sábado, 29 de agosto de 2020

NO ACOBARDARSE ANTE LA CRUZ

 



PROPONER EL EVANGELIO EN PLENITUD

Jer 20, 7-9; Sal 62, 2. 3-4. 5-6. 8-9; Rm 12, 1-2; Mt 16, 21-27

 

Tú piensas como los hombres, no como Dios

Mt. 16, 23

 

No podemos quedarnos con los pies en dos canoas, luchando por la justicia y disfrutando de la injusticia.

Ivo Storniolo

 

La vida inspirada en el egoísmo ya está muerta, perdida para siempre.

Silvano Fausti s.j.

 

En el numeral 37 de la Constitución Pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo de hoy, leemos: “La Sagrada Escritura, con la que está de acuerdo la experiencia de los siglos, enseña a la familia humana que el progreso altamente beneficioso para el hombre también encierra, sin embargo, gran tentación, pues los individuos y las colectividades, subvertida la jerarquía de los valores y mezclado el bien con el mal, no miran más que a lo suyo, olvidando lo ajeno. Lo que hace que el mundo no sea ya ámbito de una auténtica fraternidad, mientras el poder acrecido de la humanidad está amenazando con destruir al propio género humano. A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo. Por ello, la Iglesia de Cristo, confiando en el designio del Creador, a la vez que reconoce que el progreso puede servir a la verdadera felicidad humana, no puede dejar de hacer oír la voz del Apóstol cuando dice: No queráis vivir conforme a este mundo (Rm 12,2); es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de malicia que transforma en instrumento de pecado la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y de los hombres. A la hora de saber cómo es posible superar tan deplorable miseria, la norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo y encauzar por caminos de perfección todas las actividades humanas, las cuales, a causa de la soberbia y el egoísmo, corren diario peligro.

 


Nunca insistiremos suficiente –ni nos cansaremos de repetir- las dos dimensiones de la Santa Cruz, que con su poderosa síntesis nos señala en la dirección del doble Mandamiento de Jesús, que condensa toda la ley y nos da la vida eterna: El estipe, el madero vertical, –como un puente que une Cielo y tierra- señalando el «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu», y el patíbulo, el madero horizontal (de hecho, la palabra griega que aparece en el Evangelio de San Mateo 16, 24 es σταυρός que significa estrictamente “patíbulo) recordándonos, que no termina ahí, sino que nos remonta aún más allá, convocándonos a la fraternidad y la solidaridad: «y a tu prójimo como a ti mismo», sin lo cual, el Primer Amor queda truncado, incompleto y por eso imperfecto y hasta fatuo. Ya hemos leído en 1Jn 4, 20 que «si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto; Como puede amar a Dios a quien no ha visto?»

 

Lo que nos conduce a admirar el poder Redentor del Amor y el prodigio re-Creador de la Cruz. Nos lo explicaba San Juan Pablo II, en su Primera Encíclica, la Redemptor Hominis, en el # 10: “En el misterio de la Redención el hombre es «confirmado» y en cierto modo es nuevamente creado. ¡Él es creado de nuevo! «Ya no es judío ni griego: ya no es esclavo ni libre; no es ni hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús». El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo… debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe «apropiarse» y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo... ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha «merecido tener tan grande Redentor»,…En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo... La Iglesia que no cesa de contemplar el conjunto del misterio de Cristo, sabe con toda la certeza de la fe que la Redención llevada a cabo por medio de la Cruz, ha vuelto a dar definitivamente al hombre la dignidad y el sentido de su existencia en el mundo, sentido que había perdido en gran medida a causa del pecado.”

 


Así del Gran Misterio de Dios pasamos al Hermosísimo Misterio de Jesucristo, que es la Persona de Dios Revelada que denominamos Evangelio, porque hemos de recordar que el Evangelio no es un Libro de la Biblia, ni cuatro; el Evangelio es la Persona de Nuestro Señor Jesucristo –como lo llamara San Juan- el Logos, la Palabra. Y, de allí, para ir de Misterio en Misterio (manteniendo siempre en claro que la nuestra no es una Religión mistérica, en el sentido de mantener bajo hermetismo ciertos misterios sólo develados a sus “iniciados”), pasamos al Misterio de la Iglesia, esposa de Jesucristo, Misterio desconcertante por ser Santa pese a estar formada por seres humanos que somos todos -con la excepción de Jesús y María- tan pecadores. La Iglesia «… trata de guiar con gran amor a todos los fieles en la formación de una conciencia moral que juzgue y lleve a decisiones según verdad, como exhorta el apóstol Pablo: “No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rm 12, 2). Esta obra de la Iglesia encuentra su punto de apoyo —su secreto formativo— no tanto en los enunciados doctrinales y en las exhortaciones pastorales a la vigilancia, cuanto en tener la «mirada» fija en el Señor Jesús. La Iglesia cada día mira con incansable amor a Cristo, plenamente consciente de que sólo en Él está la respuesta verdadera y definitiva al problema moral… Concretamente, en Jesús crucificado la Iglesia encuentra la respuesta al interrogante que atormenta hoy a tantos hombres: cómo puede la obediencia a las normas morales universales e inmutables respetar la unicidad e irrepetibilidad de la persona y no atentar a su libertad y dignidad.» Así nos explicó San Juan Pablo II, a los quince años de su Pontificado, en la Veritatis Splendor, el “desfase” que hay entre la vida llevada sin fe y la vida que se compromete con coherencia a ser llevada Crísticamente.

 

Existe, entonces, una amenaza al vivir “como dice la gente”, al obrar inopinadamente, acríticamente lo que el mundo nos propone. Por el contrario, lo que Jesús nos da, lo que Él nos revela, conduce a un compromiso de reflexionar lo que conviene y lo que nos daña, pudiendo dañarnos porque daña a alguien, y todos somos uno y todos tenemos responsabilidad tanto sobre el daño propio como sobre el daño a terceros, así esa responsabilidad no esté sancionada por las leyes humanas. Es más, las leyes humanas pueden aceptar y hasta promover conductas y actos anti-cristianos, y no por eso dejan de ser distanciamiento y negación de nuestra Amistad con Dios. “Pero había en mí como un fuego ardiente, encerrado en mis huesos; yo me esforzaba por contenerlo y no podía” (Jer 20, 9): Enamorarse de la fidelidad del discipulado.


 

Tomar la cruz y seguirlo no consiste -como alguien llegó a imaginarse- en actos de autoflagelación, no consiste en incurrir en conductas masoquistas.  Al contrario, seguir a Jesús, con la propia cruz a cuestas, puede ser la más festiva y alegre historia de gozo y feliz vitalidad. Ya lo dice Jesús, su Yugo es suave y su Carga liviana (Cfr. Mt 11, 30). Inclusive, y esto no se nos puede quedar sin decirlo, tomar la propia cruz y seguirlo es buscar nuestra realización con la mayor plenitud posible. ¿Cómo es eso?, preguntarán muchos que viven creyendo que la vida santa es una vida triste. ¡Qué perspectiva más deformada ha difundido el Patas! Los medios de comunicación muestran a monjes y santos siempre lánguidos y llorosos mientras que en realidad –y quien los haya conocido lo afirman con desconcertada sorpresa: “vivía con una sonrisa permanente, sin aflicciones ni angustias… era una persona alegre y acogedora que despedía un halo de plenitud, de alegría, de paz”. Hasta, del mismo Jesús llegaron a decir que era un bebedor y un glotón (Cfr. Mt 11, 19) porque su manera de vivir, su propuesta no tiene nada que ver con vivir dolorosa o aburridamente. Ya lo reza el adagio popular: ¡“Un santo triste es un triste santo”!

 

¿Pero qué pasa entonces con el dilema obediencia-libertad? Digámoslo ya, sin prolongar más el interrogante: ¡Es falso! ¡No hay tal disyuntiva! Si queréis oírlo, con toda sinceridad, el verdadero dilema es entre egoísmo y generosidad, entre obsesión de mando y capacidad de servicio; pero nadie, menos Dios –que nos creó libres, y cuando nos vio esclavos en Egipto, obro prodigios de liberación- va a querer que retrocedamos a la condición de esclavos. «El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por “concluido” y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73[72], 23-28).», nos explicita el Papa Emerito, Benedicto XVI, en su Deus Caritas est #17.

 


Vayamos con cautela, que Dios puede rescatar de un gran pecador un San Agustín, por sólo hacer mención de un caso para ofrecerlo como verdadero ejemplo: Nos previno Papa Francisco –diciéndolo sobre el matrimonio- en #307 de su Amoris Laetitia, y nosotros nos atrevemos a ampliarlo para alertar contra la reducción de cualquiera de las plenitudes propuestas por Nuestro Señor: “Para evitar cualquier interpretación desviada, recuerdo que de ninguna manera la Iglesia debe renunciar a proponer el ideal pleno […], el proyecto de Dios en toda su grandeza:... La tibieza, cualquier forma de relativismo, o un excesivo respeto a la hora de proponerlo, serían una falta de fidelidad al Evangelio y también una falta de amor de la Iglesia [...] Comprender las situaciones excepcionales nunca implica ocultar la luz del ideal más pleno ni proponer menos que lo que Jesús ofrece al ser humano.”: Concluyamos con una verdad escatológica como puño: “el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta”. Mt 16, 27

 

 

sábado, 22 de agosto de 2020

¡A ÉL LA GLORIA POR SIEMPRE! AMÉN

 


 Is 22,19-23; Sal 137,1-2a.2bc-3.6.8bc; Rm11,33-36; Mt 16,13-20.

 

¿y vosotros quién decís que soy yo?". No permite que se atrincheren tras las opiniones de otros, quiere que digan su propia opinión.

Raniero Cantalamessa OFM Capuch.

 

La Iglesia no es para salvarse. La Iglesia es para salvar. No es para salvarme yo, es para salvar al otro.

Gustavo Baena. s.j.

 

Contemplo mis manos y –acto seguido las comparo con las manos de mis vecinos, amigos, compañeros, familiares… y descubro que están llenas de poder-responsabilidad. Todos tenemos las manos pletóricas de creatividad, de habilidades, de poder sanador, de ternura, de calidez. Y, en esta tarde, mientras reflexiono las Lecturas, me percato, con no poca sorpresa, que tengo en ellas ¡la llave!

 

 Así como la fe puede verse desde un doble ángulo, ya sea como una aceptación intelectual de los Misterios de Jesucristo –lo cual es sólo una parte de la fe-, o –además de eso- como un compromiso con el mundo para lograr su transformación, para hacer de él un mejor lugar para vivir; así también, el Evangelio puede verse como el recuento de la historia Salvífica de Jesús para ofrendar su Vida al Padre por nuestra Redención, o –sin descontar lo anterior- reconocer en el Evangelio un mensaje que se nos ha legado y que constituye la Misión de la Comunidad Creyente: La Enseñanza de Jesús, “Él es el origen, guía y meta del universo. A él la gloria por los siglos.” (Rm 11,36), un derrotero para poder cristificar nuestra vida y hacernos, –no dioses- sino, arropados en la humilde aceptación de nuestra fragilidad pero asistidos por la Gracia del Espíritu Santo que nos inhabita, lograr ser imágenes vivas del Hijo. Esa Misión nos “convoca” –y recordemos que la Iglesia es la Comunidad de los Convocados puesto que la etimología de esa palabra deriva del verbo griego “llamar”- al descentramiento de nosotros mismos, en favor del otro, del semejante, del prójimo, del necesitado, en un proceso de generosa renuncia del egoísmo en aras de darle a otros esa Herencia que nos dio el Divino Maestro.

 

En el Domingo XIX del Año, vimos a San Pedro procurando forzar a Jesús a darle una prueba que fuera el soporte de su fe, pero, sobrecogido y superado por sus propios temores, constató su endeblez y la necesidad de estar siempre “cogido” de la Mano de su Señor. En el Domingo XX vimos con estupor que –en muchos casos- pertenecer a la Comunidad de Fe, haber pertenecido a la Iglesia “toda la vida”, no garantiza que podamos adentrarnos en el Misterio de Jesús con mayor éxito que los foráneos, y eso nos lo mostró la cananea de fe tenaz y con humildad a toda prueba.  Ya en esa reflexión del Domingo XIX del ciclo A, nos proponíamos no juzgar con excesiva dureza a San Pedro, puesto que todos a nuestra manera y cada quien en su circunstancialidad personal, nos hemos hundido y hemos fracasado al tratar de “caminar sobre las aguas”, y más, cuando el viento de las crudas inclemencias nos ha hecho trastabillar. «¡Qué bien comprendo yo a Padre! Y es que es nuestro hermano.»[1] Si, hoy, al reflexionar el Evangelio del XXI Domingo volvemos a identificarnos con Simón-Pedro, al reconocer que Jesús nos entrega la “Llave” y nos encarga la responsabilidad “administrativa” que conlleva ser el “mayordomo”. Es así como el “compromiso” se da a San Pedro para que entendamos que se nos la dio a cada uno de nosotros y comprendamos que la Iglesia no son sus jerarcas sino que todos somos la Iglesia. [Discerniendo bien lo que se entregó a Simón-Pedro y a sus sucesores con exclusividad, por su primado, las implicaciones de recibir la llave.]. « ¿Qué significan «comunidad sacramental» y «sacramento original»? Significan que el pueblo de los bautizados, reunidos en una misma fe y en una misma obediencia alrededor de sus jefes, los sucesores de los Apóstoles, es hoy como ayer el signo sensible y el instrumento de que se sirve el Señor para transmitir a los hombres su Vida personal y divina, para extenderla cada vez más lejos, para interiorizarla cada vez más en las generaciones humanas.»[2]

 

No podemos desatender la manera –a veces cicatera y encarnizada- como nos exceptuamos de ser Iglesia para descargar sobre otros nuestra responsabilidad. «…no debemos mirar la Iglesia con ojos miopes, sino con los ojos de la fe; cada uno de nosotros debe mirarse a sí mismo y a los demás con los ojos de la fe, para ver en sí mismo  y en los demás la gloria de Cristo –que ya resplandece en nosotros- con gratitud y con alegría... debemos, pues, superar la lamentación, es decir, esa actitud que capta sólo la institución exterior de la Iglesia, con todas sus inconsistencias, sus incoherencias, sus pecados (los pecados de sus miembros que somos nosotros), y sus lentitudes… No debemos mirar con ojos miopes solamente los fenómenos negativos (que son muchos y todos los conocemos y hasta podríamos enumerarlos), no debemos mirar solamente los fenómenos negativos del mar en tempestad que rodea esta nave gloriosa y que a veces nos asusta (el avanzar del secularismo, la pérdida de prestigio de la iglesia en la sociedad, etc.)… no debemos, sin embargo, desprendernos del sufrimiento y del recto juicio sobre las cosas que no están bien en la Iglesia…nos damos cuenta, con dolor, de cuánto el aspecto visible de la Iglesia deja resplandecer sólo en parte esa gloria y, por tanto justamente, sufrimos y gemimos. Y debemos orar: “Señor, venga tu reino, ¡sea santificado tu Nombre!”… estamos llamados a empeñarnos para que, en nuestra vida personal y en nuestras actitudes, resplandezca algo del fulgor de la gloria de Jesús.»[3]

 

Tampoco la profecía de Isaías se refiera sólo a Sebná, mayordomo del palacio, personaje tristemente célebre en la historia del pueblo escogido por desviar fondos del “erario público” para construirse una suntuosa tumba. El norte del “servidor” (un mayordomo no es otra cosa que un servidor, como es el “mayor de la casa”, tendrá que ser el servidor más comprometido), de estar encargado del bienestar del pueblo ha pasado a estar comprometido con el cuidado y el culto de la propia personalidad que no son otra cosa que idolatría, auto-idolatría. Así que Dios llama a otro, A Eliaquim (cuyo nombre significa “Dios levanta”) que sirvió en el palacio de Ezequías y figura en la genealogía de Jesús (Lc 3, 30) y quien también, como San Pedro, fue convocado para llevar en su hombro “la llave”. También él es una alusión a cada uno de nosotros.

 

Viene allí la explicitación del significado de “la llave”, elucidación que sirve al doble caso de Eliaquim y de San Pedro: “lo que וּפָתַח֙ abra nadie סֹגֵ֔ר lo cerrara, lo que él וְסָגַ֖ר cierra nadie lo פֹּתֵֽחַ abrirá” (Is 22, 22), o, con mayor explicites, como lo dice Jesús: “lo que δήσῃς ates en la tierra, quedará δεδεμένον atado en el cielo, y lo que λύσῃς desates en la tierra, quedará λελυμένον desatado en el cielo”(Mt 16, 19). He aquí la trascendencia de la Misión. Las obras de aquí resuenan con intensa repercusión en el Allá; no son dimensiones ajenas, excluyentes y disyuntas sino planos resonantes de la realidad-una que es la vida-empezada-aquí–continuada-Allá. Esta potestad ha sido entregada en la persona de San Pedro a la Iglesia. «Atar-desatar expresa entre los rabinos la totalidad del poder, bien sea el de prohibir y permitir (=establecer reglas), bien el de condenar y absolver (=excluir de la comunidad y admitir en ella). El poder de las llaves confiado a Pedro, pero también al conjunto de la comunidad (Mt 18,18) es por tanto un poder espiritual. Lo que constituye su peso es que Dios lo ratifica.»[4]

 

Así pasamos en el Evangelio de San Mateo a la Segunda Parte, capítulos 16 a 28, que se ocupa de la Comunidad, de su construcción, del cuidado especial de los discípulos para poderles encargar la obra continuadora. Desaparece de escena la gente y, permanecen –como co-protagónicos- los discípulos y los contradictores. San Pedro, toma la voz –a nombre nuestro- para declarar que Jesús es el Hijo del Dios-vivo.

 

De esta manera y con esta declaración Jesús deja de ser un Salvador en solitario, para comisionarnos portadores de la salvación, hijos de Dios porque somos hermanos de Jesús Cfr. Mt 12, 49-50. Es así que al ser Iglesia, al hacernos Comunidad de fe, nos remangamos y nos ponemos manos a la obra. No nos reducimos al aleluyatismo estéril sino que, poniendo los pies fuera de la barca, empezamos a caminar con los ojos fijos en Su Rostro. Sólo así, confiados en la firmeza de Su Mano que nos coge antes de hundirnos, que nos salva, para que salvemos, que confía en nosotros y nos encarga sus Llaves, podremos reconocerlo Señor y Dios nuestro, podremos identificarlo como el Mesías.

 

«Aparentemente la fe consiste en suscribir unas verdades teóricas, especulativas e ideales. Pero hay un gran peligro de querer reducir la fe a una ciencia puramente nocional y muchos parecen no superar este estadio. Contra esta posición esterilizante se ha reaccionado afirmando de infinitos modos que la fe es un compromiso,… la fe será inserción en este mundo o huida de él, o las dos cosas a la vez… No existen, pues, dos clases de fe católica: una mística e interior y otra comprometida y conquistadora. Es la misma fe teologal que a la vez busca a Dios e irrumpe en el universo para mejorarlo en su mismo orden... El compromiso temporal pone a prueba la fe, pero también pone al descubierto su autenticidad y sinceridad. La Iglesia cree hasta el punto de querer que sus hijos trasformen las instituciones deficientes, reformen el mundo, lo dispongan y abran en lo posible, a su destino total... nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos, empleándola en el esfuerzo sin desfallecimiento, por un mundo mejor. Esta continua presencia en el mundo es una viva confesión de la Verdad de la Caridad: en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos para con otros (Jn 13, 35).»[5]

 

¡Dios mío, me has instituido “mayordomo” para que abra y los deje entrar a todos y me ocupe de repartirles las porciones –una medida generosa, colmada, remecida, rebosante- y para que la distribuya a tiempo!



[1] Câmara, Dom Helder. EL EVANGELIO CON DOM HERLDER. Ed. Sal Terræ, Santander. 1985. p.119

[2] De Bovis, André. s.j.  LA IGLESIA, SACRAMENTO DE JESUCRISTO. http://www.mercaba.org/FICHAS/IGLESIA/

i_sacram_de_JC.htm

[3] Martini, Carlo María.  LA IGLESIA UNA, SANTA, CATÓLICA Y APOSTÓLICA. Ed. San Pablo Bogotá-Colombia 2005. pp. 14-16

[4] Le Poittevin P. Charpentier, Ettienne. EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO. Ed Vebo Divino. Estella

-Navarra 1999. p. 51

[5] De Bovis, André. s. j. FE Y COMPROMISO TEMPORAL. En SELECCIONES DE TEOLOGÍA Tomo II Facultad de Teología San Francisco de Borja. San Cugat de Vallés-Barcelona. 1963 pp.296-300

sábado, 8 de agosto de 2020

SOMOS FLECHAS VOLANDO AL INFINITO

 


1 Re 19,9a.11-13a; Sal 85(84), 9ab-10. 11-12. 13-14; Rm 9,1-5; Mt 14,22-33

 

Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va a pasar!

1 Reyes 19, 11

 

Hoy Jesús no está entre nosotros, pero dejó a la Iglesia como continuadora de su mediación para alcanzar la fe.

Segundo Galilea

 


Nuestra religión no vuela en virtud del milagro, sino que se nutre de la savia de la fe. El árbol de la fe nos habla de la vida y nos enseña a vivirla. La Santa Cruz nos explica la existencia y la dota de sentido. Son sencillamente dos maderos como la vida misma, un “puente” para caminar a través del tiempo que se nos concede estar aquí, en nuestro peregrinaje por la tierra, donde no establecemos morada definitiva, sino, donde somos conscientes, sólo construimos “tiendas provisionales” סֻכָּה [sukkah], como enramadas. (Más “provisionalidad” no significa ni negligencia, ni superficialidad, ni descuido, mucho menos cuando es “el tiempo” durante el cual todo se pone en juego; más bien supone celo, devoción, aplicación y vigilancia en el sentido en que nos enseñó Jesús de “permanecer siempre alertas” cfr. Lc 21, 34). El palo vertical, el estipe, encierra  como una simbología de “antena”, nos habla de algo que viene de “arriba” y lo “capta” y –a la vez- significa nuestra respuesta al “mensaje” que nos llega; la respuesta humana  es precisamente la fe. Lo que viene de arriba hacia abajo es el Amor-Fiel de Dios por su creatura. Por eso el estipe nos habla, en esencia, de la Alianza. “Yo seré tu Dios y vosotros seréis mi pueblo” (Cfr. Ex 6, 7; Jr 30,22. 32,38); lo que va de abajo hacia arriba es la fe, la respuesta comprometida del ser humano a Dios. La circulación de la sabia en el árbol de la fe es “creer”. Esa es la dinámica que liga lo terreno con lo “Celestial”. Pero, este puente es “corto”, toca la tierra pero no alcanza el “Cielo”, sólo apunta hacia Él, señalando la dirección, por eso es analógico más que con el “puente”, con la “antena”.

 

Pero la cruz no es puro estipe. La cruz es además patíbulo: Su dimensión horizontal. Y en ese espacio -es el espacio de una práctica, de una manera de vivir, de un estilo existencial, un “aquí” y un “ahora”. Hay varias palabras que nos definen este travesaño, en este instante estamos pensando en la Caridad, en el Perdón, en la Compasión, en la Reconciliación, en la Comunidad, en la Solidaridad, en la Fraternidad, en la Comunión; y, en aquello que lo ensambla todo para el ejercicio de esa fe, (la barca en donde van los discípulos desafiando las tempestades) en la Iglesia. «…el Dios que llama “pueblo mío” con un amor apasionado, con un grito ardiente, con una violencia celosa, que le hace comprender al pueblo que es pueblo, que es importante, que es alguien; nos hace comprender también a cada uno de nosotros que no somos una dispersión de acontecimientos sin sentido, sino que somos una persona a la que se le dice: ¡hijo, hijo mío! Entrando en la historia de cada hombre con este apelativo, afligido y poderoso, Dios reconstituye la unidad, la integridad rota por el pecado, por el desorden, por el escepticismo, vuelve a dar calor y fuerza.»[1]

 

¿Qué queremos decir? Que el fenómeno de la vida religiosa trasciende la toma de postura, trasciende la temporalidad, re-liga lo pasajero con lo permanente, lo caduco con lo estable, con lo eterno. Supera lo momentáneo, la brevedad del puente y alcanza lo que “todavía no”. Es el concepto de lo “escatológico”: La cruz parece acabarse en la muerte, pero –de la madera del árbol se hacen flechas- apunta hacia la Resurrección, que es su Victoria, donde la flecha, inventada para ser arma de muerte, se hace “vehículo” para alcanzar lo que el árbol no lograba tocar.

 

«Recorrer el camino de la vida, según la fe, es dejarse conducir por Dios. Es dejarse guiar por la Palabra de Dios, por lo cual Cristo ha dicho y dice hoy en la Iglesia, la cual no siempre coincide con lo que nos sugieren los sentidos y sentimientos y a menudo deja insatisfecha nuestra razón, pues las palabras de Dios provienen de su inteligencia, que totalmente sobrepasa a la nuestra. Al caminar y vivir por fe no comprendemos todo; por eso el compromiso de la fe requiere siempre el concurso de la voluntad: querer creer y actuar en consecuencia.»[2]

 

En el punto de “cruce” del par de maderos camina San Pedro sobre el agua, es decir, caminamos todos porque en este trance San Pedro nos personifica a cada uno y a todos, con nuestras dudas, que muchas veces no son desmotivadas sino que surgen ente condiciones muy reales, muy tangibles, patentes sobremanera, crudas y rotundas, como es la contundencia de “la fuerza del viento”. Si el madero vertical deja de fijarse en el rostro luminoso de Jesucristo, pierde el empuje, el impulso que anima la flecha; ahí mismo empieza el temor y se hunde. «Ha puesto el pie en el mar, en el agua, en la ola. No lo ha puesto en la Palabra de Jesús. No sabe mirar a Jesús. Desconfía de la realidad que está viviendo. No le entra en sus esquemas mentales. Y no es capaz de mantener el equilibrio en la cuerda floja. El viento es violento. Se asusta y empieza a hundirse. Se hunde con sus miedos. Se hunde en sus miedos. Ha puesto sus ojos en la violencia de la ola y ha dejado de lado a Jesús.»[3] Pero nosotros “tenemos” que fijar los ojos, es decir, enraizar la fe en Nuestro Señor Jesucristo: Es Él quien nos llamó y pronunció el “¡Ven!”.

 

Nosotros procedemos con nuestra propia lógica, tenemos nuestra forma de pensar adherida a nuestro raciocinio, pegada como una segunda piel, «Nosotros hacemos contratos de compra-venta, trabajo y salario, mérito y premio. Nada de esto existe en las relaciones con Dios. Sólo hay gratuidad, gracia, don. Él es de otra naturaleza, distinta de la nuestra; estamos en diferentes órbitas.»[4] Cuando le pidamos a Jesús que nos “mande caminar sobre la aguas”, no será porque queramos ensalzarnos, divinizarnos; sino porque queremos cristificarnos, pensar con su lógica –no con la humana- sino con la lógica Misericordiosa: «Actuar según la fe (ésta supuesta) no es difícil si esto nos exige poco y nuestra vida ha de seguir más o menos igual. Ello no es la prueba de una fe fuerte; su prueba es cuando por ella pagamos un alto precio y nuestra vida se trastorna.  Una cosa es creerle a Dios cuando nos dice que Él es el origen de la creación y de la vida; y otra cosa es creerle a Dios cuando nos dice que hay que compartir con los necesitados y no atesorar para nosotros. Una cosa es creerle a Dios cuando nos pide participar en la  misa del Domingo (lo cual implica reservarle parte de la mañana); y otra cosa es creerle a Dios cuando nos pide no abandonar la fe en una situación de persecución religiosa…»[5]

 

Las pruebas, pero especialmente las duras pruebas, acrisolan nuestra fe, o –dicho de otra manera- prolongan el alcance de nuestro “puente” facilitándonos poder llegar más allá, intensificando el “impulso” que anima nuestra “flecha”. En la Transfiguración del Señor, Dios mismo nos dirá que Jesús es su Hijo amado, que debemos escucharlo; pero si el viento arrecia, vacilamos y empezamos a hundirnos. Cuando Jesús tiende a nosotros su Mano y nos ἐπιλαμβάνομαι “agarra” (verbo emparentado con el λαμβάνω y el παραλαμβάνω, -con el “suceder” y el “acoger”), entonces nos “salvamos” y cuando pasa la tormenta, otra vez somos capaces de adorarlo, postrándonos y declarar convencidos que “Verdaderamente Tu eres el Hijo de Dios”.

 

«Faltar a la confianza deshonra a Dios, en cuanto que supone que Dios nos ha faltado, lo cual es imposible, pues somos siempre nosotros quienes no ponemos nuestra parte y colocamos impedimento a la acción de su gracia; en adelante, en lugar de faltar a la confianza, pondré una confianza humilde, segura de que cuanto más reconozca mi miseria, tanto más amplio será el campo en el cual podrá actuar su bondad”.»[6]

 

En estas palabras descubrimos el nombre del “impulso que anima la flecha”, se llama “gracia”. A un tiempo, descubrimos cómo podemos truncar el impulso y aprendemos que lo que frustra su alcance es la “desconfianza”. No juzguemos con dureza a San Pedro porque –como ya lo hemos dicho- él simplemente nos representa a todos en nuestros titubeos. En cambio, despleguemos las “alas” (y es que a las “flechas” se les ponen “alas” que son las plumitas que llevan “pegadas”) para mantener el curso y para prolongar el “alcance” y extender el “vuelo”.



[1] Martini, Carlo María. ITINERARIO ESPIRITUAL DEL CRISTIANO. Ed. Paulinas Santafé de Bogotá D.C.-Colombia 1992 p. 56

[2] Galilea, Segundo. LA LUZ DEL CORAZÓN. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá D.C.-Colombia 1995. p.16

[3] Mazariegos, Emilio L.  DE AMOR HERIDO. Ed. San Pablo Bogotá D.C. –Colombia 2001 pp. 99-100

[4] Martini, Carlo María. Op.Cit. p. 50

[5] Galilea, Segundo. Loc. Cit.

[6] Ibid. Citando palabras de Santa Francisca Javier Cabrini.

sábado, 1 de agosto de 2020

LABOREO


Is 55,1-3; Sal 145(144), 8-9.15-18; Rm 8,35.37-39; Mt 14,13-21

 

… ninguno tenga para sí los cinco panes y los dos peces, sino que los entregue a Jesús para que los multiplique en beneficio del mismo pueblo

Carlo María Martini

 

Partir, o al menos intentarlo;

nunca en soledad, siempre en compañía;

nunca para salvar y menos aún para sentirse salvado;

sencillamente para hacer posible el compartir,

Como Tú, Señor.

Florentino Ulibarri

 

 

La siembra. Venimos de referirnos a un Sembrador que salió a sembrar, y Jesús explicó a sus discípulos que se trataba de un λόγον “discurso” comparable a la semilla que el Sembrador esparce. Muchas veces la semilla cae entre piedras, al borde del camino o entre cardos y, en otros casos, puede caer en terreno fértil. Las que caen en las primeras dos clases de terreno, se diría que quedó desperdiciada, pero ¿será esto verdad?

 

La primera Lectura de hoy nos explica que λόγον la “Palabra” se puede comparar con la lluvia y –a pesar de lo que podamos pensar- no se evapora y regresa a la atmosfera sin haber fecundado la tierra. ¿Se contradicen Jesús e Isaías? Entendemos que no hay contradicción; aun cuando la tierra no sea buena, aún la semilla que cayó “donde no era” o “donde no debía”, aun cuando venga el Maligno y la arranque, aun la que carece de raíces profundas y se “quema” por la persecución, el “agite” y las tribulaciones; aún en estos casos “desesperados”, la Palabra baja, humedece, fecunda y hace germinar.

 

Sólo por mostrar un “fruto”, señalemos que esa “Semilla” es espejo de juicio (mejor, de auto-juicio) que no se podrá argumentar desconocimiento de la Alianza. La Palabra nos muestra un deber-ser que, si no lo cumplimos, si no lo aceptamos, dejará en nuestro corazón esa traza, permitiéndonos asumir la responsabilidad de nuestras opciones: pude haber optado por esa ruta, pero yo elegí la otra. No se trata de “complejos de culpa” sino de consciencia frente a nuestras opciones y las consecuencias de nuestras acciones.

 

Podríamos atrevernos a acusar a Dios de injusto si Él no hiciera llover sobre justos e injustos. Podríamos pensar o preguntar ¿por qué no nos regaló esa semilla? ¿Por qué pasamos la vida sumidos en la ignorancia? En cambio, al esparcir la semilla a diestra y siniestra, nadie tendrá el pretexto de recurrir al expediente del desconocimiento de la Ley.

 

Cuando leamos la primera Lectura encontraremos que «… En estos versos se compara la Palabra con la realidad más deseada y esperada en un mundo asolado y seco como el palestino, el agua. Y como la lluvia, la Palabra no se queda en los cielos de la trascendencia sino que penetra en el terreno de la historia, en sus pliegues oscuros, en su aridez. Tras fecundarnos vuelve a Dios hecha carne y sangre, o sea oración y amor del hombre hacia su Señor.»[1]

 

En el Plan de la Creación-Redención, se precisaba este elemento: que Dios nos hablara, nos enseñara; Dios, al darnos a conocer los Mandamientos, su gusto y sus deseos sobre lo que espera de nuestra parte, obra con total “justicia” al darnos a conocer la contrapartida de la Alianza, porque toda alianza reposa en un recibir y brindar la contrapartida, cumplir con lo ofrecido a cambio. Así pues, en Su Generosidad; crea las condiciones para la Alianza. No sería una Alianza de verdad si Él hubiera conservado en secreto sus expectativas respecto a nosotros. Sellar la Alianza con su “pueblo escogido” entrañaba el requisito de darnos a conocer nuestra parte: la contra-partida. La Justicia Divina en su perfección lo previó. Su Palabra nos llega, esa es Su Voluntad, que la “Palabra” sea fértil y  “cumpla su encargo”, que nos traiga el Mensaje, que nos dé a saber.

 

Todas las obras de Dios rebozan de Amor.

Esta previsión de Dios para favorecer a sus criaturas, es digna de alabanza; toda la humanidad debe reconocer esa generosidad, ese cuidado, esa responsabilidad paternal, y no sólo responsabilidad sino tierna responsabilidad, prevé todo lo necesario, es un Dios Providente. No nos creó para dejarnos librados al azar. Nos cuida, vela por nosotros, nos pastorea, nos cuida como Padre, más aún como Madre, como la mejor de las madres. No se afana por castigar o por enojarse, nos tiene paciencia, nos corrige con ternura, nos da plazos dilatados para que poco a poco vayamos aprendiendo.

 

No limita su amor al ser humano, nos advierte en la segunda estrofa de la perícopa que constituye el Salmo responsorial de este Domingo que ama a todas sus criaturas. Ahora, como una gallinita cuida a sus polluelos, así Dios abre sus Generosas manos para darnos pan a todos y todas sus criaturas sacian el hambre.

 

Pero ¿cómo vemos mucha gente morir de hambre? ¿No sacia Dios a todos? Y respondemos, Dios sí, pero el Malo –que ha sembrado su cizaña en tantos corazones- hace que muchos rieguen la leche “para que el precio no caiga” o quemen los alimentos, para que la oferta no devalúe las “mercancías”, inclusive, oímos de aquellos que ocultan y secuestran los alimentos porque las “leyes de la economía” señalan esa vía: se trata -no de la Buena Nueva- sino del más triste mensaje que se puede recibir, la cultura de la muerte.

 

Y, si Dios todo lo previó, ¿por qué no “destruye esta mala gente”? Para darles una oportunidad, por eso no arranca la cizaña que vino a sembrar el “enemigo” por la noche; pero, llegará la hora que Él tiene señalada, y separará los peces buenos de los malos, a los buenos los pondrá en su “Cesta” a los malos los tirará donde domina el llanto y el crujir de dientes.

 

Entonces, ¿estamos condenados a ser víctimas de un Dios castigador? Todo lo contrario nos enseña el Salmo, Él no es para nada castigador, es “lento para enojarse y generoso para perdonar”, pero es justo, especialmente contra aquellos que hacen sufrir a sus “pequeñuelos”.

 

Salimos victoriosos

Hay que reconocerlo, sus “pequeñuelos” han sufrido mucho por culpa de la “cizaña”. Diez géneros de padecimiento menciona San Pablo en le perícopa de los Romanos que tematiza la Segunda Lectura de este Domingo: Demos una ojeada a estos sufrimientos que ya probaron los miembros de la Primeras Comunidades: 1) tribulaciones, 2) angustias, 3) persecución, 4) hambre, 5) desnudez, 6) Peligro 7) Espada, o sea, la crueldad y la muerte, 8) los demonios 9) lo presente y lo porvenir 10) Los poderosos del mundo.

 



Sin embargo, repasemos el martirologio y la conclusión es evidente: Nada, pero nada, nada nos puede hacer desistir del Amor fiel de Aquel que nos ha ofrecido ser nuestro Aliado-eterno, por los siglos de los siglos.

 

Pero, de eso es muy consciente el texto a los Romanos, nuestra victoria no emana de una fortaleza propia, sino gracias a “Aquel que nos ha amado”, es Él quien nos provee las fuerzas para mantenernos airosos y soportar toda clase de pruebas y las primeras que se nos vienen al recuerdo son los leones, los toros, el descuartizamiento, el fusilamiento. Él nos anima, y al mirarlo clavado en la cruz, sabemos que su ejemplo fue mostrarnos, con su propia vida, con sus propios dolores, derramando su propia sangre, que su Evangelio de Amor no son sólo palabras sino que Él mismo es Palabra de Vida y de Vida-Eterna.

 

El tema del banquete providencial.

Hay que tener en cuenta que este banquete que Jesús promovió está en el contexto de otro banquete, el banquete de muerte que organizó Herodes  y donde encontró término la vida de San Juan Bautista. Mientras Jesús promueve y disemina felicidad nutriendo con “Pan de Vida” a una multitud; la felicidad en el banquete de Herodes consistió en presentarle la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja a Salomé.

 

Dios que es total providencia, que nos cuida y prevé todos los detalles de nuestra existencia, podría haber organizado un equipo de discípulos económicamente muy pudientes de tal manera que, cuando el pueblo estuviera hambriento le habría bastado preguntar a sus discípulos ¿Qué les vais a dar para cenar? O les podría haber increpado. “¡Habréis traído suficiente para saciar a toda esta gente!”.

 


Pero no fue así. Se escogió a doce pobres pescadores, sin recursos, de quienes sólo se podría esperar la previsión de pedir que ya no les enseñara más, ni sanara más gente, sino que los enviara a los caseríos a comprar algo de comer. De todas maneras, ¡qué sensibilidad! ¡qué afán por el otro, por el prójimo! Se acordaron que hay un momento en que el alimento espiritual cede paso al hambre física y así se lo dicen al Maestro.

 

¡Oportunidad de oportunidades! Ese interés de los discípulos es aprovechado por Jesús para establecer un Mandamiento para sus discípulos, es decir, para nosotros. En vez de enviarlos a buscar algo, a comprarse alimento, es a nosotros a quienes nos corresponde alimentarlos: ¡Dadles vosotros de comer!:

 

-Pero, ¿nosotros, Maestro? ¡Si no somos más que unos pobres pelagatos!

 

Ahí está el punto. Si medimos todo desde nuestra órbita, efectivamente ¿cómo vamos a poder alimentar a tanta gente si escasamente tenemos para nosotros mismos? Pero, pongamos eso poco que tenemos en las manos de Jesús; entendamos y recordemos que Él es Dios, Dios humanado, pero lo de humanado no le resta nada a Su divinidad, en cambio, si le agrega, porque es un Dios que ha sentido en su propio vientre el mordisco del hambre, y ha experimentado cada una de nuestras debilidades, y sabe qué es ser hombre; y como es Dios puede hacer rendir el pan, el trigo, el arroz, puede crear otro universo, o puede perfeccionar este con sólo llamar a los ángeles y ponerlos a escoger los peces buenos en un canasto y a tirar los malos.

 

La infinita ventaja que nosotros los discípulos tenemos sobre otras personas es que nosotros lo hemos visto con nuestros propios ojos, a nosotros nos costa que Él puede lo que nadie más puede. ¿Cuántos milagros ha obrado en presencia de nuestros ojos? ¿Cuántas veces lo hemos visto aquietar la tormenta y silenciar las aguas embravecidas?

 

Por esa experiencia que hemos presenciado de su enorme poder podemos poner en sus manos los cinco panes y los dos pescados y se multiplicaran hasta sobrar un canasto para cada una de las tribus del Nuevo Pueblo de Dios.

 

Nosotros podremos ser coparticipes en este milagro. Depositaremos nuestra pobre nada en sus manos y Él nos la devolverá bendecida, después de habérsela presentado al Padre, en oración. Retornará a nuestras manos bendecida, con su Palabra Santa, con su Palabra Divina, la misma Palabra λόγον que pronunció para hacer del pan y el vino sus propios cuerpo y sangre que en multiplicación providencial nos ha nutrido por siglos, cumpliendo con su Palabra, la de acompañarnos por siempre, hasta el fin de los tiempos.

 

Hubo en todo esto otro milagro que a veces pasa inadvertido: A aquel lugar llegaron individuos desarticulados, Él los fue articulando, haciéndolos con sus Palabras ensamblaje, piezas de su Cuerpo Místico, haciendo de ellos un-solo-cuerpo-en-un-solo-pan; y de gentes indiferentes fue sacando fraternidad, solidaridad, los fue enderezando, levantando; fue armando células, pequeñas comunidades donde se respirara la amistad, el compañerismo fiel. Fue edificando ciudadanos del Reino.

 

Hemos quedado inoculados con esta Nueva Ciudadanía, en nuestros pechos se va encubando. Como lo decíamos el Domingo antepasado, Dios provee también el tiempo y el ritmo de la incubación, a nosotros nos compete la paciencia serena puesto que sabemos que el Señor tiene el día y la hora señalados. El viernes celebramos la memoria de San Ignacio de Loyola, digamos citándolo: “Confía en Dios como si todo dependiera de Él y nada de ti. Pero luego, aplícate a la obra como si ella no fuera de Dios sino exclusivamente tuya.”

 

Mientras tanto, se nos da la ocasión de ir diseminando el “contagio” ¡no de la enfermedad sino de la Salud y la Vida! De esparcir el “λόγον”. «... sencillamente para hacer posible el compartir, como Tú, Señor.»

 

 

 



[1] Ravasi, Gianfranco. LOS PROFETAS. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá-Colombia. 1996 p. 126