sábado, 29 de mayo de 2021

HAN TENIDO MISERICORDIA CON NOSOTROS

 



Deu 4, 32-34. 39-40; Sal 32, 4-5. 6 y 9. 18-19. 20 y 22 ; Rm 8, 14-17; Mt 28, 16-20

 

En lenguaje místico, la fe es una noche luminosa.

Segundo Galilea

 

 


La antífona de entrada (antiphona ad introitum) para la Liturgia de este Domingo –Solemnidad de la Santísima Trinidad- Bendice a cada una de las Tres Divinas Personas porque han tenido Misericordia con nosotros. Hoy, dedicamos la celebración a hacemos conscientes del Don maravilloso que nos une a la Trinidad; Ellos nos han querido hacer Bien, nos han regalado El Mayor Bien, y nosotros –por pura Gracia- (no por algún mérito), somos “objeto” de su Magnánima Predilección: Ellos han acogido en su Corazón nuestras dolencias, nuestra pequeñez, nuestra fragilidad, nuestra debilidad, nuestra propensión a la caída; y, con total gratuidad acuden en nuestra ayuda. ¿Qué nos dice eso? Que más allá de tratar de “poseerlos”, en vez de tratar de adueñarnos de su conocimiento, estamos llamados a aceptar y recibir la dilecta amistad que nos ofrecen.

 


Demos una ojeada a la “Oración Colecta”, oración exclusivamente sacerdotal, en la que el Presidente recoge todo lo que nos ha conducido a llegarnos hasta el Altar, nuestros agradecimientos, nuestras intenciones, nuestros planes, nuestros proyectos, nuestros ruegos, lo que queremos ofrecerle y lo que queremos poner en Sus Divinas Manos, todo eso el Sacerdote lo amasa y con su Súplica le pide a Dios que nos lo conceda. En esta ocasión, inicia (siempre se inicia diciendo a Quien dirigimos la súplica y sus Títulos Nobiliarios) –poniendo como base- lo que Dios ha hecho, y lo hace enumerando las acciones de Dios con dos verbos: “enviar” y “revelar”. Quiere esto decir –si lo ponemos en relación con el Introito- que Dios nos ha donado su Misericordia muy especialmente a través de enviar y revelar. ¿A Quién ha enviado? A dos Personas: la Palabra de Verdad y el Espíritu de Santidad; y, revelar… ¿Cuál ha sido su Revelación? Su Misterio Admirable, ¿a quienes se los ha revelado? ¡A todos! De allí, pasa la Oración Colecta a la parte “peticional”, donde todo lo pedimos por nuestro Señor Jesucristo. Va a pedir tres cosas: que profesemos, reconozcamos y adoremos:

a)    Profesemos la fe verdadera.

b)    Reconozcamos la Gloria de la Verdad Eterna.

c)    Adoremos su Unidad en la Majestad Omnipotente.

 


Los que fueron mis catequistas me acercaron a la Majestad Omnipotente de la Santísima Trinidad así: Son tres personas distintas y un solo Dios verdadero. ¡Punto! ¡Entiéndalo así! ¡No pregunte más! La mente más inteligente no podría entenderlo. Grandes filósofos, sabios y aún los santos han luchado por entenderlo y no lo han logrado. Es “una verdad de fe”, y lo que a nosotros corresponde es aceptarla con obediente asentimiento.

 

Agradezco y los bendigo por haberme donado esa aproximación: ¡No fue -para nada- mal punto de partida! Encuentro belleza en el argumento, inclusive me seduce lo del “obediente asentimiento”, me evoca la disciplina rigurosa: ¡Tiene su encanto! Pese a lo cual, ¡hay algo que disuena!

 


De verdad, pienso que Dios es tan Misericordioso que no nos revelaría algo que, al no poderlo penetrar, se convertiría en una abstracción inútil. De ser así, creo que Dios se habría abstenido de darnos un “vaso desfondado”. El Padre Celestial, el que amamos, alabamos y adoramos nosotros no es así. Creo –y eso si podría ser- que lo que quisieron decir estos amigos, es que la Verdad de la Santísima Trinidad no se puede agotar, por lo menos en esta vida mortal: “un Misterio inefable, infinitamente más allá de todo lo que podemos concebir según la medida humana. ¡Ah, bueno, pero eso es algo totalmente diferente! «Fe es creerle a Dios sin comprender totalmente el contenido de lo que nos dice, pues si lo comprendiéramos sería como comprender a Dios, lo cual no es posible para la limitación de la criatura.»[1] Pero creo que Dios nos reveló esta imagen Trinitaria de su Ser, para enriquecernos, para guiarnos, para darnos un “tesoro”, y ese tesoro no se puede quedar como los juguetes regalados antaño, que se subían a una repisa y allí se mantenían, empacados en sus cajas originales, acumulando una capa de polvo que se apelmazaba y deslustraba el empaque tan vistoso y atractivo al principio. ¡No puedo aceptar que Papá-Dios sea de esa clase de padres. Al contrario, mi teología está convencida que Dios me regala cada juguete para que lo abramos y lo disfrutemos. Aún más, creo que lo que alegra a nuestro Padre es que juguemos con el regalo todo cuanto  nos sea posible.

 

Dios es como una columna entre mis brazos.

¡Intentad arrebatármela!

Estamos felices de estar juntos:

Nos decimos el nombre de pila unos a otros.

Y entonces, queridos hijos, atentos y todos juntos.

“Que tu amor, Señor esté sobre nosotros,

como nuestra esperanza está en Ti

 

Salmo 32, versión de Paul Claudel

 

Al empezar a jugar veo que la Santísima Trinidad es como una aversión-de-Dios-a-la-soledad. Muy ingenuamente podríamos regresar a la explicación de mis catequistas y argüir esta vez que Dios siendo Dios no se siente solo. Únicamente por volver la bola al campo rival, daremos el siguiente raquetazo: No se trata de decir cómo siente Dios, sino de aceptar lo que Dios nos ha manifestado sobre cómo es Él. ¿Qué nos ha revelado? ¡Que Él es Trino! (Creo que a mis amigos catequistas también les repudia la soledad porque no habría quien les devolviera la bola. Por si eso fuera poco, Dios que es bondadoso con todos y a todos alumbra con su sol, les dio a los catecúmenos). Quizá quepa –para contestar el raquetazo con elegancia, dar el golpe con el revés de la raqueta: En Génesis dice Dios: “No es bueno que el hombre esté solo. Le haré alguien que sea una compañía idónea para él” (Gn 2,18). ¡Esta es la primera de las revelaciones que Dios nos hace al manifestarse Trinitario! (Recordemos que Jesús nos enseñó que debíamos ser perfectos “como el Padre” es perfecto (Mt 5, 48); esto lo entendemos como que el Padre quiere que hagamos todo lo posible y nuestro mayor esfuerzo por parecernos a Él, (también en lo de no estar solos).

 

Él ama la justicia y el derecho

Sal 32, 5a

 

El segundo rasgo de la Santísima Trinidad que nos parece una enseñanza esencial, la leemos en Gregorio Nacianceno, el Teólogo: «Divinidad sin distinción de sustancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior que abaje…»[2]. Esta propuesta de igualdad nos cuesta, pero está en el proyecto que Dios nos ofrece como vía hacia Él. Que aplaquemos nuestras manías de sometimiento, que anulemos las ansias de inducir a la sumisión, sólo queramos ejercer dominio sobre nosotros mismos, trabajando en progresar por el camino de la humildad, superando los pruritos de superioridad. San Pablo nos invitaba para que con humildad, no nos sintamos superiores a nadie sino que, consideremos a los demás superiores a nosotros (Cfr. Fil 2, 3).

 


Aún hay una tercera directriz que nos enseña la Trinidad Santa. Dios es Unidad y nos llama y nos invita a ser Unidad. Sigamos de la mano de San Gregorio Nacianceno: «No he comenzado a pensar en la Unidad y ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la Unidad me posee de nuevo»[3]. La Trinidad nos llama a ser Cuerpo Místico, a percibirnos y entendernos como tal, a convertir nuestra Unidad en fraternidad, en amor misericordioso del Señor en el objetivo de nuestra Misión. Evangelizar es pues, nada diferente que buscar la Unidad en nuestro Hermano Mayor, Jesucristo Dios y Señor nuestro.

 


Se puede seguir profundizando, seguramente las notas serán múltiples, nosotros hemos querido resaltar estas tres, convencidos que hay otras; por ejemplo, ser inspiración y modelo de familia.

 

… con Él se alegra nuestro corazón,

en su nombre confiamos

Sal 32, 21

 


¡Ah, que dulces son las rutas de nuestra fe. Cuán regocijantes las demandas con las que el Santo Espíritu nos arropa! Esta fe es un tierno mensaje de amor constante para que vivamos con verdadera fraternidad, cosa que no se da de por sí, requiere esfuerzo, pero al asumir la tarea de superación se llena de sentido la existencia, que de otra forma es sólo un fardo cargoso. Por eso la vida en la fe es de felicidad en una dicha que trasciende las tinieblas, que Dios –Quien-nunca-nos-abandona- nos ayuda a atravesar. Están las tinieblas, ¡sí! Surgieron de las entrañas del pecado; pero, la Luz Trinitaria las derrota.



[1] Galilea Segundo. LA LUZ DEL CORAZÓN. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá. 1995. p. 18

[2] CEC. #256

[3] Ibid.

sábado, 22 de mayo de 2021

SANTIDAD Y RECONCILIACIÓN

 


Hech 2,1-11; Sal 103; I Cor 12,3b-7.12-13; Jn 20,19-23

 

Tu identificación con Cristo y sus deseos, implica el empeño por construir, con Él, ese reino de Amor, Justicia y Paz para todos.

Papa Francisco

 

Y yo rogaré al Padre que les envíe otro Paráclito (Abogado) que esté con ustedes siempre,…

Jn 14, 16

 

La acción del Espíritu Santo es la extraordinaria respiración cotidiana de la Iglesia.

Carlo María Martini

 

Podemos partir de la Dominum et vivificantem de Pablo VI, que dice en la conclusión (#67): «… sólo el Espíritu Santo « convence en lo referente al pecado » y al mal, con el fin de instaurar el bien en el hombre y en el mundo: para « renovar la faz de la tierra ». Por eso realiza la purificación de todo lo que « desfigura » al hombre, de todo « lo que está manchado »; cura las heridas incluso las más profundas de la existencia humana; cambia la aridez interior de las almas transformándolas en fértiles campos de gracia y santidad. « Doblega lo que está rígido », « calienta lo que está frío », « endereza lo que está extraviado » a través de los caminos de la salvación.

 

Orando de esta manera, la Iglesia profesa incesantemente su fe: existe en nuestro mundo creado un Espíritu, que es un don increado. Es el Espíritu del Padre y del Hijo; como el Padre y el Hijo es increado, inmenso, eterno, omnipotente, Dios y Señor.293 Este Espíritu de Dios « llena la tierra » y todo lo creado reconoce en él la fuente de su propia identidad, en él encuentra su propia expresión trascendente, a él se dirige y lo espera, lo invoca con su mismo ser. A él, como Paráclito, como Espíritu de la verdad y del amor, se dirige el hombre que vive de la verdad y del amor y que sin la fuente de la verdad y del amor no puede vivir. A él se dirige la Iglesia, que es el corazón de la humanidad, para pedir para todos y dispensar a todos aquellos dones del amor, que por su medio « ha sido derramado en nuestros corazones ».294 A él se dirige la Iglesia a lo largo de los intrincados caminos de la peregrinación del hombre sobre la tierra; y pide, de modo incesante la rectitud de los actos humanos como obra suya; pide el gozo y el consuelo que solamente él, verdadero consolador, puede traer abajándose a la intimidad de los corazones humanos; 295 pide la gracia de las virtudes, que merecen la gloria celeste; pide la salvación eterna en la plena comunicación divina a la que el Padre ha « predestinado » eternamente a los hombres creados por amor a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad.»

 


Daremos un gran salto histórico, para hacer una cita –ahora- de Papa Francisco que en la Gaudete et exsultate, ## 6-7.14 dice: El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios,… Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios,… Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales.»

 

Jesús nos ha dado el Espíritu; ya nos prevenía que nos convenía que Él se “fuera” porque de no ser así no vendría el Παράκλητος “Consolador”, en cambio, si Él se “iba” nos lo enviaría (Cfr. Jn 16, 7). Quizá se podría interpretar como si mientras su Presencia Corpórea estuviera el Espíritu estaría como condensado en su Presencia, y habiendo “partido”, esa “condensación” en Él, ya no se precisaría más y se podría “repartir” entre los miembros de su Cuerpo Místico, es decir entre sus discípulos. Así como lo proponía el domingo de la Ascensión, Él no se va sino que permanece porque se queda en quienes serán sus representantes en lo sucesivo. Pero su Presencia se “Celestializa” para “sentarse” a la Derecha del Padre, es decir para retomar su “manera de ser” propia, la de la Divinidad, que es forma espiritual. Por eso entendemos la Ascensión como una “entronización” de Jesús con una imagen “real”, como un Rey que se sienta en su Trono, porque el Trono significa su poder, su autoridad; y, como Primer Ministro, va y se sienta a la Derecha. Pero todo esto es una imagen para darnos a entender esa verdad prácticamente inexpresable, porque indecible, de la realidad Divina. No se va, pero ya no se aparece más en forma corpórea, sin embargo, su forma “inmaterial” se queda y jamás –óigase bien- jamás nos abandonará.

 

Vamos entonces arribando al concepto de “inhabitación” (arrivar tiene su consonancia deconstructiva en derribar ciertas barreras mentales) porque -ya lo dijo Jesús- en Jn 14, 23 que vendrían a hacer su morada en nosotros: ἐλευσόμεθα καὶ μονὴν παρ’ αὐτῷ ποιησόμεθα. Nosotros nos convertimos en su μονὴν “vivienda”, “habitación”, “morada”; recordémoslo, con una sola condición, amar a Jesús guardando su Palabra. Pero hay diversas maneras de acoger un huésped. Cabe la posibilidad de darle alojamiento, como a regañadientes, como “ahí hay un cuarto, duerma y, mañana bien temprano me hace el favor y desocupa”. Una segunda manera es permitirle que se quede, inclusive, de manera indefinida, pero “usted verá” total indiferencia, total desinterés, su vida y la nuestra va por distintos cauces, simplemente es un extraño habitando en nuestra casa. Otra manera es la manera acogedora, llena de interés y de fraternidad, que comparte y se interesa, que es invitado a sentarse a la mesa con nosotros y a integrarse a la vida familiar y cuyo bienestar nos mueve a procurarle las mejores condiciones de estadía.

 

Pues bien, cabe preguntar, respecto del Espíritu Santo ¿qué hospitalidad le prodigamos? Cuando nos enfrentamos a esta pregunta nos viene a la mente la pregunta de Jesús a San Pedro: “Pedro ¿me amas?” Porque la única manera de acoger al Huésped con lujo de detalles es que sea un huésped amado. Por eso, en el lobby se preguntará tres veces al anfitrión: Fulano de tal, ¿me amas?

 

Vienen entonces los criterios para clasificar (y repartirle las estrellas a los anfitriones): Acepta a Jesucristo como su Señor y Dios, sería el primer criterio, el segundo sería, la actividad de esa aceptación en términos de gracia, que se traduce en amor: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Como recordamos al leer Jn 21, 15-19, la cosa no se queda en palabras, ni se trata de un asunto episódico, el amor es una  manera de vivir e implica un compromiso en términos pastorales: “Apacienta mis corderos”, “Pastorea mis ovejas”, “apacienta mis ovejas”. El amor se ha entregado para una praxis pastoral. Se trata de un “envío” donde Jesús con la misma autoridad que el Padre nos envía. Un compromiso de fraternidad con el “prójimo” en términos de cuidado como el de un pastor con su rebaño, de defensa, de desvelo, de protección. Pero, además, de integración, de unidad, porque no se trata de ovejas desparramadas, cada una por su lado, “cada loco con su tema”, ¡no!, se trata de estructurar las relaciones entre ellas, de pulir sus aristas, de vivir el sentido de “comunidad”, de hermanarse y aunarse como “pueblo”, de brindarse fraternidad y servicio en la unidad. Unidad es una de las caras de la fraternidad, se es verdadero hermano cuando hay “comunión”, no en la dispersión. Retomemos la figura de Sn Ireneo de Lyon, que nos ve como harina en polvo con la cuál el Espíritu Santo alcanzará la unidad del Pan. Hilvana perfectamente con una idea de Benedicto XVI que –en sus tiempos de Cardenal- distinguía ya la arcaica idea de “Pueblo de Dios” necesitada de ser trascendida en la de “Cuerpo de Cristo”.

 




También es inspiradora para adentrarnos en el misterio Pentecostal, visualizar la continuidad del amor del Padre que, después del Verbo, entrega el “testigo” al Espíritu Santo, que lo recibe en relevo. Así se intuye al leer en continuidad el Evangelio y los Hechos que –no en vano- han sido llamados en varias ocasiones el Evangelio del Espíritu Santo. Enfatizamos que no es una “edad del Espíritu” entendida como un cese de Jesucristo (Quien como sabemos es Señor de la Historia, el mismo Ayer, Hoy y Siempre), sino la perdurable fidelidad del Padre que sigue donando su Amor al ser humano.

 

Los dones que el Espíritu Santo entrega al individuo, están concretizados para la Comunidad, en dos Dones: la Sagrada Escritura y los Sacramentos. En especial la liturgia de Pentecostés alude al Bautismo y al Sacramento de la Conversión.

 

La Primera Lectura concluye: “…hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo”.

 

En el Evangelio la conclusión concede a los Discípulos la autoridad absolutoria: “Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedaran perdonados…” y es que el Amor, y el proceso de construir Comunidad requiere como instrumento maestro, el perdón. El Perdón es el bálsamo restaurador que sana y limpia, reconcilia y restituye. ¡si, el perdón posee la quintaesencia reconciliadora! Es, por así decirlo la Piedra Filosofal. Sin embargo cuando el sacramento es visto como confesión, se concentra excesivamente en la enumeración de los “pecados”, y cuando es visto como sacramento de la reconciliación se obsesiona en la recuperación de la amistad con Dios que nunca interrumpe su Amistad; seguramente nuestra fragilidad humana y esa propensión a tornar la falta en hábito, requiere que el énfasis sea puesto en su carácter de Sacramento de la Conversión, para concentrarnos en el cambio que nos es necesario para no reincidir, y en los factores del propósito de la enmienda para “nunca más pecar y apartarnos de todas las ocasiones de ofenderle”. Cambiar es lo más urgente para irnos Cristificando, y es que el propósito básico del Espíritu Santo es que cada día seamos más “Hombres Nuevos” a  imagen de Jesucristo.

 

Ahí se nos desempañan los ojos, no es la edad de Jesucristo, los años de su vida y los cuarenta días posteriores antes de la Ascensión y después, una ¡Nueva Era! La era del Espíritu Santo. ¡Nada de eso! es el mismo Dios-Uno que desplaza el foco hacia nosotros, que no dejó todo en Jesucristo, sino que tuvo “fe” en su Criatura y nos traspasó el “testigo”, y se fio de nuestras manos –si, tal y como suena- se fio de nuestras pobres manos para que edificáramos su Reinado, para que construyéramos los senderos de la “santidad”, para que fuéramos capaces de ser los santos de “la puerta de al lado”… no para que nos hagan estatuas de bulto, y nos decoren con aureola de yeso, sino para vivir amorosos y tiernos en la trasparencia de ese Amor inenarrable que Jesús nos siembra en el pecho, y que arde con “lenguas de fuego”.

 

«Esta santidad a la que el Señor te llama irá creciendo con pequeños gestos. Por ejemplo: una señora va al mercado a hacer las compras, encuentra a una vecina y comienza a hablar, y vienen las críticas. Pero esta mujer dice en su interior: «No, no hablaré mal de nadie». Este es un paso en la santidad. Luego, en casa, su hijo le pide conversar acerca de sus fantasías, y aunque esté cansada se sienta a su lado y escucha con paciencia y afecto. Esa es otra ofrenda que santifica. Luego vive un momento de angustia, pero recuerda el amor de la Virgen María, toma el rosario y reza con fe. Ese es otro camino de santidad. Luego va por la calle, encuentra a un pobre y se detiene a conversar con él con cariño. Ese es otro paso… vamos construyendo esa figura de santidad que Dios quería, pero no como seres autosuficientes sino “como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios”» (1 P 4,10).»[1]

 


Regresemos ahora –como en la forma sonata- a Pablo VI, en la conclusión de la Dominus et vivificantem: «También la paz es fruto del amor: esa paz interior que el hombre cansado busca en la intimidad de su ser; esa paz que piden la humanidad, la familia humana, los pueblos, las naciones, los continentes, con la ansiosa esperanza de obtenerla en la perspectiva del paso del segundo milenio cristiano. Ya que el camino de la paz pasa en definitiva a través del amor y tiende a crear la civilización del amor, la Iglesia fija su mirada en aquél que es el amor del Padre y del Hijo y, a pesar de las crecientes amenazas, no deja de tener confianza, no deja de invocar y de servir a la paz del hombre sobre la tierra. Su confianza se funda en aquél que siendo Espíritu-amor, es también el Espíritu de la paz y no deja de estar presente en nuestro mundo, en el horizonte de las conciencias y de los corazones, para « llenar la tierra » de amor y de paz.»

 

 



[1] Papa Francisco. GAUDETE ET EXSULTATE, #16.18

sábado, 15 de mayo de 2021

ADENTRARSE EN AMOROSA SINERGIA

 



Hech 1, 1-11; Sal 47(46), 2-3.6-7.8-9; Ef 1, 17-23; Mc 16, 15-20

 

La “ascensión” no es un marcharse a una zona lejana del cosmos, sino la permanente cercanía que los discípulos experimentan con tal fuerza que les produce una alegría duradera.

Benedicto XVI

 

Para revelarse, Dios apela a parábolas donde las cosas terrenales puedan evocar las Celestiales, y, de esa manera nos confía sus misterios y se nos da a conocer. Por esta vía se nos es dado, es una forma de analogía de la que Dios se vale para enseñarnos aquello que trasciende los límites de nuestra racionalidad. Y es que el paso de lo Celestial a lo terrenal es, un salto cognoscitivo imposible. «Es difícil comprometerse a algo que no podemos conceptualizar. Es aún más difícil comunicar a otros lo que creemos, cuando no podemos mostrarles una imagen o explicarlo lógicamente. Me imagino que esa es la razón por la cual se dice que la religión es adquirida y no enseñada. No tiene sentido hasta que usted se meta en ella, o tal vez, hasta que ella se meta en usted.»[1] Y si en lo gnoseológico es tan extremadamente difícil, cómo será en lo ontológico. Por eso, desde las más antiguas herejías, la joya de la corona estaba en la imposibilidad lógica del paso de Dios a Jesucristo, es decir, del salto de Dios a Hombre. Y –evidentemente- siempre nos hemos tropezado al comprender cómo pudo Dios “descender” de Su Eternidad y entrar en nuestra temporalidad.

 

Uno de los rasgos de este paso consiste en haber abandonado la “dimensión” del Kairos, para pasar a nuestro plano temporo-histórico para entrar en el cronos. Jesús entra en “el tiempo”, precisamente, en el Vientre Inmaculado de María Santísima. ¿Se quedó allí? ¡Evidentemente no! Nació en Belén de Judá, en un pesebre. ¿Es esto una noticia nueva? ¡No! Al poco tiempo de haber nacido, se ve obligado por circunstancias “históricas” a viajar a Egipto en calidad de desplazado-político, ¿Es esto una noticia nueva? ¡No! ¿Se quedó allí? Bueno, como no son noticias, vamos a dar un salto y vamos a ir al “momento” de su Ministerio Público, donde, en cierto momento, se hizo notorio y fue amenazado de muerte, entonces, ¿se escondió? No mucho, más bien, y por el contrario, se fue al propio nido de sus perseguidores, a Jerusalén y empezó reivindicando la Soberanía Divina en el Santo Templo de aquella ciudad; ¡Caracoles! Algo imprudente aquel gesto de Jesús, por qué no se quedó lejos del “peligro”, por qué dio el siguiente paso histórico y se hizo matar,… ¿Se quedó allí? ¿Por fin, después de un padecimiento horrible, por qué no se quedó tranquilito en la paz del Santo sepulcro?… y aún hay otra pregunta: ya que los discípulos y sus seguidores tanto lo necesitaban, por qué no se quedó allí con ellos? ¿Por qué resolvió “ascender” al Cielo? «Hch 1,3 precisa el periodo de interinidad como de cuarenta días, después de los cuales Jesús “fue levantado en presencia de ellos y una nube lo ocultó a sus ojos”(Hch 1,9).»[2] Para muchos, esta es la fecha litúrgica para sentarse a llorar y renegar por qué Jesús redujo su compañía a 40 días. ¿Por qué no se quedó con su manifestación corpórea siempre igual?

 

¡Valdría la pena reflexionarlo! ¡No nos quedemos con respuestas fáciles! Tratemos de desentrañar qué nos enseña Jesús con toda su historia… Tal vez nos ayude a entender por qué el cristianismo verdadero no es la religión de los “embalsamadores”, quizá podamos captar porque ser católico no tiene nada que ver con el oficio de los momificadores, quizá podamos empezar –¡si, empezar!- a entender que Dios está en la eternidad, pero nosotros estamos –por ahora- en la temporalidad, y que no podemos vivir llorando porque el mundo haya cambiado, porque, a pesar de nuestro quejumbrosa manía de renegar del curso de la historia, el mundo siga adelante y sólo el final de nuestra vida nos sacará de ese decurso. 

 

Hoy, la liturgia no nos llama fieles, no nos llama hermanos, no nos llama hijitos míos. Hoy la liturgia nos llama Galileos. Y, es con ese apelativo que nos acoge hoy y nos saluda en la Antífona de Entrada. Los Galileos, de entre los cuales tomó Jesús a la mayoría de sus discípulos, eran gentes que estaban en la región norteña más próximos a la gentilidad. Por su territorio pasaban muchos comerciantes, muchos mercaderes, gentes de distinto origen, distinta procedencia, diferentes en sus manifestaciones de religiosidad, más expuestos a múltiples influencias, más “bombardeados” por la policulturalidad… Con mayor riesgo de volverse quejumbrosos, o simples llorones,…


 

En aquella región, los Asirios habían deportado a los judíos y se habían traído –en reemplazo- unas personas de la gentilidad, que –por tal razón- eran menos creyentes y profesaban su fe de una manera mucho menos ortodoxa, Nazaret estaba ubicada en la parte más sureña de Galilea; Caná, -el lugar donde se obró la transformación del agua en vino- también era parte de la región Galilea y, repitámoslo, fue allí donde Jesús  encontró buena parte de sus seguidores. ¡Con este nombre somos designados hoy!

 

Siempre que viajamos al extranjero regresamos admirados o –por lo menos sorprendidos- por algún aspecto contrastante de su realidad, sus costumbres, sus edificaciones, su comportamiento sexual, la manera de llevar un noviazgo, los alimentos que consumen o las recetas que preparan, sus atuendos, sus hábitos de higiene personal, y así podríamos continuar la lista de los posibles aspectos que nos embelesan.


 

Para el pueblo de Israel la experiencia de haber sido llevados en cautiverio a Babilonia fue desconcertante. Tantas cosas discordantes o –por lo menos- diferentes. Para aquellas sociedades donde los dioses y el culto que se les brindaba diferían tanto, hubo imágenes sobre-impactantes, desconcertantes, sobre cogedores, increíbles…. Nunca se pudo borrar de su memoria que sus dioses contendían anualmente –como gladiadores- para demostrar su superioridad; y tenían que enfrentar al dragón -que personificaba la maldad- y derrotarlo para demostrar que eran dignos de recibir culto por otro año consecutivo. Su victoria en el rito que mimaba el combate, era celebrada con una procesión, con ribetes de desfile, marcha triunfal como la de los militares vencedores.

 

Llegados a este punto quisiéramos (desde esa perspectiva) examinar el salmo 47(46) que lleva por título “Dios es el Rey de toda la tierra”:

 

“Aplaudan, todos los pueblos, aclamen al Señor con gritos de alegría; porque el Señor, el Altísimo, es terrible, es el gran Rey de toda la tierra. Destrozó pueblos y naciones y los sometió bajo nuestro yugo, y a las naciones bajo nuestros pies; él escogió para nosotros una herencia, que es orgullo de Jacob, a quien amó.

 

Dios el Señor asciende entre aclamaciones, asciende al sonido de trompetas. ¡Canten, canten un poema a nuestro Dios, porque Él es el Rey de toda la tierra: el Señor es el Rey de las naciones, cántenle un hermoso himno.

 

El Señor reina sobre las naciones, Dios está sentado en su trono sagrado. Los nobles de los pueblos se unen al pueblo del Dios de Abraham, pues del Señor son los poderosos de la tierra, y Él está por encima de todo.”

 

En estos desfiles se pasa revista a los “ejércitos” (el Señor es el Dios de los Ejércitos); a esto corresponde en la liturgia las letanías. En ellas, el Señor “pasa revista” a sus huestes: Esta marcha-desfile va del punto de victoria hasta el “Palacio Real”; este “ascenso” (porque la plaza fuerte del “Soberano” por lo general estaba construida en un lugar prominente, para llegar allí había que subir), así que el desfile va acompañado de gritos, de aplausos, de trompetas (Banda de Guerra); y el sequito en procesión  acompañaba en su “ascenso” al rey que iba hacia el Palacio donde estaba ubicado el Trono Real. Quien estaba sentado en el trono era por antonomasia el Rey, nadie más podía sentarse en él.

 


Jesús –que ha derrotado el mal, de una vez para siempre- asciende hacia su Trono; es bajo ese enfoque que debemos leer la Ascensión. Pero el Palacio de Jesús está en el Cielo, por eso su Ascensión tiene esa dirección, va a sentarse a la derecha de Dios Padre, y recordemos que «Estar “sentado a la derecha de Dios” significa participar en la soberanía propia de Dios sobre todo espacio»[3]. Nuestra re-lectura no conduce a ver un ausentarse de Dios-Hijo que se va y nos abandona, sino un reconocimiento de su Realeza-Divina. «Jesús se va pero permanece. La única manera de resolver tal contradicción es concluir que hay dos modos diferentes de presencia: una discernible por los sentidos y la otra no.»[4]

 

Para profundizar nuestra comprensión de este evento teológico tenemos que resaltar que su Presencia -como Resucitado- físico-perceptible fue la oportunidad de demostrarnos y hacernos entender que Él está vivo cfr. (Hch. 1, 3b).

 

Este Rey, que va camino a su Trono, aprovecha la ocasión para dar a sus “súbditos” instrucciones. Y es una ocasión fundamental, porque lo que les manda es “Su Voluntad” es la expresión de su voluntad testamentaria, lo que les está confiando es la “misión” dada a aquel que se quiera hacer su Discípulo. Por qué es tan importante reconocer que la Ascensión no es una “partida”. Porque tenemos que reconocer que la afirmación de Jesús va en otra dirección, el Evangelio declara que Κυρίου συνεργοῦντος “el Señor actuaba con ellos”. El Señor Asciende, o sea “es entronizado”, pero no se va, infunde a sus Discípulos su sinergia para que ellos se Cristifiquen y obren –no se queden mirando para lo alto- con sus manos, con su esfuerzo, con su “testimonio” la continuidad de lo que Él, Jesús, vino a construir en la tierra: El reinado de Dios (para que sea “así en la tierra como en el Cielo”). Debemos tomar en cuenta que a veces se fomenta lo contrario: la desconfianza en nosotros mismos, porque se desconfía de nuestro aporte, de nuestra participación, porque se nos sujeta bajo el yugo de la obediencia atada a la ruta del “jefe”. Toda una cultura y una tradición se construyó y se sigue erigiendo, frenando con ello nuestro avance hacia la “membrecía”, lo que se infunde es que no somos capaces de ser “miembros” del Cuerpo Místico; todo lo contrario de la confianza que Jesús depositó en sus Galileos.

 

Está Misión-del-Discipulado está excelentemente expresada en las palabras de la Carta a los Efesios que leemos hoy como Segunda Lectura: οἰκοδομὴν τοῦ σώματος τοῦ Χριστοῦ “…desempeñando debidamente la tarea construyan el cuerpo de Cristo” (Ef 4, 12b). Esto nos compete a todos los “seguidores”, sea cual sea el carisma que hayamos recibido: apóstoles, profetas, evangelizadores, pastores o maestros, o cualquiera otro. La misión no es excluyente. «Somos divinizados a tal punto que nada de nuestra humanidades negado, despreciado o ignorado, cuando nada de lo que nos hace humanos se pierde o es dejado atrás. Así como el Hijo de Dios no dejó atrás nada de su divinidad durante su estancia en la tierra, así llevaremos a la vida eterna odo lo que en nuestras vidas es genuinamente humano».[5]

 


“¿Galileos, por qué tan sorprendidos mirando al Cielo?”. El dilema está en renegar u obrar con responsabilidad histórica; (bueno, está la tercera alternativa, trabajar como embalsamadores de momias y procurar –con ese pretexto- dividir, fomentar el cisma, separar la comunidad, dividir la Iglesia…). Reconozcamos en Él, en Jesús, a nuestro Rey y apliquémonos a ser fieles (fieles no significa testarudamente obcecados en que la razón de todo lo malo está en tal o cual cambio, tal o cual cosa que se hace o que se dejó de hacer, y que el fin ya llega, lo único que lo detiene es tal o cual “talismán”, erigiendo como talismán inclusive a las cosas más Santas), la fidelidad que se reclama se refiere a la misión que Jesús, con todas las letras, nos confía en la perícopa del Evangelio que se lee hoy, desempeñando debidamente la tarea encomendada. Ninguno individualmente, como persona, será Jesucristo, pero entre todos los miembros de la comunidad creyente construiremos Su Cuerpo Místico.

 



[1] Casey, Michael. PLENAMENTE HUMANO PLENAMENTE DIVINO. UNA CRISTOLOGÍA INTERACTIVA. Ed. San Pablo. Bogotá-Colombia 2007 p.301

[2] Ibid. p. 300

[3] Benedicto XVI JESÚS DE NAZARET II PARTE. Ed. Planeta. Santafé de Bogotá-Colombia 2011. p. 328

[4] Casey, Michael. Loc. Cit.

[5] Op. Cit. p. 306

sábado, 8 de mayo de 2021

HOY MÁS QUE NUNCA- SE REQUIERE DAR MUCHO FRUTO

 


Hech 10, 25-26.34-35.44-48; Sal 98(97), 1. 2-3ab. 3cd-4; 1Jn 4, 7-10; Jn 15, 9-17

 

Sólo cuando existe el deber de amar, sólo entonces el amor está garantizado para siempre contra cualquier alteración; eternamente liberado en feliz independencia; asegurado en eterna bienaventuranza contra cualquier desesperación.

 Søren Kierkegaard

 

Permanecer en su amor para nosotros significa concretamente amar como Él ama… La fe es inseparable del amor, aún más, tiene como objeto el amor…

Silvano Fausti

 

¿Qué encontramos hoy en el frontispicio de esta Liturgia? “Anúncienlo con voz de Júbilo, y que se oiga, anúncienlo hasta los confines de la tierra: el Señor ha liberado a su pueblo, aleluya.” Se declara una comisión, un encargo para nosotros: ser portadores del anuncio, de un jubiloso anuncio, anuncio que ha de ser llevado sin fronteras, a todo lo ancho y lo largo de la geografía universal. ¡Se trata de un anuncio de liberación! Estas ideas nos vienen de Isaías, en el capítulo 18, verso 20. Pero también son paráfrasis del Salmo 98(97), salmo que canta la Realeza de YHWH.


 

La arquitectura Litúrgica implica un “transportón”: Después de la puerta principal –una vez recorrido el zaguán- está la segunda puerta, como una especie de puerta que refuerza la seguridad o, mejor, que refuerza la bienvenida y hace sentir una mayor acogida, consistente en la convicción de haber llegado a moradas que nos reciben con los brazos abiertos. En este transportón se oye la declaratoria –no ya de la Invitación del Señor- sino de los propósitos que nos han movido a venir. Recogidas las intenciones, valga decir colectadas todas, y por eso se llama Oración Colecta, estos propósitos en la voz del Sacerdote (Alter Christus), se confiesan así: “Dios Todopoderoso, concédenos continuar, con sincero afecto, la celebración de estos días de alegría en honor del Señor resucitado, para que estos misterios que estamos recordando, se manifiesten siempre en nuestras obras. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina, en unidad con el Espíritu Santo, y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén.” O sea, que no nos apartamos ni un ápice de los propósitos que trajimos a la celebración de la Eucaristía, el Domingo anterior. Como recordamos, en la celebración anterior concluíamos haciendo votos por fructificar con generosa abundancia; y, hoy persistimos pidiendo continuidad centrados en ese mismo afecto: ¡Queremos ser fructíferos, ser uvas redondas de los sarmientos injertos en la “Verdadera Vid”. Permanecer, persistir, continuar, todo esto está bajo la misma clave: la celebración del Sexto Domingo de Pascua se encuentra, también, bajo el signo del μένω “la permanencia” [“maneat” -  constantiam” se dirá en latín].

 

Permanecemos, porque somos sus hijos, pero, si vamos a ver nuestra permanencia –desde la óptica de los frutos- tendríamos que llevar nuestra mano al pecho, y buscar allí la profunda consciencia de la clase de frutos que hemos de dar, nosotros, los que reconocemos nuestra vida como la de sarmientos que permanecen unidos a la Verdadera Vid, entonces, ¿qué frutos daremos? ¿Uvas redondas de vino… quizá; jugosas y gordas vides, plenas del elixir de la alegría…, a lo mejor?

 


Cuando nuestros racimos sean llevados a las prensas, o sean pisados por los virginales pies de las vendimiadoras, se alcanzará la nota más altisonante de la partitura de hoy,: “Que el mosto de nuestros granos sea el mosto del Amor”. Somos, pues, uvas que –a la música de la vendimia- rinden vinos de solera, el licor del Amor.

 

Poco a poco el ser humano se fue dando cuenta que pisar la uva era algo más que mecánico, y musicalizaron la labor, le pusieron ritmo y canciones, de manera tal que con el correr del tiempo se transformó de simple pisado, en danza de vendimia. ¿Cómo se llaman todos estos operarios encargados de convertir las uvas en vino? ¿Obreros…? ¿Empleados…? ¿Jornaleros..?  ¿Siervos…? Atención a este glorioso momento en el que Jesús nos enseña cómo se llaman: “Ya no los llamo δούλους siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a ustedes los llamo φίλους amigos, porque les he dado a conocer todo lo que le he oído a mi Πατρός Padre.” (Jn 15, 15)

 

Φίλους se podría traducir “queridos”: ¡Queridos amigos”. La fiesta de la vendimia está marcada por el ritmo de este tierno cantar que se transforma en danza: “No son ustedes los que me han elegido, Yo los he elegido a ustedes, dándoles a conocer todo lo que me ha dicho el Padre. Los he elegido para llamarlos queridos amigos y darles mi Mandamiento, que es el Mandamiento de mi Padre: Que se amen unos a otros. Así que vivid vuestra existencia cristiana como una danza de vendimia, con alegría ininterrumpida, porque quien vive unido a Mí, cumpliendo la Voluntad de mi Padre, vive en la Plenitud de la Alegría”. (Cf, Jn 9.15) ¿Faltaría algo a esta cita? ¡Sí! La perícopa concluye diciendo que esta es la danza de la vida plena, de la alegría a manos llenas, porque el Padre está dispuesto a darnos todo cuanto queramos si damos fruto, el fruto de amarnos recíprocamente, de construir una sociedad de amor y de amistad.

 


Cada una de las Lecturas, tiene como una “tea encendida”. Para profundizar en la Liturgia de hoy, vamos recogiendo una a una esas “antorchas”, para juntar un ramillete de Luz.

 

La Primera Lectura tiene esta “antorcha”: “¿Quién puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo lo mismo que nosotros? Y los mandó bautizar en el Nombre de Jesucristo”. Esta llama brillantísima es la superación de toda discriminación, es la que hace de nuestra fe, una fe católica. Sin reparar en nacionalidad, en raza, ni en color de piel. Una fe para todos y una amistad brindada con amplia acogida.

 

Teruá: En la antigua cultura hebrea, más que un canto, lo que se entonaba era un griterío, una ovación como el grito agudo de mil gargantas, la agudeza de este grito era aturdidora, parecía el gorjeo agudo de mil aves que piaban agresivas de regocijo, de dicha victoriosa; ese sonido –con el tiempo- evolucionó hacia un reclamo de la trompeta (del shofar que tiene una voz grave, similar al sonido del trombón), sonido típico de jubileo. Este salmo 97, también ocupa el sitial del Salmo Responsorial en la Misa Navideña. Reconoce el Amor y la lealtad de Dios, que no quebranta sus Promesas, y las cumple con el Magnífico-Amor-Suyo (lleno de Justicia, pero como lo subrayamos siempre, no de justicia vengativa, sino de piadosa-Justicia), que a falta de otra palabra llamaremos Misericordia. Luego, la antorcha del Salmo Responsorial está en el propio responsorio: “El Señor nos ha mostrado su Amor y su Lealtad”. Nuestro Dios es el Dios-de-la-fidelidad.

 

Pasamos a recoger la antorcha de la Segunda Lectura: “Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor." (1Jn 4, 7-8) Y hemos puesto en negrilla la parte más brillante de esta antorcha. Para glosarla, daremos la voz cantante a San Agustín. “¡Ama y haz lo que quieras! Si tú callas, calla por amor; si tú hablas, habla por amor; si tú corriges, corrige por amor; sí perdonas, perdona por amor. Esté en ti la raíz del amor, porque de esa raíz no puede brotar sino el bien.”


 

Cuenta la leyenda que en su vejez, San Juan no tenía aire para más que para repetir como repiten los adultos mayores –al menos eso pensaban los miembros de la Comunidad Joánica- que era repetición por senilidad; ¡pero no! Cuando ellos le reprocharon su repetidera, Él les explicó que ese era “El Mandamiento del Señor” y que cumpliéndolo, era suficiente. Así podemos entender el comentario Agustiniano que consignamos arriba. Nosotros como cristianos debemos estar enraizados en este Mandamiento de Jesús, y sí sólo a él atendemos, el Padre nos reconocerá gustosamente como sus amigos.

 

«Nos dice San Juan en su primera carta que “quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”. Por ello, el amor es la facultad que me permite verdaderamente relacionarme con Dios, ya que puedo ofrecerle algo que también se da y en grado sumo en Él. Podemos intercambiarlo, donarlo mutuamente. Siendo Dios amor, el amor me coloca en un nivel de semejanza, de sintonía y de calidad más altas… Por más que se esfuerce, una piedra nunca podrá amar. Ni siquiera las estrellas más lucientes o los planetas más alejados. Nunca las inmensidades inconmensurables del universo podrán pronunciar un ¡te amo! Solamente la persona, por su imagen y semejanza con Dios, por su alma inmortal, está capacitada para amar… El Papa Benedicto XVI señala que el cristiano, si no encuentra el amor verdadero, ni siquiera puede llamarse cristiano, porque “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un  nuevo horizonte a la vida y, con ello una orientación decisiva.»[1]

 

Corremos un peligro inmensurable que esta Noticia del Amor, sea desencarnada y se convierta en un discurso vacío, o simplemente romántico, almibarado, melifluo y empalagoso. Es preciso que a esta mirada a la Luz Resplandeciente del Resucitado que nos muestra el Rostro Amoroso de Dios se le ponga la piel de los caídos, de las víctimas, de los fallecidos por la pandemia, de los desempleados, de los que se acuestan hambrientos y sin techo, de los que han tenido que abandonar su terruño querido y salir a buscar acogida en medio de esta hora inhóspita y desalmada. El aterrizaje de esta reflexión nos lo viene a procurar San Juan Pablo II: « ¡Hombre de nuestra época! Hombre que vives sumergido en el mundo, creyendo dominarlo, mientras eres tal vez su presa, Cristo te libera de toda forma de esclavitud: para lanzarte a la conquista de ti mismo, al amor constructivo y encaminado al bien: amor exigente, que te convierte en constructor, no en destructor; de tu futuro, de tu familia, de tu ambiente y de la sociedad.»[2]


 

El fruto esperado, el vino que tienen que vendimiar nuestras venas para llevarle jolgorio a tanta pesadumbre y consuelo a tanta desesperanza será construir y no destruir. Y que demos mucho fruto y nuestro fruto permanezca ¡Esa es la Luz! Aun cuando todas las tinieblas se aúnen a gritar con su desafinada y desesperanzada voz un pestilente y asqueroso himno de muerte.

 



[1] Guerra, Hector l.c. Ledesma, Juan Pablo. l.c. ¡VENID Y VERÉIS! LA EXPERIENCIA DE UN AMOR QUE NO SE ACABA. Ed. Planeta. Barcelona España 2009. pp.30-31

[2] Ibid p.123.