche, que se entrega en la más generosa y efusiva donación. Esos temas son, según nuestra óptica: las parábolas, la escatología y la Palabra.

Si empezamos por la Primera Lectura, es el profeta Isaías quien nos trasmite la Palabra de Dios, y lo hace precisamente con una parábola. En ella, la parábola se establece entre la “lluvia”, como realidad conocida y entendida, y, por otra parte, la Palabra de Dios, que es la realidad que se quiere presentar, pero de la que no se puede hablar directamente: Así, como nos lo explica el Padre Gustavo Baena, s.j. La parábola “Es una similitud o comparación en forma de narración que tomada en su conjunto describe el acontecer de Dios como Creador del hombre, tal como Jesús lo experimentaba y del cual solo se tiene una comprensión oscura, por medio de otro acontecer comúnmente conocido y aceptado por el oyente, a fin de hacer tomar conciencia más clara del primero y comprometer al oyente a asumir, frente a él, una postura vital responsable como criatura”. Allí, en el texto isaiano, el acontecimiento comúnmente conocido y aceptado es “la lluvia”, y aquel del cual se tiene una comprensión oscura es “la Palabra de Dios”; cabe recordar que para el pueblo judío, era una experiencia muy exclusiva, sólo experimentada por profetas especiales, como Moisés, el hablar con Dios y, más bien se tenía la concepción que semejante dialogo conducía a la muerte.


Antes de entrar en materia, nos gustaría intentar una aproximación al significado de este término. ¿Qué es una parábola? Para tratar de responder, nos atrae una “definición” del Padre José Antonio Pagola, “Cada parábola es una invitación a pasar de un mundo viejo, convencional y poco humano a un «país nuevo», lleno de vida, tal como lo quiere Dios para sus hijos e hijas. Jesús lo llamaba «reino de Dios». Si no seguimos a Jesús trabajando por un mundo más humano, ¿cómo vamos a entender sus parábolas?” Lo que nos hace caer en la cuenta que las parábolas pretenden llevarnos a vivir en una realidad “superior”, un “mundo trasformado” no por la fuerza de la violencia, de la coerción; sino trasformado por el “hombre nuevo”, que tiene una manera de vivir verdaderamente motivadora, que dan ganas de vivir así. El poder trasformador de Dios es un poder que se basa en la ternura, en el convencimiento, en la profunda convicción. Así, palabras comunes y corrientes se transforman en Palabras que nos “revelan” realidades trascendentes, místicas. A estas realidades Jesús las llama μυστήρια “misterios” y no cualquier clase de misterio, sino μυστήρια τῆς βασιλείας τῶν οὐρανῶν “misterios del Reino de los Cielos”.

“Jesús siembra su mensaje «en el corazón», es decir, en el interior de las personas. Ahí se produce la verdadera conversión. No basta predicar las parábolas. Si el «corazón» de la Iglesia y de los cristianos no se abre a Jesús, nunca captaremos su fuerza transformadora.” -nos dice Pagola.


Vayamos sobre la Segunda Lectura. Siguiendo con la carta a los Romanos, la perícopa inicia así: “…los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá”. Al introducir así este trozo, se nos está presentando una disyuntiva entre el tiempo (cronológico) en que vivimos el “hoy”, y un tiempo “esperado”, el tiempo kairótico de la “promesa”, el de la “gloria”; entramos –así- en lo escatológico. El “tiempo” de la gloria, también los fieles, que ya tienen en su haber de “hoy” las que, San Pablo llama, “primicias del Espíritu”, lo aguardamos igualmente, anhelándolo, ansiándolo afanosamente, que ya quisiéramos tenerlo entre nuestros manos; -para decirlo con las palabras que se usan en la carta- dice “gemimos en nuestro interior”. Este texto de hoy nos identifica y nos da a reconocer la médula de ese anhelo: “que la creación misma se vea liberada de la esclavitud de la corrupción”. Eso nos pone de cara a una “tarea”, la “libertad de los hijos de Dios”, cuya premisa ya quedó sentada en el versículo 15, o sea el que precede a la perícopa de hoy: “…ustedes no recibieron un espíritu de esclavos, sino el espíritu propio de los hijos, que nos permite gritar: ¡Abba!”. Esa es la disyuntiva, vivir como esclavos, o vivir como hijos de Dios. Si nos aferramos a vivir el “sólo ahora”, escogemos vivir como esclavos, si –por el contrario- escogemos la libertad de los hijos de Dios, podemos clamar y proclamar a nuestro Dios llamándolo Padre, como nos lo enseña su Hijo, pero para eso, requerimos caminar con los ojos dirigidos a la “meta”, es decir, hacia la “gloria”. «Puede ser chocante la palabra “esclavo”. Pero ser “esclavo de la justicia” o “esclavo de Dios” es una expresión que tiene mucha fuerza por su contraste. El cristiano tiene que ser tan radicalmente libre que se puede decir de él que es “esclavo de la libertad”.»[1] Insistimos, en «el nivel cósmico es la creación entera la que participa de este movimiento en que es arrebatada la naturaleza humana. Desde ahora la creación aspira a compartir, a su manera, la gloria de los hijos de Dios, que se manifestará en la Parusía de Cristo»[2]


Devolvámonos al salmo, a este himno donde Dios nos invita a la vez que nos reta: “Venid y ved las obras de Dios” (Sal 65(64), 5). Es Otra “parábola”. Dios es el “Agricultor”, es el “Sembrador”, es el “jardinero”, es el “Hortelano” (Gn 2, 8) (no estaba tan despistada María Magdalena al creer que se trataba del “hortelano” (Jn 20, 15)); que cuida su campo y atiende vigilante sobre las semillas que ha plantado, y toma todas las medidas tendientes a garantizar la copiosa abundancia de la mies. ¿Accedemos el reto?, ¿admitimos la invitación?, ¿si queremos ir y ver, de verdad? «No te contentes con escuchar, o leer, o estudiar. Te has pasado toda la vida estudiando y leyendo y abstrayendo y discutiendo. Todo eso está muy bien, pero es sólo evidencia de segunda mano… Ven y ve. Busca y encuentra. Entra y disfruta. El Señor te ha invitado a su corte…Tus palabras no dejan lugar a duda, y tu invitación es seria y deliberada. Sin embargo yo me dejo llevar por la timidez, me resigno, me refugio en excusas… prefiero seguir el camino trillado,… me contento con la espiritualidad rutinaria… Me temo que, si de veras me encuentro contigo, mi vida habrá de cambiar, mis apegos habrán de soltarse y mi tranquilidad se acabará… Sé que en mí es pereza, inercia y cobardía… falta de confianza en Ti, y quizá en mí mismo. Reconozco mi pusilanimidad, y te ruego que no retires tu invitación… Siervos tuyos en todas las religiones hablan de la experiencia que cambia sus vidas, la visión que satisface todas sus aspiraciones, la iluminación que da sentido a toda  su existencia. Yo, en mi humildad, deseo también esa iluminación, y la espero de tu Rostro, que es lo único que puede dar luz sobre su propia existencia a ojos mortales. Quiero ver, y al decir eso quiero decir que quiero verte a Ti, que eres la única realidad que merece verse; a Ti, que con el resplandor de Tu Rostro das luz a la creación entera y a mi vida en ella. Ese es mi deseo y esa es mi esperanza… Voy, Señor, Dame la gracia de ver.»[3]


Pero ahí mismo sobreviene la tercera idea medular de esta fecha litúrgica: “La Palabra”. Para ir y ver tengo que llegarme asiduo a la Palabra.

Con mucha frecuencia entendemos de manera floja la transustanciación de la semilla en la Presencia Integra de Nuestro Señor Jesucristo, como si la única transustanciación fuera  la de la semilla de trigo, ero está también la semilla de la palabra: la parábola de hoy, la del sembrador, de la que siempre concluimos que Jesús es el Sembrador, pero , no sólo, sino también la Semilla. La semilla es de trigo, el trigo se hace pan, el pan se ofrenda como hostia, la hostia se hace comida y quien se hace alimento es Jesús. Pero, de la misma manera, la Palabra es semilla, nuestro pecho es su tierra, fértil o llena de abrojos, o pedregosa, o borde-caminera. Quizá nuestra “tierra” sea perezosa, cobarde, tímida, falta de confianza en Jesús, temblorosa en su exceso de egoísmo. Y, debería ser todo lo contrario, nuestra vida integra, debería estar iluminada y calentada por la Palabra.


«Hay que vivir el primado de la Palabra. Ahora no se lo vive. Nuestra vida está lejos de que se pueda decir de ella que está alimentada y regulada por la Palabra. Nos regulamos, aun en el bien, sobre las bases de algunas buenas costumbres, de algunos principios de buen sentido, nos referimos a un contexto tradicional de creencias religiosas y de normas morales recibidas… experimentamos por lo general muy poco cómo la Palabra de Dios pueda llegar a ser nuestro verdadero apoyo y consuelo, cómo pueda iluminarnos sobre el “verdadero Dios” cuya manifestación nos llenaría el corazón de alegría. Sólo muy raramente experimentamos cómo el Jesús de los Evangelios conocido a través de la escucha y la meditación de las páginas bíblicas, puede llegar a ser en realidad de verdad “buena noticia” para nosotros… La Misa dominical pasa a menudo sobre nuestras cabezas sin llenarnos el corazón y cambiar la vida. Nos parece que la palabra de Dios y la crónica cotidiana constituyen como dos mundos separados. Nuestra vida podría llenarse de luz al contacto prolongado con la Palabra, pero nosotros la pasamos en una penumbra perezosa y resignada. ¿Por qué no sacudirnos, hacer algo para que los tesoros que tenemos entre las manos den sus frutos?»[4]





                                                        



[1] Mesters. Carlos. CARTA A LOS ROMANOS. Ed. San Pablo 4ª ed. Santafé de Bogotá-Colombia 1999.  p. 41
[2] Cerfaux, Lucien. LA TEOLOGÍA Y LA GRACIA SEGÚN SAN PABLO.  en SELECCIONES DE TEOLOGÍA Facultad de Teología San Francisco de Borja. Barcelona-España Ene-Mar 1967. Vol. M 6 No. 21 p. 12.
[3] Vallés, Carlos G. sj. BUSCO TU ROSTRO. ORAR LOS SALMOS. Ed. Sal Terrae Santander-España 8va ed. 1993. p. 123-124
[4] Martini, Carlo María. Card. POR LOS CAMINOS DEL SEÑOR. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá D.C.-Colombia 1995. pp. 440-441.

sábado, 8 de julio de 2017

HABITADOS POR EL ESPÍRITU


Za 9, 9-10; Sal 145(144), 1-2. 8-9. 10-11. l3cd-14; Ro 8, 9. 11-13; Mt 11, 25-30

…a Dios no le gustan los compromisos al aire...
José-Luis Caravias s.j.

Me quedo con Jesús.  Quiero ir con él, aprender de él, ser manso y humilde de corazón.  No voy a cargar con la guerra.  Prefiero que me maten los enemigos, si es que no sean imaginarios, pero morirme con la conciencia tranquila.  Elijo el yugo suave de su paz.
Nathan Stone sj.

Para adentrarnos en este Domingo, requerimos tener una comprensión de lo que significa la Alianza que Dios ha querido con nosotros: «La iniciativa viene de Dios: es Él quien “hace salir a Israel del país de Egipto”. Subrayo esta expresión porque es la fórmula que se repite como un estribillo para exaltar la iniciativa de Dios que precede a la respuesta del hombre y le da un sentido. En definitiva. Lo primero en la Alianza es la revelación de Dios.»[1]


Este Domingo tiene un tono de fondo, tono de fiesta, se exulta de alegría. La alegría rozagante de esta liturgia proviene de la Alianza que se ha pactado, mejor aún, que se nos brindó y a la que nos hemos acogido. Sabemos que la llevamos a cuestas como llevando nuestra cruz, pero –bien vista- no es una cruz insoportable, es más bien “yugo” llevadero y “carga” liviana. Esa dicha festiva –hecha consciente- ha de ser el marco y el fondo de esta Eucaristía. Con ella queremos agradecerle a Dios que haya hecho pacto de Amor con nosotros y que su fidelidad sea el sello de ese pacto: “El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan”.

El Pueblo de Dios que nos presenta la Biblia iniciaba la celebración rememorando la historia del Éxodo en sus 40 años por el desierto,

«Uno de los canticos que más complace al pueblo es El pueblo de Dios en el desierto andaba. Cada estrofa recuerda un episodio de la travesía del pueblo de la Biblia: 1. “El pueblo de Dios en el desierto andaba…”; 2. “El pueblo de Dios también dudaba…”; 3.”El pueblo de Dios también tuvo hambre…”; 4. “El pueblo de Dios a lo lejos vio…”. En seguida el estribillo repite: “También yo soy tu pueblo, Señor, y estoy andando el mismo camino…”.

¡Canto curioso! Porque en sus estrofas hace que el pueblo de hoy vuelva al pasado. Y en el estribillo el pasado se hace presente. Une al pueblo de hoy con el del pasado. Es todo un pueblo, el de hoy que recorre solitario el desierto, duda, siente hambre y, de lejos, ve “la patria querida que el amor le ha preparado”.

Lo mismo sucedía con el pueblo de la Biblia. Todos los años, en la celebración de la Alianza, al escuchar la historia, los peregrinos volvían al pasado: caminaban por el desierto (Ex 19, 1), se reunían a los pies del monte Sinaí (Ex 19,2) y se disponían a renovar la Alianza (Ex 19, 8). Y, al mismo tiempo, recordaban el pasado para determinar el presente (Ex 19, 5; Sal 95, 7). Afirmaban “Yavé no hizo la Alianza con nuestros padres, sino con nosotros, los que hoy estamos aquí, los que vivimos” (Dt 5,3). Era un solo pueblo, el del pasado y el de hoy…. Son los peregrinos de todos los tiempos, nosotros también, que atraviesan el desierto de la vida en búsqueda de la tierra prometida, cantando: “También yo soy tu pueblo, Señor,  y estoy andando el mismo camino. Cada día más cerca de la patria esperada”.[2]

«El Dios de Moisés, Dios que vive en medio del pueblo en proceso de liberación, quiso celebrar una alianza que fijara para siempre su relación con aquel pueblo. Libertados ya de las estructuras opresoras, les propone Dios a los hebreos un pacto de amistad. Dios les propone: “Yo seré el Dios de ustedes. Y ustedes serán mi pueblo”. Y ellos aceptan: “Haremos todo cuanto ha dicho el Señor” (Ex 19, 8).»[3]

Ya con esa óptica podemos ir sobre la perícopa de Zacarías: En la Primera lectura, el profeta tiene un propósito claro, quiere enseñarnos a ver a nuestro “rey que viene”, un Mesías totalmente diferente, uno que deplora la guerra, que no viene con estruendos de poder o escándalos de fuerza. Zacarías nos muestra sus rasgos novedosos que son la indefensión, la humildad, la mansedumbre al límite, no pacificador, sino pacífico y, sin embargo Victorioso: “Su poder se extenderá de mar a mar y desde el gran río hasta (inclusive) los últimos rincones de la tierra”. Todo esto es fundamental porque tenemos que reconocer Quién es nuestro Aliado, saber a cabalidad en manos de Quién nos vamos entregar, de Quién nos fiamos, Quién trazará toda nuestra táctica, Quién gobernará la estrategia. Él es Quien tiene diseñado el Plan Salvífico. Y nos invita a seguirle, nos da señas para confiar, no nos recluta como soldados, nos congrega como hermanos y la verdadera fraternidad presupone un Padre común. Es Él, El Dios de la Alianza, Quien depone las armas, es Él Quien renuncia a “los carros de Efraín”, Él es Quien quiebra los arcos guerreros, Quien renuncia a los caballos de Jerusalén; y, en cambio,  ha escogido por cabalgadura –para significar que no es combatiente- un pollino. Así se rompe con toda una tradición guerrerista que envolvía la imagen del mesías y se nos revela otro Liberador distinto.


En este capítulo octavo está el eje de esta carta.
Carlos Mesters.

«El privilegio de conocer a Dios está reservado a los últimos. Es un don concedido a quien lo desea, lo desea quien lo necesita, y lo necesita quien carece de él…además de las palabras, existe una sabiduría silenciosa, propia del pobre. Es la “docta sabiduría” del que es puro corazón, al cual Dios se muestra (Mt 5, 8)…»[4] Pero todo el mensaje del Evangelio se vuelve incomprensible y suena absurdo a menos que contemos con la gracia clarificadora del Espíritu. Es el Espíritu Quien nos libera la mente y el corazón y nos ilumina con su resplandor. Ese es el tema de la Segunda Lectura, tomada de la carta a los Romanos.

El ciclo A dedica 16 Domingos a reflexionar la carta a los Romanos, de los cuales este ya es el 6º. De esos 16 dedicaremos 5 (empezando hoy) al capítulo Octavo, donde se trata la vida del cristiano inmerso en el Espíritu, la Esperanza y el Amor de Dios.


Hoy se nos explica, en la Carta a los Romanos, que uno no capta nada y no le haya razón de ser a la propuesta Cristiana a menos que nos libremos de vivir “conforme al desorden egoísta del hombre” σαρκὶ (en otras versiones leemos “instinto”). Para adentrarnos en el Misterio de nuestra fe, en la Alianza con Nuestro Señor Jesucristo, tenemos que vivir, dice San Pablo, “conforme al Espíritu” ἐν πνεύματι. ¿Cómo es esto de vivir en el Espíritu? San Pablo nos responde a renglón seguido: que “El Espíritu de Dios nos habite”, la palabra griega es οἰκεῖ “hacer casa en”, y es que si no mora el Espíritu de Cristo en uno, uno no es de Cristo; así, fácil y sencillamente.

¡Ojo! ¡Mucho cuidado! Que no vayamos a leer esto desde el dualismo de la filosofía griega que escinde a la persona en dos. «Para San Pablo el hombre es una unidad, un solo bloque. En la carne [σάρξ] el ve al ser pecador. En el espíritu, el ser del justo. La misma única persona puede vivir según la carne o según el espíritu. Muchos hoy se embarcan en ese dualismo, adoptan esa duplicidad en la persona y viven exhibiendo ese “espiritualismo”, diciendo valorar solamente las cosas del espíritu y despreciar las cosas de la carne. Pero viven atascados en ellas. Ese espiritualismo es la falsa capa de un individualismo brutal: se ve la sociedad como un montón de individuos sin tener nada que ver los unos con los otros. Son “almas” como antes se hablaba en la Iglesia. Para muchos, sobre todo los grandes, la Iglesia debe preocuparse solamente por su misión espiritual” solamente por las almas, cuidando de las personas individualmente. Cuando la Iglesia se preocupa por los problemas de la sociedad y por las verdaderas necesidades del pueblo, ellos gritan que está abandonando su misión espiritual.»[5]


Las dos Lecturas y el Salmo actúan como prótesis correctivas para que podemos aceptar y cumplir con la Alianza que se nos propone: “Vengan a mí, todos los que estén fatigados y agobiados por la carga, y yo los aliviaré”. (Mt 11, 28). Podemos ascender al Monte, al Monte Sinaí y desde allí ver la panorámica:

«Por los caminos de Galilea pasó un hombre aparentemente común... Pasó tres años renovando el mismo anuncio: "¡El reino de Dios está cerca!”…  Un día entró en la ciudad de Jerusalén. El pueblo no se contuvo y empezó a aclamarlo: “Bendito el que viene, el rey, en nombre del Señor” (Lc 19, 38). Fue una fiesta, una bellísima fiesta. Todos le cedían el paso al rey, y al mismo tiempo extendían sus mantos y ramas de los árboles por el camino… Cuatro días después, aquel mismo Jesús que fuera aclamado como enviado de Dios, estaba ante Pilato,… Pilato le preguntó: “¡Eres tú el rey de los judíos?” y oyó una respuesta que los dejó más confundido: “¡Tú lo dices! ¡Yo soy el rey! (Mt 27, 11) Por su parte el pueblo, ahora ya no lo aclamaba bendito. Por el contrario, en un solo grito decía: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!” (Mt 27, 22-23)…. Algunas horas después se realizaba el deseo del pueblo… ahora estaba inmóvil, colgado en una cruz. Por ironía, habían colocado sobre la cruz una inscripción: Jesús Nazareno, rey de los judíos (Jn 19,19). Bajo la burla de algunos, el alivio de otros y el dolor de unos pocos, murió, después de haber perdonado y haber colocado su vida en manos de su Padre.
Si hubiera sido un simple rey, todo habría terminado allí. Pero, demostrando su origen divino, tres días después resucitó. Volviendo junto a su Padre, y enviando el Espíritu Santo que había prometido, garantizó la extensión de su reino. Quedaba cada vez más claro que no había venido para un pequeño grupo de personas o para determinada época. Su proyecto era y es para todas las personas, de todos los tiempos y lugares. Por tanto, es reino que no se confunde con los límites territoriales de un país, ni está formado por grupos cerrados o por personas que se consideran dueñas de la verdad. Es reino que nace y crece en donde menos se espera. Un día después de tanto oír hablar a Jesús  de él mismo, los apóstoles le preguntaron: Al fin de cuentas ¿cuándo vendrá él? Recibieron una respuesta que en ese momento no entendieron bien: “El reino de Dios ya está entre ustedes” (Lc 17,21).

En verdad, aunque no sea de este mundo, es aquí y ahora en donde se construye. Así, él crece cuando tú estudias o trabajas, cuando te diviertes o rezas, cuando vences la tentación o te donas al hermano necesitado. Crece cuando perdonas o eres perdonado, cuando penetras en el Misterio de Cristo o cuando llevas a otros a conocerlo; cuando formas parte de un partido político y luchas en él para introducir criterios de justicia y de fraternidad, o cuando te unes a los vecinos en un trabajo social; cuando haces un retiro espiritual o participas en la comunidad de base, cuando te indignas ante la injusticia y luchas para extirparla…

En cada una de esas oportunidades o en tantas otras, es Jesús quien está pasando por tu camino y te dice: “Se cumplió el tiempo y el reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1,15). Escuchando ese llamamiento y aclamando al rey que viene en nombre del Señor, estas colaborando en la extensión de ese reino que es siempre fiesta, bellísima fiesta.»[6]

“Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Si, Padre, así te ha parecido mejor” (Mt 11, 25). Qué inmenso júbilo, qué enorme y descomunal dicha, que nos hayas tenido entre la gente sencilla para entregarnos tu revelación, para hacernos partícipes de tu economía salvífica. Esta perícopa del Evangelio de San Mateo es, también conocida como el “himno de júbilo mesiánico”.






[1] Equipo “Cahiers Evangile” PRIMEROS PASOSPOR LA BIBLIA. #35 Ed. Verbo Divino Navarra- España 1992 p. 12
[2] Mesters, Carlos. LA BIBLIA EL LIBRO DE LA ALIANZA. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá – Colombia 1995. pp. 15-17
[3] Caravias, José L. s.j. DE ABRAHÁN A JESÚS. LA EXPERIENCIA PROGRESIVA DE DIOS EN LOS PERSONAJES BÍBLICOS. Ed. Tierra Nueva y Centro Bíblico Verbo Divino. Quito-Ecuador 2001 p. 28
[4] Fausti, Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE MATEO. Ed. San Pablo Bogotá-Colombia 2da re-imp. 2011 p.242
[5] Mesters, Carlos. CARTA A LOS ROMANOS. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá-Colombia. 1995 pp.50-51
[6] Krieger, Murilo. DEJA SALIR A MI PUEBLO. Ed. Paulinas. Bogotá, D.E.-Colombia 1990. pp. 64-66