Gl
5,1-6
… el legalismo, además
de ser un desvío, al lado de muchos otros, amenaza la vida comunitaria, el tipo
de vida en el espíritu. Buscar su justicia en la Ley es ya haber roto con
Cristo y decaído de su Gracia.
Joel Antonio Ferreira
Hoy
tenemos la penúltima perícopa de la Carta a los Gálatas que la Liturgia
propone, y seguimos trabajando sobre la tercera sección de las cinco que
propusimos en el mapa guía en los que fraccionamos la Epístola entera. Es
decir, continuamos en la sección donde se muestra que es por la fe que el
Señor nos hace libres.
Inicia
la perícopa de hoy repitiendo el ultimo versículo que leímos ayer, esta
repetición es iluminadora, porque la Liturgia -con esta iteración- lo que nos
está diciendo es que este tema es esencial, Podríamos inclusive decir que lo
que se nos está mostrando con esta insistencia es el carácter esencial de esta
idea como pivote de la Epístola; la primera consecuencia de esta fe, es que nos
saca de la esclavitud, y nos pone -por el contrario- en el terreno de la
libertad: “Hermanos: para la libertad nos ha liberado Cristo” (5, 1). Se está
connotando que la libertad no es un bien para otro bien, un bien mediato hacia
otro bien; la libertad es un bien en sí. Es una riqueza que Jesucristo nos ha
traído porque es indispensable ser libre para tener la dignidad que se impone
para creer. El esclavo no puede creer, al esclavo se le imponen las condiciones
de su existencia, y todo lo demás se deriva de esa imposición. El que está
sometido, en cualquier vertiente, tiene todo lo demás sujeto a esa imposición,
aun cuando le parezca que la sujeción es mínima, y no tiene nada que ver con su
fe. A esa carencia la denominamos -técnicamente- alienación.
Que
cualquier sometimiento conculca la dignidad del creyente se pone de manifiesto
en el prolongado deambular del “pueblo elegido” por el desierto. Tal vez
-mirado con rapidez- uno se imagine que era una “fuetera” de cuarenta años,
porque Dios estaba muy bravo con ellos. En cambio, desde nuestra perspectiva,
ese tiempo era el necesario para borrar de las mentes y los corazones, de eso
pueblo, las huellas de sometimiento que se habían gravado profundamente en todo
el tiempo que habían vivido sin libertad. Uno no se quita ese “cicatriz” de la
noche a la mañana, con simplemente cruzar el mar rojo. Aunque ese mar era
simbolismo de purificación, de lavarse; no bastaba, porque las cadenas, más que
pesar en el tobillo, pesaban en sus consciencias. Ese paso del Mar Rojo, era
simbólico de su marca a sangre y fuego, era rojo porque la esclavitud a la que
habían sido sometidos, la habían tatuado en su mentalidad con semejante
violencia. Esa dependencia, tan arraigada, se expresará después, en la
nostalgia, de ciertas ventajas materiales a las que estaban dispuestos a
reducir su libertad: ¡Cómo nos acordamos del pescado que comíamos gratis en
Egipto, así como de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los
ajos! (Nm 11, 5).
Hay
unos puntos cimales en esta perícopa, que se contrastan unos con otros para
empujar hacia su cumbre la verdad (no estamos hablando de la verdad de los
filósofos, de una verdad teórica que nos ofrece una definición filosófica, sino
de la “verdad” que libera para creer), y subsumir en el abismo la falsedad, la
que, como una trampa, se cierne sobre nosotros como red sobre los pajarillos. A
saber:
a) Esclavitud
b) Circuncisión
c) Ley
d) Libertad
e) Gracia
f) Fe
g) Amor
Son
siete puntales que afianzan esta Revelación.
San
Pablo nos muestra palpablemente y con toda claridad que la circuncisión no es
más que un fetiche, que la circuncisión puede convivir con una consciencia
“esclava”. Circuncidarse niega a Jesucristo, como diciendo que el Sacrificio
del Señor en la Cruz es inútil, y todavía son necesarios otros derramamientos
de sangre; el valor de la circuncisión radica -desde la -óptica judía, desde
esa mentalidad- en que se derrama sangre, y la sangre es la condición que
valida el sacrificio.
La
fe, según hemos visto, es “escuchar” y acoger para hacer vida lo escuchado. Circuncidarse
es un acto ritual que los haría cambiar de Dueño, cayendo de nuevo en la
“esclavitud”. Ojo a la sentencia conclusiva que nos pone San Pablo: “… en
Cristo nada valen la circuncisión o la incircuncisión, sino la fe que actúa por
el amor”.
Esto
es lo que muchas veces -como consecuencia de la falta de libertad- nos negamos
a aceptar, que es el Amor lo que nos hace florecer en Jesucristo.
Sal
119(118), 41. 43. 44. 45. 47. 48
Si me amáis, seréis
fieles a mis Mandamientos.
Jn 14, 15
En
este salmo nos encontramos una declaración de una profundidad maravillosa:
“Serán mi delicia tus mandatos, que tanto amo”. No se trata de leyes, no se
trata de mandamientos, no es cuestión de preceptos. El punto en cuestión es
amar la Voluntad de Dios. Uno siempre ha de querer lo mismo que quiere el
amado. En eso estriba la “Comunión”, en querer lo que Dios quiera, porque
nuestra delicia está en “sintonizar con ese Querer”.
Esto
no lo puede entender un “esclavo”, el esclavo solo entiende el restañar del
látigo. El recuerdo del azote es lo que hace obrar la consciencia del que vive
o ha vivido sometido. ¡No obra porque ama, obra porque teme!
Aquí
el salmista dice: “Levantaré mis manos hacia tus decretos que tanto amo y
recitaré tus mandatos”.
Pero
hacer nuestra Su Voluntad, no está en nosotros, porque su Voluntad nos excede.
Podernos acogernos bajo las alas de su Ley, eso Gracia. Por eso el verso responsorial
le ruega: “Señor que me alcance tu Favor”, esta es la manera de rogar al Cielo,
que no obremos tratando de forzarnos a “ser virtuosos” sino que Dios-Mismo, nos
regale ese Don, que sin esfuerzo y sin forzados empeños, nos brote serle
agradable y Él acepte nuestras plegarias como incienso agradable a su
Presencia.
En
otra parte de este Salmo de súplica, el salmista nos da un consejo: Meditar la
Voluntad de Dios con perseverancia. Hay que estar acariciando la Palabra de
Dios en nuestro corazón hasta que podamos llegar a amarla. Es como -digámoslo
así- un proceso de apropiación de la Palabra, hasta que lleguemos tener alegría
cuando transitamos el Camino de sus Preceptos.
Lc
11, 37-41
“En lugar de colocar a
Dios y a su amor en el propio centro, se colocó a sí mismo y el amor de la
propia figura en el centro de todo”
Silvano Fausti
No
sabemos a fondo qué razones dieron origen a los rituales de purificación que
obligaban a practicar conductas que hoy día nos parecen muy higiénicas y
preventivas de un gran número de enfermedades -muchas de ellas de origen
bacteriano y microscópico, pero que en aquella cultura se explicaban como
acciones para agradar a Dios y tenerlo contento. Por cierto, que, esto nos pone
a cavilar sobre acciones que también nosotros ejecutamos una y otra vez, con
automatismo y mecánicamente, sólo porque desde la más tierna infancia las hemos
heredado.
En
este fragmento evangélico de San Lucas, se nos informa que Jesús fue invitado
por un fariseo (que se presumía de “puro”) que le “rogó” que fuera a comer con
él. Pero Jesús fue directo “a manteles” sin cumplir con los rituales de
purificación prescriptos.
Le
dice Jesús: “Ustedes los fariseos limpian por fuera la copa y el plato”, pero
el tema no era sobre la limpieza de la loza sino sobre la limpieza ritual de
las manos, lo que San Lucas nos precisa.
¡Ah!
Es que Jesús está comparando al ser humano con las copas y los platos. Y ¡es
que lo somos! Porque ¡lo espiritual está en nuestro interior! Jesús os dice, la
pureza que ustedes tanto se afanan en tener, no radica en la exterioridad; hay
que tener cuidado es que por dentro no estemos llenos de ἁρπαγή [arpage] “rapiña” (“robo”, “pillaje”, “saqueo”, en general
conductas avariciosas que no dudan en atracar con cuchillo) y πονηρίας “maldad”, “iniquidad”.
¿Cómo
se cura uno de las consecuencias de la avaricia? Desprendiéndose de todo lo que
ha conseguido “atracando”, “rapiñando con violencia”. El remedio que le da
Jesús es dé de limosna de todo lo que ha acaparado con ese apetito codicioso.
Observemos
que Jesús le está enseñando al fariseo dos cosas:
i.
Que hay que tener limpio el corazón de codicia
ii.
Que la libertad se gana, deshaciéndose de todo lo que uno
acapara por esa sed perversa de tener más quitando: Por eso, la mejor terapia
es romper con todo lo que hemos traído a nuestra vida como resultado de la
perversión de nuestro corazón.
Podemos
deducir otra enseñanza: Dar caritativamente, desprendiéndonos con generosidad,
hará que todo en nuestra vida sea puro.
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