Ef
2, 19-22
Tenemos
hoy, una alegoría arquitectónica. Se nos refiere la estructura de la Iglesia
asimilándola a la de una edificación.
Para
estudiar mejor este “sermón” a los Efesios podríamos repartirlo en dos partes:
La primera parte iría hasta 3, 21 (suprimiendo 1, 1-2, que, según los más
entendidos, se trata de una adición posterior); y la segunda, de 4, 1 hasta
6,24.
Después
de afirmar que Cristo es el Centro de la totalidad (1, 20-23); inicia señalando
como Jesús entra a recogerlo y compendiarlo todo (2,1-18) configurando un solo
cuerpo. La perícopa de hoy, recopila todo esto a manera de conclusión, como se
ha dicho, en una alegoría mampostera. Lo primero que concluye es que los
paganos han sido integrados con plenitud de derechos, de manera que ya no
pueden ser vistos como extraños, ni como foráneos, sino como conciudadanos,
todos parientes de la familia de Dios. Vistos desde la óptica del albañil, son
piezas y materiales legítimamente constitutivos de la construcción.
No
están en el aire, ni puestos ahí, al lado, sin integrarse; sino que ellos
también, constituyen y se entraban con la ἀκρογωνιαίου [acrogoniaiou] “Piedra Angular”, Piedra
que articula y encaja las demás, de allí su importancia fundante. Ninguna parte
de una edificación está simplemente allí, sino que todas se funden gracias a su
Unidad Funcional, que a veces pueden parecer -sencillamente ornamentales- pero
no por eso, menos vital al todo de la composición, que en su interdependencia
genera el concepto de Unidad Estructural.
¿Qué
clase de edificio se forma? ¡Un Templo! Ese Templo, del que nos hacemos parte,
está “reservado” a Dios, no puede ser, en otro horario, restaurante, y más
tarde sala de cine o galería. Y, se pone -como desenlace- una idea de
gradualidad: no nos convertimos en parte integral del Templo, de una vez, sino
que nos “vamos integrando” paulatinamente, hasta que nos hacemos “residencia”
idónea de Dios, su verdadera Morada.
Sal
117(116), 1. 2
La
fidelidad, la perseverancia, son cualidades divinas
Vemos dos palabras
puestas “en paralelo” amor y fidelidad… estas palabras, que aparecen juntas
miles de veces, designan siempre el tema de la Alianza.
Noël Quesson
Si
todos los que estábamos marginalizados por la exclusividad del pueblo elegido,
ahora estamos “estructurados” junto con ellos, ¿qué más podemos hacer que
rebozar de jolgorio y ensalzarlo.
Y
esta “incorporación” no es provisional, no se trata de ser formaletas mientras
se seca la argamasa; ¡no!, somos verdaderos “consanguíneos”, y esta es una Alianza
imperecedera.
De
estos dos puntos se desprende nuestro compromiso evangelizador: Se trata de una
ontofusión: Que Jesús definió llamándonos a “ser Uno, como mi Padre y Yo somos
Uno” (Cfr. Jn 17, 21-23). «El Evangelio es simplemente la extensión a todas las
naciones, a todos los hombres, de la Alianza reservada en otro tiempo al “pueblo
escogido”». (Noël Quesson)
Su
fidelidad es eterna. ¡Ser fiel! ¡Nosotros no lo somos! Somos volubles, inconstantes,
nos fatigamos al poco tiempo… Y luego, nuestro amor se hace desabrido, se
relaja. ¡ay! Los más bellos sentimientos pierden su sabor, los más ellos
sacrificios pierden su generosidad… ¡con el tiempo!
Es
que nosotros, los seres humanos, ¿somos así? No somos así, pero ¡nosotros creemos
que nos movemos en el aire, y no es así! ¡Nosotros nos movemos en una gelatina
gruesa y pegajosa a la que llamamos cultura! Y, por su consistencia espesa y
pegante se nos adhiere, dese el primer momento de nuestra inserción en la
sociedad humana. Ahí se nos deforma la fidelidad y se nos convierte en
transitoriedad, esa sed insaciable de abandonar, de empezar otra vez, de seguir
la corriente.
¿Significa
que no podemos o que no deberíamos cambiar? Vamos a llegar a una conclusión que
no es nuestra, es lo que nos enseña el salmo: Hay que cambiar, pero permanecer
fieles, así como el Padre Celestial que es siempre Fiel, a Sí mismo y a los otros.
Dios
puede serle Fiel a todos, nosotros sólo tenemos que ser fieles a nosotros
mismos y a los que les hayamos prometido fidelidad, así como -primero que todo-
fieles al Cielo.
Lo
único que hay que hacer es proponérselo: ¡Ser fieles como el Padre es Fiel!
¡Fieles al Evangelio!
Jn
20, 24-29
Entonces Tomás le dijo:
“Señor, nosotros no sabemos adónde vas, ¿cómo vamos a conocer el camino?” Jesús
contestó: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí”.
Jn 14, 5s
El
nombre Tomás viene de la palabra aramea תום [tom]
que significa “gemelo”; en griego Δίδυμος [dídimos]. Gemelo de todos
nosotros, que llevamos nuestra vida en la incapacidad de depositar la fe y
superar esa actitud de increencia general con la que nos embadurna el mundo.
Andar por allá desarticulado, marginado, desgarrado de la comunidad. Una de las
maneras típicas de mostrar nuestra deserción: quedarse separado, no volverse a
reunir con “esos”. En el lenguaje proxémico significa: “no pertenezco”, “me
declaro desvinculado”, “ya no me meto más con ellos”.
Cuántas veces blandimos con arrogancia el argumento de la
sensorialidad confiándonos tozudamente en la garantía de nuestros cinco
sentidos como si ellos fueran realmente infalibles y como si con ellos
pudiéramos abarcar realmente todo el universo. Siempre vamos por ahí a los muy
“científicos” exigiendo la comprobación experimental, por vías de “repetición”
-bajo las mismas condiciones- de aquello que estamos empecinados en rechazar.
Vamos al laboratorio con gafas y bata blanca y decimos “permiso, que vengo a
meter el dedo en el costado”.
Santo Tomás es precisamente nuestro gemelo: Es curioso, y eso
nos hace reflexionar, ya que ante las dudas de este “gemelo” el Señor podría
haber acudido en cualquier momento; nos preguntamos ¿por qué tuvo que esperar
“ocho días”?
La vez anterior, cuando se presentó en medio de ellos, era el
atardecer del “Primer Día” de la semana. Es decir, de alguna manera podemos
argumentar que estaban reunidos y se instituye con esta visita del Resucitado,
la celebración en Día Domingo, de la Cena del Señor. Todos estaban reunidos
-excepto el que andaba en el laboratorio metiendo el dedo. Y, con todo esto se
nos está indicando, la importancia de reunirrnos en Comunidad para revitalizar
la fe: Así podemos acceder a lo que no pueden los sentidos, pero que la
presencia de los hermanos creyentes, permite “intuir”. Recordemos que la
palabra intuición nos habla de una capacidad de “visión interior”,
aparentemente emparentada con la “introspección”, que es totalmente diferente,
porque en ese caso la palabra alude a la capacidad de revisarse uno mismo y
valorar las propias acciones o los pensamientos de uno mismo. En cambio, “ver adentro”,
es darse cuenta de lo que no se puede ver en el exterior, pero se puede saber
“indubitablemente”, porque se proyecta en la pantalla epistémica de nuestro
Yo-trascendente.
Claro que quien rehúsa creer, se revuelca con la misma
desesperación que el condenado a muerte defendiendo su vida. Aquí, en todo
caso, el desesperado, lo que defiende es su cerrazón, su tozudez.
Mientras
uno persista en el aislamiento, mientras uno encienda velas idólatras a la
soledad y se crea que separado y recluso en su intimismo podrá atraerse la
Misericordia; el Señor, por su parte mantendrá su mutismo, pero no dejará de
contemplarnos compadecido, ansioso y nostálgico de tenernos cerca de sus mimos
y ternuras. Recordemos que Él no quiere que se pierda, ni uno sólo de los que
el Padre le entregó (cfr. Jn 6, 39), sino reconducirnos a todos a sus Verdes Prados
Celestiales.
Nótese
el parentesco tan cercano que hay entre fe y fidelidad: La palabra
"fe" proviene del latín "fides", que significa lealtad, fidelidad o confianza;
fidelidad -por el otro lado- proviene del latín "fidelitas", que a su vez deriva de "fidelis", que significa "fiel" o
"leal". Lo uno y lo otro se trabaja en comunidad, es -prácticamente
imposible alcanzarlo en soledad- «… a nosotros hoy se nos hace un llamado a tener
esta experiencia de la fe cristiana, en comunidad y no de manera individual. La
frase final del Evangelio confirma esto, pues Jesús dice: “Dichosos los que
creen sin haber visto”, porque ahora el otro, el hermano es el rostro visible
de Dios vivo, pero al hermano lo reconozco en la comunidad de creyentes,
compartiendo una fe común y sintiéndonos dichosos por creer». (Papa Francisco)
Jesús
esperó a la “Siguiente celebración Eucarística Dominical, para garantizar que
sus compañeros discípulos lo fueran a llamar y lo atrajeran a vivir esta experiencia,
(adviértase aquí el papel de los otros “discípulos”, irlo a “remolcar”, justamente
como aquellos que llevaron al inválido en su camilla, y al no encontrar otra
vía, levantaron el tejado y lo descolgaron justo frente a Jesús). Jesús no lo
descartó, espero los ocho días con su amistosa actitud de espera.
¿Por
qué conservó Jesús sus llagas, si podría haber resucitado indemne? Exactamente
por estos Tomases que no pueden superar su incredulidad y que sólo pueden sanar
su increencia tocando la herida o anidando en ella. Para Tomas, la experiencia
de acercar su mano a la herida del costado obró el Prodigio de darle lo que él
no había logrado conseguir: la Fe. Lo que hasta ese momento había sido una
barrera, a partir de aquel instante, como un relámpago de la más pura y santa
convicción, abrió sus sentidos a la evidencia.
Tomas,
tú que pasaste por esa dura experiencia de increencia, ayúdanos con tu intercesión
a que tengamos en nosotros, vida abundante por la fe en Jesucristo.
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