martes, 31 de octubre de 2023

Martes de la Trigésima Semana del Tiempo Ordinario

 


Rm 8, 18-25

Dos puntos y dos aspectos se enfocan hoy en la perícopa:

Vivimos un proceso de liberación-redención, no solo de la humanidad sino de toda la Creación

Por otra parte, este “transito” no lo hacemos en un vacío de ignorancia, sino que se nos han dado ciertos hitos por donde vamos pasando y un conjunto de referencias de hacia dónde vamos y cómo será el “desenlace”. A este conjunto de promesas los agrupamos bajo el título de la “Esperanza”. De una vez digamos que la Esperanza no es algo que de pronto, sino que hace parte de la Fe, las promesas están garantizadas, otra cosa es que no sepamos el “cómo” ni el “cuándo”, pero son verdaderas certezas.

 

Para explicarnos este proceso que vivimos, este Éxodo, usa una comparación con la “madre que va a dar a luz”, y se remite a los dolores de parto”. Dice el apóstol de los Gentiles que toda la creación “está gimiendo”, pero, este “sufrimiento” no tiene punto de comparación con el “desenlace” que San Pablo llama “La Gloria que un día se manifestará”.

 

La “Caída” y la “Esperanza” pueden y de hecho se han malinterpretado reduciéndolo todo a una resignación de “esperemos a ver qué pasa”; ahí no hay Esperanza, porque falta la certeza, la convicción segura, la coherencia entre lo que se vive y lo que se sabe que llegará; el compromiso responsable con una realidad que hemos recibido para vivirla con Justicia: constructores de Paz y edificadores del Reino.

 

La Creación -y así nos lo dice con todas las letras Saulo de Tarso- “expectante aguarda la manifestación de los hijos de Dios: y, ¿Quiénes son los hijos de Dios? Quién más que nosotros mismos, los que nos decimos “fieles”, los que nos hacemos pasar por sus “discípulos”. Y, ¿hacia dónde caminamos? -también nos da ese dato San Pablo, no nos deja en suspenso, ni nos pone a adivinar- “la gloriosa libertad de los hijos de Dios”.

 

Perdonen la pregunta: ¿qué es eso de la Gloriosa Liberad de los hijos de Dios? Lo vimos ayer: Vivir inmersos en Jesucristo, viviendo desde ahora, ya, sin dilaciones, nuestra condición de co-herederos. ¿recuerdan? Esa es la “coherencia” requerida para alcanzar -también lo decía la perícopa ayer: si vivimos como co-herederos alcanzaremos la συνδοξασθῶμεν [sundoxastomen] “conglorificación”, “glorificación compartida con Él”. Esa manera de caminar -seguros de las Promesas recibidas, eso nos manifestará como “hijos de Dios”, ahí cumplimos una de las condiciones del discipulado, el martyrión, vida en testimonio, que junto con las otras tres se dan como pernos de ensamblaje para la comunidad de los fieles: anamnesis (memorial), koinonía (comunión) y oikodome (edificación para caminar el éxodo en sinodalidad).

 

Fe y esperanza no son abstracciones, o palabras “técnicas” para nombrar unas facetas de la religión. Van en unidad con la vida, bien cierto -y San Pablo no lo deja al margen- que son realidades invisibles, (si se pudieran ver, no sería “esperanza”), a las que hemos accedido por la Revelación Teologal. Hoy concluye la perícopa afirmando que es posible no sólo confiar en lo que no vemos, sino también, que podemos ser ἀπεκδέχομαι [apekdechomai] perseverantes ante este “saber”. Esta perseverancia ἀπεκδέχομαι tiene un significado en griego muy preciso: “sacando y dejando por fuera todo lo que no corresponde”, ¿qué es lo que no corresponde? Todo lo que es pecaminoso, toda la seducción de la “concupiscencia”.

 

Sal 126(125), 1b-2ab. 2cd-3. 4-5. 6

Como estamos hablando del proceso, de la historia que vive el pueblo de Dios, un verdadero Éxodo, una peregrinación, con los ojos fijos en las esperanzas recibidas, tenemos para hoy un salmo gradual. Que señalan las fases de la subida a Jerusalén. Con los salmos 124-134. Este salmo retoma una idea de San Pablo anidada en la perícopa que hemos leído hoy: “Los sufrimientos de hoy no se pueden comparar con la Gloria que un día se manifestará” (Rm 8.18).

 

Este gradual hace píe y toma como referencia el regreso de la deportación en Babilonia, en el año 538, cumplido un exilio de 47 años.  Para Israel era una especie de resurrección, esta resurrección se parece a la resequedad del Neguev, que de la noche a la mañana es reverdecida por las inundaciones primaverales.

 

Pero no se limita a esta referencia, sino que hace girar otras tres subidas: La de Egipto cuando Dios los libertó con brazo poderoso; las subidas en las fechas festivas según lo exigía el culto judío. Y la subida escatológica, la que nos llevará a la conglorificación. Esta galaxia de las subidas, de los retornos de cada exilio, se plasma hoy en cuatro estrofas.

1)    La clave musical de esta partitura es el “asombro”. Es increíble que estén volviendo, traen los labios llenos de cánticos, las bocas sonrientes.

2)    Inclusive los gentiles se alegran con ellos y con ellos: descubren que en verdad Dios les ha regalado con sus dones de liberación.

3)    Todo aquel destierro fue un tiempo de lágrimas y congoja, ahora -cuando el Señor los trae a la reconstrucción de su dignidad, de su honra como pueblo, viene el tiempo de recoger la feliz cosecha de tanta lágrima derramada, esta cosecha es de “cantares”.

4)    La expatriación fue orquestada con llanto, la vuelta es de cantos por las gavillas abundantes que traen abrazadas para ofrendar, son las primicias de esta nueva cosecha.

En suma: “El Señor ha estado Grande con nosotros, y estamos alegres.

 

Lc 13, 18-21



Tenemos dos brevísimas parábolas sobre el Reino. Muchas veces tenemos los elementos de nuestra esperanza en un rinconcito que podríamos analogar con el “cuarto de San Alejo” que es un espacio de la casa donde se guardan cosas que no se usan, de las que ya no se habla y que, al ir a revisar, no se puede dar razón de por qué las habremos guardado. Hay elementos “molestos”, inclusive podríamos decir “fastidiosos” en la fe que los depositamos cuidadosamente allí, en un rincón celestial (nótese que no lo hemos puesto en mayúscula, porque no es ese lugar añorado, sino un lugar “relegado”).

 

Mejor digamos que “el reino es una realidad celestial”, y lo dejamos allá quietito, que no nos moleste. Para nosotros, la centralidad de Jesucristo es incuestionable, ¡bendito sea Dios, en eso hemos avanzado muy sólidamente! Pero Jesús, no se predicaba a sí mismo, Él lo que predicaba era el Reino. El reino no es un país -muy abstracto- donde Él reinará, son -por el contrario- ¡los elementos que nos permiten vivir como pueblo de Dios la sinodalidad, inclusive con los que nos son del pueblo de Dios! El reino son las relaciones de fraternidad y projimidad que entretejemos en diálogos y acciones verdaderamente fraternales. El Reino no es para un futuro impreciso y remoto, para un punto, por allá, escatológico. Pero si podemos llamarlo “escatológico” si comprendemos que eso significa “ya, pero todavía no”.


 

Es lo que nos está proclamando Jesús el día de hoy, nos aterriza en medio de un “proceso” que está en marcha, por ahora es una minúscula semillita, pero germina y llegará a ser un árbol, capaz de anidar a las aves del cielo.

 

Lo compara también con la acción de la “levadura”, esta mezclada con la masa de harina, con la doble medida que va en la hogaza, pero, uno no la ve, queda “escondida” pero su acción hace que el Reino fermente y la masa “levante”.

 

Y ¿de la hermenéutica qué?   A nosotros nos corresponde sembrar pequeñas, más aún, diminutas semillas; y, además, siempre que amasemos, recordemos mezclar la pizca de levadura que hará fermentar el Reino entre nosotros. Nunca, óigase bien, nunca olvidemos que somos panaderos del Reino y todos los días y con cada persona, debemos -y esa es la misión- hacer sabroso pan de fraternidad, de amor-ágape.

lunes, 30 de octubre de 2023

Lunes de la Trigésima Semana del Tiempo Ordinario

 


Rm 8, 12-17

Vamos con la 10ª lección sobre el Libro San Pablo a los Romanos, de las 18 previstas, y vamos dándonos cuenta que la fe es la carrilera de la santidad que sólo es posible gracias a que Jesucristo la hizo posible por medio de la justificación.

 
Pero -loado sea el Señor- que, para edificar la justificación, la hizo Gracia, lo que significa que no es un “objeto” que se pueda comprar o vender, sino que es Gracia. Reflexionemos en la catolicidad de esta justificación, si fuera una mercancía, se saldría de la órbita de tantos y tantos que no les alcanzaría para comprarla. Pero como ella es Gratuita, todos pueden alcanzarla sin la discriminación que depende de la barriguita de la billetera. Y, es que el billete, en sí, no es corrupto, pero puede llegar a adquirir, a contagiarse de la corrupción, y sí así fuera, la justificación ya no sería Santa. El sustrato de esta fragilidad del billete, tiene, siempre que ver con el hecho de que Jesús volcara las mesas de los cambistas en el Templo, y -acto seguido- profiriera la denuncia de haber hecho del Templo, una “casa de ladrones” (Cfr. Mt 21, 12s).

 

Hay una “naturaleza humana” que es -de suyo- Grandiosa, pero, está la fisura que introdujo el pecado, no es propia de la naturaleza humana (nos parece indispensable entender que Dios la creó Grandiosa y sin resquebrajadura alguna) y fue sólo el pecado el que la fragilizó, el pecado puede ser lavado, por la Gracia del bautismo, pero la rendija de nuestra ánfora permite que se cuele una sustancia que corrompe, a la que podríamos llamar “sensualidad-propia” o “concupiscencia”. Hay quienes piensan que está indisolublemente pegada a nosotros, pero ya San Pablo lo ha declarado: el sacrificio de Jesús en la Cruz nos liberó y su Resurrección es el Veredicto Divino que declara su derrota.

 

Nosotros podemos -tercamente- sumergir nuestra propia ánfora, en las aguas descompuestas de la sensualidad para permitir que se cuele por la mentada ranura, algo del virus destructivo y letal. Pero esta manía y esta atracción por la seducción del “fruto de la perdición” puede ser superada por una prótesis que Dios mismo -el Misericordioso- nos regala: la Plenitud donada por el Espíritu Santo. Sólo inmersos en su santificante influjo podremos sustraernos a la adicción maniática de la Carne. Esa Plenitud se alcanza viviendo inmersos en Jesús, porque el Espíritu Santo no es otra cosa que el Espíritu de Jesús que Él nos donó, cuando Resucitado sopló sobre nosotros, la Iglesia, en aquel momento personificada en el Colegio Apostólico (Cfr. Jn 20, 19-26). O sea, asociados con Jesús, reconociendo en Él al puente de conexión con la Redención, sin aceptar el “Puente” no hay manera de cruzar el abismo.

 

No somos ὀφειλέτης [ofeiletes] “deudores”, “los que quedan comprometidos a retribuir un servicio” de la Carne, sino que -por el Espíritu del Salvador-  somos “transportados” -llevados de un lugar al otro, de las puertas de la perdición, somos conducidos al Portal Salvífico. Eso quiere decir que no somos esclavos sin más, desesperados, sino que somos esclavos que “clamamos” (recordemos que esta palabra significa ante todo “súplica”), el que clama suplica, en este caso salvación, y la Gracia que se le da es la filiación adoptiva, por los méritos de Jesucristo, nuestro Señor (porque tenemos en Él puesta nuestra Esperanza).

 

¿Qué se nos otorga aquí? Que el Espíritu Soplado, lo que nos insufla, es la Filiación por Adopción, que sería totalmente inalcanzable para nosotros, pero que Jesucristo nos la da, haciéndonos, como lo dice San Pablo con feliz fórmula: συνκληρονόμοι [sugkleronomoi] “coherederos”, “se echaron las suertes y fuimos nominados para recibir también la herencia”; expliquemos: no era que nos tocara por legalidad recibir la herencia, sino que por la feliz -aunque aleatoria- decisión de Dios, nos correspondió compartir lo que en legitimidad era exclusivo del Hijo.

 

El verso 17 aun nos explica la consecuencia de esta co-heredad, y es que seremos συνδοξασθῶμεν [sundoxastomen] con-glorificados, al que anda con Jesús, se le pega el almíbar de su Dulzura, y Él nos participa del Gozo de su Gloria.

 

No hay que vivir esclavos del miedo de qué nos va a pasar si los dejamos todo y lo seguimos: ¡Ánimo! ¡Sigámoslo! Si sufrimos con Él, no triunfará el sufrimiento, triunfará la Dulzura de la Glorificación. Dejemos que Jesús nos imponga sus manos Generosas, dadoras de Gracia, Sanadoras, Liberadoras.

 

Sal 68(67), 2 y 4. 6-7ab. 20-21

Lo que acabamos de analizar nos ilumina cómo se le somete todo a Jesús: Toda rodilla se dobla en el Cielo -bastante lógico- en la tierra -debería ser así, y en el abismo -pobres, tarde se vinieron a dar cuenta-. Así, su Majestad se revela.

 

Dios se levanta de su Trono y todos sus enemigos salen en desbandada. Pero, para los justos -es al contrario- los Justos hacen Fiesta al reconocer la Grandeza de Dios. Que Gozo tan descomunal es estar en Su Presencia.

 

Dios es Padre para los que son huérfanos. Es Protector de las viudas. Habita en el Cielo, que es su Morada de Santidad. Allí les hace vivienda a los desvalidos que pasan del estado de carenciados a la Magnificencia del Enriquecimiento-Divino.

 

Dios está fastidiado por que se ha llenado de cargas innecesarias a sus hijos. Está escandalizado de que se hayan puesto cargas fatales en sus espaldas, así que manda a su Hijo quien coge el yugo pesado de la Cruz, y lo carga sobre sus propios Hombros. Los despiadados una y otra vez lo crucifican: Más no quedaran impunes, Dios-Salva que se translitera: ¡Jesús! ¡Porque nuestro Dios, es un Dios que salva!

 

Lc 13, 10-17



Estar encorvado es estar apabullado, es una afectación a nuestra dignidad, el hombre -el ser humano- en la plenitud de su dignidad va derecho, erguido, y no torcido y giboso. Pensando en una persona torcida, agobiada, viene a nuestra mente Jesús, cargando la cruz, rumbo al Calvario. ¿Qué lleva Jesús a cuestas? El pesado yugo del oprobio humano. Él les impone las manos a estas cargas y las alza, las recoge, las hace suyas. Él carga el patíbulo.

 

Estas cargas descomunales nos agobian. Uno lo ve día tras día: Mucha gente que apachurrada por los pesos brutales que les imponen, quedan doblados, se les deforma la columna, pierden sus extremidades -bien en accidentes laborales, bien en el combate de sus guerras- son personas que ya no se pueden enderezar, que han sido deformadas en su integridad humana, algunos de ellos, amputados.

 

Qué dice el Jefe de la sinagoga: ¿Por qué no siguen así tranquilos un día más?, ¿cuál es el afán de sacudirse de las cargas?, Si tantos años las han soportado, sopórtenlas otro poco. Ante todo, presten atención a las sacratísimas leyes que decretan la legalidad y justicia de estos yugos. ¡El que quiera comer que cargue! ¡qué deforme su espalda! ¡No sois sino una recua de flojos! ¡Perezosos!

 

Continúa diciendo el Jefe de la sinagoga: Aprendan de esta mujer encorvada, lleva ya diez y ocho años así. ¿Qué prisa corre en cambiar las cosas?


 

Jesús no podía dilatar esta situación un minuto más. Piensa para sus adentros ni que ella fuera un buey o un burro. La tratan como a un animal de carga. Y así lo hace evidente: Cuando Jesús le impuso las manos y la mujer se pudo enderezar, él -el jefe de la sinagoga- y todo su corro - ἀντίκειμαι [antikeimai], “opositores”- quedaron abochornados. Pero están otros, los que van con Jesús, los que lo admiran y lo reconocen, son los ὄχλος [ochlos], los que no se alegran de la injusticia y -que, por el contrario- se alegran de las maravillas que Jesús hacía por doquier, liberando, sanando, en este caso, en la mismísima sinagoga.

domingo, 29 de octubre de 2023

LLAMADOS A FLORECER EN EL AMOR

 


Ex  22, 20-26; Sal 17, 2-3a. 3bc-4. 47. 5lab; 1Tes, 5c-10; Mt 22, 34-40

 

¡El deseo de ser como Dios no se realiza en tenerlo todo en las propias manos, sino en ponerse en las manos del Padre y de los hermanos por amor!

Silvano Fausti

 

Aquel que es víctima es, a los oídos de Dios, la primera voz a escuchar, oráculo del Señor. Este texto viene del Éxodo. Dios crea la humanidad, y –en un clima de libertad- lo deja evolucionar, lo deja crecer, le brinda condiciones para que pueda madurar. Cuando, por fin, alcanza cierto desarrollo, le da un nuevo contexto histórico para que llegue a hacerse pueblo. No es un pueblo más; es ¡el pueblo que será su pueblo!

 


Testimoniamos, al leer la Sagrada Biblia, la Mano Poderosa de Dios que actúa, porque es un Dios providente, que cuida a su pueblo, que lo pastorea y lo conduce a pastos abundantes. No cesan allí sus cuidados paternales, lo libra del lobo, lo guarda de las fieras acechantes, lo lleva a Egipto, y allí le muestra que sus cuidados no se han interrumpido. Que no lo descuida, que está muy al tanto de sus penurias, que está enterado de sus carencias.

 


Tierna y dulce es –por ejemplo- la historia de José vendido como esclavo para llegar a convertirse en Mayordomo de los tesoros de Faraón, y cómo –previsivo, inspirado por Dios mismo, atesora el grano para las épocas de las vacas flacas, siendo así como este trigo, terminará nutriendo –no tan sólo a los egipcios, sino también a los hambrientos del pueblo de Dios. Dios provee –por mano de José- a su pueblo para que sobreviva la hambruna.

 


Cuando al final del Padre Nuestro, rogamos a Dios para que prolongue sus cuidados y extienda sus desvelos por nosotros, proveyéndonos “el Pan Nuestro de cada día” hasta el final de los tiempos, le pedimos que nos “libre de todo mal”, porque Él es un Dios Libertador. Así lo proclama el Salmo de la Liturgia de este Domingo Trigésimo Ordinario del ciclo A -que es por antonomasia el repaso de tantos y tantos prodigios que Dios ha obrado en nuestro favor-: “Tú eres mi fortaleza; Señor, mi Roca, mi Alcázar, mi Libertador”. En el siguiente verso dice “Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis enemigos.” Este salmo, todo él, insiste en mostrar a Dios como el Dios que “me libró”.

 


Cuando nos libra, nos liberta; y nos liberta para hacernos libres y nos dignifica haciendo, de nosotros, un pueblo suyo: un pueblo libre. Como dice San Pablo, no nos creó con un espíritu de esclavos: “No hemos recibido un espíritu de esclavitud para volver otra vez al temor, sino que hemos recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!”.(Ro 8, 15), quiere decir que nos llamó a la libertad para que las bocas que lo declaran Padre, no sean boca de esclavos, sino labios de libertos. «La mayor dificultad del oprimido radica precisamente en iniciar su vida en libertad,… La esclavitud resulta cómoda, puesto que no implica peligros y riesgos, a condición de que se obedezca. La libertad, por el contrario, acarrea desacomodación, responsabilidad y riesgos. El mayor peligro consiste precisamente en que el pueblo no asuma responsabilidades y riesgos. El mayor peligro consiste precisamente en que el pueblo no asuma las responsabilidades que provienen de su propia liberación.»[1]

 


No con esclavos, ¡no! sino que, con personas libres se ha dado, a Sí mismo, un pueblo que pueda decirle tiernamente, como dulces bebés: ¡Papito! Que es la traducción de la expresión Abbá.

 

Luego de tener hijos por medio del Acto Creador, y dejarlos crecer y educarlos en la libertad, los llamó a hacer con Él Alianza. Este vocablo –por su etimología- es portador de una doble connotación: De un lado está el hecho de significar unión; por otro, el de quedar atados, ligados, amarrados. Su más antigua raigambre está en la voz indoeuropea para atar. Dos cosas (o más) que están atadas, pasan a ser una sola. A su vez, ¿Cómo puede la humanidad hacerse una sola cosa con Dios, siendo por su naturaleza tan disimiles? ¡No exageremos la dis-similitud! Bástenos recordar que nos hizo a su “imagen y semejanza”, un poquitín menos que los ángeles, coronados de gloria y majestad (cfr. Sal 8, 5). No se vaya a implicar que al atarlos se hagan iguales, no se trata de eso; se podría atar una rama de eucalipto y una de manzanilla, y no por eso alguna se convertiría en la otra planta. Pero, si podría llegar a suceder que una ganara el aroma de la otra, que la rama de humanidad se divinizará; y, como lo hemos mencionado tantas veces, Dios en su Misericordia ilimitada se “abajó”, se humanó, para brindarnos ocasión de ganar su aroma, de ser portadores de su perfume, de Cristificarnos.

 


Pero, nos hemos adelantado muchísimo y nos saltamos etapas muy importantes de esta historia salvífica; tendremos que hacer un fly back a los tiempos de “la educación para vivir en libertad”. Dios nos enseñó su Ley, nos la dio tabulada en piedra. «Las normas básicas, que darán el cimiento para ese nuevo pueblo, están contenidas en el Decálogo, que se convirtió en una verdadera Constitución para el pueblo de Dios (cf. Ex 20, 1-17; Dt 5, 1-22). Centrada en el respeto a la vida (No matar), esa Constitución se abre como un abanico para todas las relaciones sociales, dando los fundamentos básicos y provocadores de vida para el pueblo. En el transcurrir del tiempo, se necesitó elaborar normas básicas en situaciones diferentes.»[2]. Nosotros, pueblo de dura cerviz, tardamos lo que un merengue en la puerta de un colegio, para infringirla. Esta necedad humana, tan propia de nuestra rebeldía in-causada, ya se dibujó en la conducta de Adán y Eva y la anécdota del “fruto prohibido”; y se repite –en el Éxodo- en la página del “becerro de oro”, que es la página de la idolatría. Y luego, con terquedad inusitada, cientos de veces, abusando del amor inquebrantable del Padre.

 




La Primera Lectura está tomada del Libro del Éxodo, precisamente de la sección donde se nos ofrece el –así llamado- Código de la Alianza: «Los investigadores modernos han reconocido que una buena parte del amplio cuerpo legal de Israel… tuvo su origen y se trasmitió como ley popular. Los ancianos reunidos a las puertas de los pueblos eran los portadores de la tradición. Allí oían las disputas que surgían en el pueblo y, sobre la base de la ley de YHWH que habían recibido de sus padres, emitían fallos (Rt 4, 1-8; Am. 5, 10.12)…En el proceso de recopilación de estas leyes se formaron tres grandes códigos legales, que hoy se encuentran en el Pentateuco. Son el Código de la Alianza (Ex. 20, 22-23, 29) el Código Deuterocanónico (Deut. 12-26) y el código de Santidad (Lev. 17-26), que se recopilaron en este orden cronológico.»[3]

 


«El código de la Alianza proporciona varios ejemplos de la preocupación de Israel por los pobres: el trato al extranjero (Ex 22, 21-23) y al miserable (Ex 22, 24). El sujeto que habla en estas leyes es YHWH, el Dios del éxodo y el destinatario es el israelita que ha sido liberado de Egipto. Tanto la ley que exige restituir lo robado (Ex. 21, 37) como la prohibición de usura vista antes (Ex. 22, 24) indican cómo la ley privilegiaba la vida sobre la propiedad.»[4]

 

Y, sin embargo, la Ley de Dios no es el cauce mismo para enfocar nuestra libertad, sino tan sólo un campo de entrenamiento. El Amor, por ejemplo, no puede hacerse Mandamiento, el amor debe brotar espontaneo, autónomo, silvestre. La ruta del amor no se puede hacer recorrer a la fuerza. Por eso precisamente es que los que entran al reino son los que se hacen como niños, porque son ellos los que aman así, sin esperar nada a cambio, saltan a tu cuello y te enredan en sus abrazos y en sus ternuras; sucede inclusive, que –un momento después de haber sido reprendidos, abandonando cualquier clase de rencor, vuelven a florecer con sus dulces expresiones de afecto. Ellos, nos complacemos en constatarlo, cinco segundos después de haberse disgustado con su amiguito por cualquier causa, retoman su amistad, sanando las heridas, perdonando la ofensa, en fin, superando lo que separa y restañando la unión. Recordémoslo siempre: ¡Si no nos hacemos como niños….!

 


Retomemos la idea: La ley es un campo de entrenamiento, pero lo que nos Diviniza, no es la ley sino el Amor. ¡También con la Ley se corre el riesgo de fabricarse un fetiche! El pueblo judío, llegó a “fabricarse” 613 leyes que se podían descomponer en 365 prohibitivas y 248 incitativas. Y, en general, abusando de la multiplicación de los entes, vamos multiplicando ademanes que parecen –so capa de engaño- acercarnos a Dios: …la oración A y la jaculatoria B y así sucesivamente, sin trascender el plano ritual. ¡Hemos visto -lado a lado-, los fieles que se retan a enhebrar la más prolongada serie de jaculatorias! Ay, con cada uno de estos gestos, ¡qué pobreza! si lo comparamos con un sencillo acto de amor; pero realizado “con alma, vida y sombrero”.

 

Aun cuando parece desviarnos del propósito, cabe señalar que ni siquiera la frase “amor con amor se paga” es lícita; porque, el amor no se paga con nada, el amor no es una transacción de toma y daca. El verdadero amor no espera nada a cambio… Y, sin embargo, la dialéctica salvífica aguarda “una contraprestación” (la hemos llamado así, aun cuando tampoco es la palabra más afortunada, porque también conlleva un sentido de dar-por-un-esperado-recibir. ¡Y no es así! Dios nos ama, nos da, pero Él no necesita nada: Él lo tiene todo y es el Dueño de Todo; ni nuestras oraciones lo hacen más grande, ni nuestra ingratitud lo disminuye, en una palabra: “No necesita nada nuestro” pero le complacen nuestras ternezas, que Él, Dulce y Amoroso Padre, las descubre y las lee como Incienso agradable en su Presencia.

 

Entonces, la ley no conlleva un sinnúmero de arandelas; sino, como nos lo muestra Jesús en una maravillosa y apretada síntesis, (la Navaja de Ockham llevada al extremo de la simplificación): Dos cosas solamente: el Querer de Dios y las necesidades de nuestros hermanos que como nos lo recordaba Helder Câmara, en nuestro blog del Domingo XXIX, “toda criatura humana es hermana nuestra, hija del mismo Padre”. «El mandato es doble, amar a Dios y al prójimo, porque nosotros, sólo amando al Padre y a los hermanos, llegamos a ser lo que somos: hijos. Así logramos nuestra identidad, sanando la ruptura originada con el Otro, con nosotros mismos y con los otros.»[5]

 

«De lo que más largamente habla el código de la Alianza es del derecho de los pobres (22,20 al 23,13). Manda de una manera insistente a que se les ayude. Prohíbe cobrar intereses en los préstamos a los necesitados. Enseña que el mínimo vital para poder vivir como Dios quiere está por encima de cualquier otro interés. En resumen, los creyentes en este Dios deben prestarse servicios los unos a los otros con sinceridad, integridad y justicia. Más tarde este espíritu de servicio mutuo se resumirá en aquella célebre frase de “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,34).»[6]


 

Este Amor-Ágape que Dios tiene por nosotros y nosotros por Él, da como fruto la Alianza que es un amor no pagado sino bien retribuido, a Dios que lo da, le damos con largura nuestra gratitud, nuestro amor. Él nos habló, nosotros le respondemos. Él nos ama, ¡Quién lo amara tanto que de Amor muriera!

 

Con el fiel, Tú eres Fiel,

con el integro, Tú eres Integro;

con el sincero, Tú eres Sincero;

con el astuto, Tú eres Sagaz.

Tú salvas al pueblo afligido

Y humillas los ojos soberbios. (Sal 17, 25-27)

 

«A través del amor, lo que está en el Cielo, sucede también sobre la tierra: el hombre entra en la misma vida de Dios, en la Trinidad.»[7]



[1] Balancín, Euclides Martins. Storniolo, Ivo. CÓMO LEER EL LIBRO DEL ÉXODO. UN CAMINO HACIA LA LIBERTAD Ed. San Pablo Santafé de Bogotá D.C.-Colombia 1995. pp. 48-49

[2] Martins Balancin, Euclides. HISTORIA DEL PUEBLO DE DIOS. Ed. San Pablo Bogotá-Clombia 2005. Pp 33-34

[3] Napole, Gabriel. O.P. DIOS OPTA POR LOS POBRES. EL TESTIMONIO DE LA BIBLIA. Ed. San Pablo BB. AA.-Argentina 1994 p. 21.

[4] Ibid p. 22

[5] Fausti, Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE MATEO. Ed. San Pablo. Bogotá-Colombia. 2011 2da reimpresión. P.498.

[6] Caravias, José Luis. s.j.  DE ABRAHÁN A JESÚS. LA EXPERIENCIA PROGRESIVA DE DIOS EN LOS PERSONAJES BÍBLICOS. Ed. Tierra Nueva y Centro Bíblico “Verbo divino” Quito-Ecuador 2011. p. 31

[7] Fausti, Silvano. Op. Cit. p. 501

sábado, 28 de octubre de 2023

SANTOS SIMÓN Y JUDAS TADEO, APÓSTOLES

 Sábado de la Vigésimo Novena Semana del Tiempo Ordinario



Ef 2, 19-22

Hay un proyecto, con planos, y todo tipo de análisis y detalles para iniciar una construcción. No faltará quienes contraten las camionadas de piedra, y pidan a las volquetas que descarguen las rocas y -tengan en mente- dejarlas como caigan. Pueden esperar que este reguero de piedras y materiales de construcción, configuren una edificación. Nosotros como pueblo de Dios, respondemos a una construcción que tiene en su basamento a los profetas y los apóstoles, y, la Piedra Angular, es Cristo Jesús.

 

La perícopa de hoy tiene por objeto llamarnos la atención sobre esta disposición, no es un desorden espontaneo, ni un reguero de piedras abandonadas a “puntos suspensivos” a ver si el viento, la lluvia o alguna otra fuerza llega a esculpir -de pura casualidad- una hermosa Catedral.

 

Al contrario, cada vez que, en algún lugar del mundo se eleva un Templo, podemos descubrir -en el trasfondo- el Proyecto de Dios, su Voluntad que nos armoniza, nos convoca, nos explica las Escrituras y parte para nosotros el Pan. Cada predicación, cada Encíclica, cada documento de las Conferencias Episcopales, cada Padre Nuestro de todo fiel, todo tiene como aval, la Impronta del Espíritu Santo, que es el Arquitecto de la colosal obra mundial.

 

No es que la piedra -en bruto- se haga caber a la fuerza en los sitiales vacíos; hay una labor de paciente labrado y ajuste para que cada uno sea una agradable y conmovedora nota de la Sinfonía. En el capítulo 4 de esta misma Carta, nos hallamos ante una muestra de este Proyecto y de su articulación en el tiempo y en sus respectivas funciones:

 

«¿dónde están sus dones? Unos son apóstoles, otros profetas, otros evangelistas, otros pastores y maestros. Así prepara a los suyos para las obras del ministerio en vista a la construcción del Cuerpo de Cristo; hasta que todos alcancemos la unidad en la fe y el conocimiento del Hijo de Dios y lleguemos a ser el Hombre perfecto, con esa madurez que no es menos que la plenitud de Cristo.

 

Entonces no seremos ya niños a los que mueve cualquier oleaje o viento de doctrina o cualquier invento de personas astutas, expertas en el arte de engañar. Estaremos en la verdad y el amor, e iremos creciendo cada vez más para alcanzar a Aquel que es la cabeza, Cristo. El hace que el cuerpo crezca, con una red de articulaciones que le dan armonía y firmeza, tomando en cuenta y valorizando las capacidades de cada uno. Y así el cuerpo se va construyendo en el amor. (Ef 4, 11-16)

 


El lote donde se eleva esta Catedral maravillosa, es el amor; no en otra tierra sino en la tienda fecunda del Amor Fraternal y la Sinodalidad, van trabajando los Apóstoles, para que se levanten las voces y anuncien la Salvación que nos trae el Señor.

 

Sal 19(18), 2-3. 4-5 



Este salmo tiene dos partes: Una primera parte -de donde tomamos los versos para la perícopa de hoy- se maravilla con la hermosura y la admirable naturaleza; la segunda parte, es mucho más reciente, y en ella, este segundo hagiógrafo, experimenta el mismo asombro ante la perfección de la legislación con la que Dios instituye a su pueblo.

Este salmo es un himno. Hace mucho que el hombre empezó con la ideología anárquica, comenzó su sueño con la hipótesis que, quizás, una sociedad sin leyes fuera más llevadera y de ella brotara espontáneamente una armonía. Este espontaneísmo es uno de los caldos experimentales del Maligno, con que logra seducir con la teoría de que todo -no ha sido creado- sino que ha surgido por feliz coincidencia. Como poner un tarro en el patio y confiar que, -después de la lluvia-, quede en él, un sabroso ajiaco. ¡Todo por una afortunada coincidencia! Porque la tendencia cósmica natural tiende a producir ajiacos.

 

Entonces, es lícito esperar, por ahí en tres o cuatro años, que el ordenamiento concomitante conducirá a un afinamiento de las “leyes”, y estas se irán acomodando, hasta que todo concierte. ¡Sólo les rogamos una módica dosis de paciencia!

 


Eso sí, dicen ellos, cuentan con nuestro aporte para que, cada vez que surja una ley, nos manifestemos en contra, la desobedezcamos sistemáticamente y de ser posible la quememos, antes de que se dé a público conocimiento. (Todo parece indicar que la teoría de marras, no contiene la tendencia espontanea a la autodestrucción de las leyes. Por el contrario, parece que el cosmos se empecina en ir en contravía, y preservarlas).

 

Pensamos que, esa tendencia a despreciar y desprestigiar la ley dimana de dos fuerzas presentes en la pecaminosidad humana -esa cadena de pecados que viene sucediéndose, cual reacción en cadena-, y ellos son: el orgullo y la arrogancia.

 

¿Cuál es la posición de nosotros los creyentes? Nosotros estamos por el Reinado de Dios, no creemos y no podemos convenir con esos “azarosos gajes”, creemos que Una Inteligencia Superior rige el curso de esos eventos, y es Ella, quien los coordina. Somos los que descubrimos esa Voluntad canalizadora, que va modelando y trazando el glorioso Curso.

 

Tampoco las voces de los fieles que alaban es casual; la glorificación va avanzando por un derrotero que forma un retículo de voces -en un proceso no-lineal, sino con avances y retrocesos- pero, que va cobijando hasta cubrir todas las distancias, hasta abrigar todas las superficies, y así, toda la tierra.

 

Lc 6, 12-19



El primer paso, antes de tomar cualquier decisión: Presentarle todo el Padre y ponerlo todo en sus Preciosísimas Manos. Escuchar su Voluntad, recibir de Él las directrices.

 

La montaña tiene, en sí, un tinte Místico, parece hablarnos de Dios, muestra en su naturaleza, un ambiente pleno y propicio a la oración. Uno podría hablar de un Altar natural. Jesús -con su Divina Lógica- va a la Montaña a orar. No es una oración afanada, presurosa, por cumplir. Es una estadía prolongada, una charla que no la apresura nada, que no la interrumpe nada: Su propia duración habla de “agradable”, de “enamorada ternura”, de “remanso de amistad”. Son de esos diálogos filiales que uno querría prolongar indefinidamente, hasta la misma eternidad. A San Lucas le gusta mostrarnos esta circunstancia del “tiempo orante de Jesús”, sus rasgos son el referente para entender qué significa eternidad. Estar orando es un tiempo de Gracia, un kairós, es un paso a otra dimensión. Entendemos aquella propuesta de San Pedro que muchas veces nos suena disparatada: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» ¡Tal vez el Señor habría aceptado, de no estar la humanidad -abajo- esperando la Redención!

 

Esto es definitivo, iniciar una tradición que garantizara la continuidad de una obra, perdurable por todo el tiempo, cuanto fuese necesario. Una tarea a escala mundial, que no obra a requerir de un personal tan excesivamente entrenado y capacitado, porque su Solidez y Potencia no dimana de sus miembros, sino de su Fundamento. Inclusive, se nos muestra que había entre ellos “levadura de la mala”, porque aquel organismo -ahora lo estamos empezando a entender, aun cuando el Señor ya nos había prevenido- no estaba pensado para integrarse con los sanos, sino para restañar a los más enfermos, a los más accidentados, a los más “defectuosos”. Era un organismo -no una organización- constituida por ex-esclavos y esclavos, para la liberación de todos, porque -a todos en algún momento los habían mordido los grilletes, o todavía los arrastraban- eso significaba la “levadura de Judas Iscariote" mezclada en la masa.

 

Esa protoestructura- con todos sus peros tenían a su cargo “ir”, “salir”, dar paso a esa dinámica que Papa Francisco nos pone de presente con ahínco: ¡Una Iglesia en salida! Por una necesidad en el proceso de su “construcción” se recalcó en la Iglesia su rasgo geográfico y arquitectónico, y fuimos diluyendo en nuestro ser eclesial el “Envío”.  Ahora reflexionemos, cuando pensamos en el Envió, pensamos en los plegables, las vistosas chaquetas distintivas, el camión publicitario, las “muestras gratis”, los stickers y el Jingle promocional.  ¡Por ahí no es! Tenemos que cambiarnos el “chip”. No es que no podemos valernos de estos recursos y otros, muchos, todos los posibles, los más llamativos, incluso de las tecnologías más nuevas, inclúyanse las novísimas. Pero esas son solamente mediaciones formales -que saludamos con optimismo- pero, cualquier publicista nos dirá que debe existir una coherencia interna entre la forma y el contenido de lo que se pretende llevar. ¡Aquí está el quid del asunto!

 

La solución más ramplona consiste en “seguir haciendo lo mismo”, porque esta es la solución que no requiere ningún esfuerzo, la que me permite no desacomodarme de mis propias tradiciones. Todo enviado, todo discípulo misionero, tiene que enfrentarse muy seriamente al reto: ¿Cómo lo vamos a hacer en este segundo cuarto del Tercer Milenio que ya llega? ¿Vamos a seguir machaconamente repitiendo lo que se hizo en sus albores, que era lo mismo que se venía haciendo en el Segundo Milenio? (Lo decimos quitándonos el sobrero frente a tantos que se han desvelado y han procurado asumir la labor con aires de frescura y con renovada creatividad; pero, aquí el llamado se hace a los que lamentablemente hemos hecho poco caso).

 

Notemos qué pasa en la perícopa: designó apóstoles y ¿se fue de retiro? ¡Nada de eso! Continua su obra, y así sigue hoy: Predicando, sanando, liberando de “espíritus inmundos”, acompañándonos, impulsándonos con su Sinodalidad que nos va enseñando todos los días el tesón para caminar juntos sin desmayar.

viernes, 27 de octubre de 2023

Viernes de la Vigésimo Novena Semana del Tiempo Ordinario

 


Rm 7, 18-25a

…querer está a mi alcance, pero hacer lo bueno, no.

Rm 7, 18b

 

¿Dónde medra el pecado? En nuestra fragilidad, en esa fisura que se crea entre la voluntad de caminar por el bien, y -muy paradojalmente- en el resultado de optar, ya en la práctica por el mal. Se trata de una fractura que abre resquicio en mi voluntad, es -casi diríamos- una pincelada de esquizofrenia que nos lleva por un sendero que no deseamos -o que aparentemente no deseamos, pero quizás -en el fondo- queremos: ¿de qué otra manera se podría explicar? San Pablo ve -ocupando nuestra persona, a un copiloto, que en el momento de la verdad- se da trazas de robarnos el control, y, de un cabrillazo, se da maña de hacernos coger por le bifurcación no prevista. A este copiloto traicionero, se le designa aquí ἁμαρτία [amartia] “pecado” (Rm 7, 20), lo hace -evidentemente, “sin mi participación” que es lo que significa esta palabra griega; podríamos decir que se aprovecha de mi descuido.

 

Parecería que muchos cristianos desconocemos esta página paulina, o por lo menos- que se nos ha pasado desapercibida y tal vez, al leerla, no le hemos asignado toda nuestra atención. Porque, bien visto, que si necesita reconsideración.

 

Notemos lo que subraya San Pablo, “según el hombre interior, me complazco en la Ley de Dios: pero percibo en mis miembros otra ley que lucha, oponiéndosele contra la ley que tiene mi mente, y me aprisiona en el pecado, que controla mis miembros”. La fisura se encontraría, en la distancia que separa mi mente -que discierne con claridad la Ley de Dios, y mis miembros -los ejecutores- que terminan manipulados por órdenes dimanadas del pecado.

 

Pregunta, entonces el Apóstol de los Gentiles: ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Porque -como se ha visto- es en una disfunción del cuerpo en su armonización mente-miembros, donde radica la disfunción.

 

Obsérvese que lo que requerimos es un Libertador, y el autor del documento, contesta: Jesucristo, nuestro Señor, Él es nuestra Luz Liberadora. Un fuego que derrite y funde las cadenas.

 

Pero ¿de quien nos ha de liberar este Libertador? San Pablo quiere ser liberado de su cuerpo, pero su cuerpo es regalo de Dios. En otra, él mismo afirma que, parte de él dice que le gustaría morir para llegar junto a Jesús-Celestial, pero se da cuenta que, mientras continuaba entre nosotros, podía aportarnos mucho bien a los hermanos, aquí en vida. Si nosotros revisamos el planteamiento, fácilmente desenmascararíamos al copiloto como responsable de los desvíos, de las salidas de cauce.   Entonces, no es del cuerpo que hemos de sacudirnos, sino del copiloto a quien necesitamos que nuestro Libertador, exorcice. (Cfr. Rm 7, 23-25)

 

El copiloto -nos parece- no es como un fantasma-travieso que nos habita, sino que vemos el origen de su malicia, en la escuela de pilotaje donde se formó, y donde lo entrenaron con una multiplicidad de prejuicios: el egoísmo, el rencor, la mentira, el consumismo, la envidia, la avaricia, por solo mencionar algunos. Nuestra hipótesis parte de la reeducación del copiloto para que este neutralice todas esas obcecaciones, y permita la aeronavegación correcta de la nave. Esta escuela -que debe iniciarse a la más temprana edad posible- se denomina escuela de los valores cristianos. La parte B de nuestra hipótesis dice: a esto tenemos que apostarle todos.

 

Sal 119(118), 66. 68. 76. 77. 93. 94

Este salmo es una súplica. Y es el salmo más extenso de todo el Evangelio. Tiene 176 versículos, de ellos se han entresacado 6 para organizar la perícopa. En cada verso se hace presente algún sinónimo de la palabra Ley. Se lo que se desprende que, el gran tema de este salmo es la Ley. El salmista es un enamorado de Dios, se ha enamorado de Dios en su Ley. Podríamos decir que, para el salmista, la Ley es el sacramento de Dios.

 

Podríamos interpretar que para el salmista la Ley es una especie de exoesqueleto que preservaría al hombre de ser engañado por el copiloto. Pero la ley lo que hace -en realidad- es exacerbar la seducción del pecado, como un lente de aumento que mayúsculiza sus atractivos, de alguna manera- la ley es una campaña publicitaria de la seducción del pecado.

 

Muchos han fallado exorcizando al copiloto, y sus víctimas son traídas a la Presencia del Libertador: la gente le pregunta: ¿por qué tus discípulos no han podido echarlo? (Cfr. Mt 17, 16) El Libertador es un humano, pero no un humano cualquiera, sino Uno que participa de la fragilidad humana, pero a la vez, contiene en su Plenitud el Poder Divino. Ese es Jesús de Nazaret.

 

El salmo propone la reeducación del copiloto empezando por tres directrices axiológicas: bondad, prudencia y conocimiento.

 

De ahí en adelante, se va a tender un juego de sólidos cordeles de acero que son fuertes tensores que sustentan el mandamiento del Amor:

1.    Fiarse de los Mandatos de Dios

2.    Reconocerlo como Bueno, porque hace el Bien; y, entonces hacerse instruir por Él

3.    Recibir, directamente de Dios la consolación.

4.    Dejarse y hacerse envolver en Compasión. Su Compasión es la Fuente de Vida.

5.    Afianzarse en el Conocimiento de los Mandatos Divinos

6.    Declarar a Dios por Dueño nuestro

7.    El responsorio, da un ritmo: “Instrúyeme Señor en tus Decretos”.

 

Lc 12, 54-59



Exactamente en el punto donde lo dejamos ayer (Lc 12, 58), lo retomamos hoy, los de adentro son los infiltrados que vienen a poner cargas de hundimiento en los puntos neurales de la estructura. Llamamos la atención que eso no nos debe volver paranoicos y empecemos a mirar a nuestros hermanos en la fe, con recelo.

 

Nos pregunta el Señor ¿cómo es que podemos hacer acertadas predicciones meteorológicas y no podemos interpretar el tiempo que nos tocó vivir? Como siempre, el Divino Maestro tiene razón, y tiene doble razón:

a)    A aquel pueblo de agricultores les era muy urgente entender y tener claras previsiones sobre el estado del tiempo

b)    Y, junto a su interés por los cultivos, tenían que interesarse por su propia persona y propender por su Salvación, para lo que era muy urgente poderse ubicar en su realidad temporal y en sus relaciones interpersonales -no las del pasado, ni las del futuro- sino las del momento que les tocó vivir.

 

Son hipócritas porque sólo saben la mitad o menos de lo que tendrían que saber para ser miembros del amado pueblo de Dios. Esto resuena en nuestro tiempo cuando preferimos llegar a los tribunales y no aprendemos a llevar adelante negociaciones interpersonales para resolver nuestras dificultades y diferencias. Este aspecto tiene una poderosa corriente subterránea, es el cultivo y desarrollo de la habilidad hermenéutica para leer nuestra vida, nuestra historia personal, nuestros contextos existenciales. Esta escuela de “juicio” nos educa para cuestionarnos y para posicionarnos y para no repetir prejuicios, es una formación de la conciencia -el Sagrario de la Persona- para medir las distancias entre nuestros prójimos y nuestros lejanos, la cercanía o lejanía a Dios y los distintos mecanismos y herramientas para hacer más hermanables y solidarias las relaciones. Estamos llamados a construirnos en una escuela de resolución de conflictos interpersonales.

 

Indudablemente la superación de esta hipocresía, apunta en el sentido de “amarnos los unos a los otros como se ama uno mismo”. Y la justicia, tribunales y prisiones que se nombran tienen una función y es referirnos a la gran Autoridad -que como se señalaba recientemente es la Única Verdadera Autoridad- y la “última monedilla” nos habla de la responsabilidad que tenemos y que no podremos -al resumir las cuentas- desconocer, sino que -en Justicia- tendremos que responder, y no de cualquier manera, sino con el cobro que hace un fuego purificador que Jesús viene a traer y que está ansioso que empiece a regir.