Ecl 1,2;2,21-23; Sal 90(89), 3-6. 12-14. 17; Col
3,1-5.9-11; Lc 12,13-21
Ayúdame, Señor, a
volverme
siempre más rico de tu
pobreza;
rico de una bondad sin
límites
y de una ternura que
enamora;
rico de una
misericordia desmesurada
y de una sabiduría que
capta lo esencial;
… hasta llegar a ser en
Ti, luz de tu Gloria.
Amén
Averardo Dini
Si haces depender tu
vida de lo que tienes, destruyes lo que eres. Lo que creías que era seguridad
de vida, disemina por doquiera huevos de muerte.
Silvano Fausti
La
gente se maquilla por vanidad, se viste por vanidad, usan prendas que dejan amplias
zonas de piel al descubierto por vanidad, compran cierto carro por vanidad, llevan
a cabo algún procedimiento quirúrgico-estético, por vanidad, en fin, después de
estos ejemplos, llegamos a la conclusión que vanidad es, -hoy en día- sinónimo
de engreimiento, fanfarronería y presunción. En ningún caso queremos ocultar
que esta palabra ha llegado a significar eso, pero lo que se quiere mostrar es que,
en aquel entonces, cuando se escribió el Qohélet, su significado era diverso y
se quiso decir otra cosa.
La palabra hebrea הֲבֵ֤ל [habel] es la que se ha traducido por “vanidad”. Pero הֲבֵ֤ל significa “vacío”, “vano”. Demos un ejemplo de lo que significa [habel]: uno coge una vaina de arveja, la abre, y encuentra que dentro no hay ni una sola “pepita”, está “vana”: ese es el significado de esta palabra. Por ejemplo, uno más, uno coge una paja, y por dentro, el palito, es como un tubo, está vacío, eso es [habel]. Aún añadiremos otro dato curioso: en Gn 4, 2 nos enteramos que Adán y Eva tuvieron un segundo hijo, quien precisamente se llama הָ֫בֶל [Habel] "Abel”, tal vez su nombre auguraba que su muerte prematura no le daría tiempo a tener descendencia y quedó “vano”.
La expresión הֲבֵ֤ל הֲבָלִים֙ [habel habalin], 38 veces repetida en este Libro Bíblico -con la que
inicia la perícopa de la Primera Lectura de hoy, tomada del Eclesiastés- es la
que se ha traducido por “Vanidad de vanidades”; pero es sencillamente un
superlativo que se podría entenderse como “totalmente vacío”, “más vacío que un
hueco”, “lleno de humo”, (la vida humana tiene una fugacidad que la reduce a
humo). En un sentido moral, esta oquedad se puede entender como “algo que no
tiene razón ni fundamento”, algo que “no tiene sentido”, que es “absolutamente
absurdo”, se trata de la contradicción inherente entre la búsqueda humana de
significado y el universo inherentemente sin sentido, es el tipo de הֲבֵ֤ל
הֲבָלִים֙ al que remitían Sartre y Camus. El paradigma de esta oquedad
sería el mítico Sísifo, rey de Éfira, condenado por los dioses a empujar una
gran roca montaña arriba. Una vez alcanzaba la cima, la piedra rodaba cuesta
abajo, repitiéndose eternamente la secuencia. Con esta lógica se llegó a
desprender la conclusión que el debate filosófico gira alrededor de una única
pregunta: si uno debe o no suicidarse, idea con la que inicia Camus su obra “El
mito de Sísifo”: porque como dice en el Qohélet (palabra que significa “el que convoca
y preside una asamblea” y que San Jerónimo tradujo por “Eclesiastés”), “de día
su tarea es sufrir y penar; y de noche no descansa su mente”. Qohélet quiere
comprender el sentido de la vida, da vueltas en torno a ella –como el viento de
Ec 1,6: “Sopla el viento hacia el sur, y gira luego hacia el norte. ¡Gira y
gira el viento! ¡Gira y vuelve a girar!”– y se estrella siempre contra el muro
de la muerte, que le lleva a acuñar la frase que le ha hecho inmortal, y con la
que comienza sus reflexiones: “Pura ilusión, pura ilusión, todo es ilusión”, lo
que sería otra manera de traducir el famosísimo [habel habalin].
Se cree que el libro de Qohélet fue escrito alrededor del siglo III a.C., posiblemente en Jerusalén. Los eruditos consideran que está intensamente influido por las nuevas corrientes filosóficas del helenismo -es decir, por la expansión conexa con las conquistas de Alejandro Magno- en el cercano oriente que tuvieron repercusión sobre las tradiciones del pensamiento Israelita.
Miremos
la Segunda Lectura: “se han revestido del hombre nuevo, que sigue
renovándose continuamente por el conocimiento, a imagen de su Creador” (Col 3,
10). Esto se les dice a los cristianos, son ellos los que han resucitado con
Cristo. Eso quiere decir que hay un cambio profundo al hacerse cristiano; uno que
ya no es el que era, el que era ha muerto, el que ahora empieza a ser es un νέον τὸν [neon ton] “hombre nuevo” (Nuevo-él). Pero, notemos que se
nos dice algo más en esta frase de la Carta a los Colosenses: El “Hombre Nuevo”
no es una condición estática que se alcanza de una vez por todas y de una vez
para siempre. El “Hombre Nuevo” se va perfeccionando, se va puliendo en
precisión por medio de su experiencia en Jesucristo, de esta manera dice que
“se va renovando continuamente por el conocimiento”, vive un proceso de
cristificación. Nosotros entendemos este conocimiento como un conocer
personalizado, que se alcanza con el trato asiduo, no se está hablando de un
conocimiento doctrinal o teorético, no se refiere a un conocimiento discursivo
sino a una progresión espiritual que se logra por medio de la incesante
búsqueda de los bienes trascendentes, los “saberes” de la dimensión en la que
vive Cristo, que es la esfera del Trono de Dios Padre, τὰ ἄνω [ta ano] “cosas de arriba”, dado que la dimensión Divina la
parangonamos con lo “Alto”, con lo que está Arriba, con lo que es Superior. A
renglón seguido, nos invita a “tener la mente puesta en “los bienes del cielo”.
Esta es la trasformación tan intensa del creyente cristiano: Ya no tiene la
mente fija en los bienes materiales, ni en las realidades terrenales, sino que
su ser integro está “consagrado” a pensar en Dios para alcanzar, paso a paso, en
procura de alcanzar el pleno revestimiento de “Hombre Nuevo” (hablamos de un
esfuerzo continuado, de la sostenibilidad de este proceso).
¡No
se conforma con eso la Epístola! Nos señala la específica tarea para trabajar
esta “búsqueda”. Nos señala la necesidad de dar muerte a los vicios terrenos,
de la inmoralidad sexual, la impureza, los malos deseos y -hay algo especial
contra lo que se debe luchar- la ambición. Además, se nos dice en la Carta a
los de Colosas que “no nos mintamos unos a otros”.
¿Por
qué Jesús no se implica en la repartición de una herencia? Porque el sentido
del seguimiento discipular no guarda ninguna relación con la ambición de
poseer. El sentido de la vida no está en la abundancia de bienes materiales y
posesiones. ¿Por qué es tan mala la ambición? Pues porque es una forma de εἰδωλολατρία [eidololatría] idolatría. Esto es, algo que nos separa de
Dios y nos conduce hacía falsos dioses. (Cfr. Col 3,5). Claro, la ambición nos
lleva a la idolatría del dinero. Y nos hace perder de vista a nuestro prójimo.
En vez de tener nuestra atención puesta en las personas, la enfocamos en las
cosas. El punto para Jesús es re-ligar, su área de competencia es lo que
realmente nos recompone con Dios y nos reconcilia en Amistad con Él. Para Él la
cuestión es la cuestión religiosa.
«Hubo
una vez un limosnero que estaba tendido al borde del camino cuando vio a lo
lejos venir al rey con su corona, su capa y sus seguidores. Pensó: "Le voy
a pedir y seguramente me dará bastante. Y cuando el rey pasó cerca, le dijo:
"Su majestad, ¿me podría por favor regalar una moneda?" Aunque en su
interior pensaba que el rey le iba a dar mucho más. El rey le miró y le dijo:
"¿Por qué no me das algo tú? ¿Acaso no soy yo tu rey?"
El mendigo no sabía que responder a
la pregunta y dijo: "Pero su majestad, ¡yo no tengo nada! El rey
respondió: "Algo debes de tener. ¡Busca!". Entre su asombro y enojo,
el mendigo buscó entre sus cosas y supo que tenía una naranja, un bollo de pan
y unos granos de arroz. Pensó que el pan y la naranja eran mucho para darle,
así que en medio de su enojo tomó 5 granos de arroz se los dio. Complacido al
rey, dijo: "¡Ves como sí tenías!" Y le dio 5 monedas de oro, una por
cada grano de arroz.
El mendigo dijo entonces: "Su
majestad, creo que acá tengo otras cosas", pero el rey le dijo: “Solamente
de lo que me has dado de corazón, te puedo yo dar".
Es fácil en esta historia reconocer
como el rey representa a Dios, y el mendigo somos nosotros. Notemos que este
aun en su pobreza es egoísta. Ocasionalmente, Dios nos pide que le demos algo
para así demostrarle cariñosamente que somos sus hijos y Él es el más
importante. Unas veces nos pide ser humildes, otras ser sinceros o no ser
mentirosos. Nos negamos a darle a Dios lo que nos pide, pues creemos que no
recibiremos nada a cambio, sin pensar en que Dios devuelve el ciento por uno.
No sé qué te pida Dios en este
momento… ¿Confianza? ¿Sencillez? ¿Humildad? ¿Abandono en su voluntad? No lo sé.
Solamente sé, que por lo que le des, te devolverá mucho más, y recuerda no
darle solamente unos pocos granos, dale todo lo que tengas, pues sinceramente,
VALE LA PENA.»[1]
Según el cuento-parábola no sabemos que nos pide Dios en este momento, pero según Colosenses ¡sí! Repasemos: dar muerte a los vicios terrenos, de la inmoralidad sexual, la impureza, los malos deseos y -ese algo especial que se debe descartar- esa es la ambición. Pues bien, La Segunda Lectura se saca del capítulo 3, los versos 1-5 y luego, 9-11. O sea que prescindimos de los versos 6-8. Pero en particular, en el verso 8 nos señala otras cosas que debemos rechazar, (que no las leemos porque hoy el foco de las Lecturas está en el tema de la ambición y estas “desviaciones”, estas “vanidades” no pertenecen a este “foco”); pero –bien vale la pena nombrarlas-: enojos, malas intenciones, ofensas y que no salgan groserías de nuestra boca. También se nos pide, en la Carta a los de Colosas, que “no nos mintamos unos a otros”.
Pues
bien, tenemos todo un programa de trabajo para revestirnos de la calidad de
Hombres Nuevos. ¡Sabemos lo que Dios nos pide porque la epístola nos lo indica
explícitamente!
Así,
desembocamos justo en el Evangelio. Allí se nos propone la pregunta clave: «¿De
qué nos salva el Cristo? ¿Qué es la Redención, la Salvación, la Liberación? La
cuestión es vital, pues se podría formular también con el interrogante: “¿En
qué consiste el ser cristiano? Cristo nos salva de esta soledad, de este
encierro, del congelamiento de nuestro yo, dándonos la capacidad de descubrir y
de comunicarnos con el Otro.»[2] O sea que aquí se nos
propone un nuevo enfoque convergente con el de la Carta a los Colosenses, para
alcanzar la meta de ser “Un Nuevo él”.
Podríamos
quizá explicar el asunto de la conversión en “Hombre Nuevo” explicándolo como
un proceso de humanización. Una vez alcanzada la hominización, se debe vivir el
proceso de humanización. Pero para podernos humanizar tenemos que plantearnos
la pregunta teleológica. ¿Cómo es el “Hombre Nuevo”? ¿Cuáles son sus
características definitorias? El gran interrogante de la humanización radica en
saber ¿qué es el verdadero hombre? ¿Será -por ventura- dedicarse a vacuidades?
¿Concentrarse en lo “habel”? Una respuesta transitoria es la de afirmar que el
Hombre verdadero es el que corresponde a la fiel imagen de la “imagen y
semejanza” a la que fuimos creados. Pero enseguida notamos que es una respuesta
truqueada que no contesta nada. La luna es la luna y el hombre es el hombre. Y,
no fácilmente se puede escapar de este círculo vicioso. Pero podemos por lo
menos ampliar el radio, de tal manera que no volvamos al mismo punto, sino a
uno que esté más lejano al centro interrogativo, y más cerca del “conocimiento”
(otra vez estamos en el conocimiento experiencial del que habla Colosenses),
moviéndonos sobre la espiral. Remontándonos más alto para re-ligar. Para
re-conectar con Dios.
Comunicarnos
con el Otro, pasa por un entrenamiento en la comunicación –primero que todo-
con el otro. Ya sabemos que el Otro es especialista en disfraces y usa la
careta de algún otro –que ni nos imaginamos- para salirnos al encuentro y
venirnos a buscar. Al otro nos acercamos con el verdadero amor de amistad, «…
el amor de amistad consiste en agradar en todo al Amigo, en devolverle amor por
amor, en no negarle nada de aquello que nos pida. Aquello que nos pide es
sencillamente que hagamos su voluntad en todo, en lo importante y en lo
ordinario, poniendo en ello toda la fe y la caridad de que somos capaces.»[3]
¡Esta
es la paradoja de la riqueza! La riqueza nos distancia de los otros. La
ambición promueve la riqueza y, nos distancia de lo humano. Ni nos acercamos a
los otros, ni nos aproximamos al Otro. Nos trae a la mente aquel breve relato
en el cual el marido le decía a su esposa: “Querida voy a trabajar muy duro
para que algún día seamos ricos. A lo que su esposa le contestó: Ya somos
ricos, querido. Nos tenemos el uno al otro. Tal vez algún día también tengamos
dinero”.
¿Qué
es lo que se propone el rico del Evangelio? En vez de poder fraguar un proyecto
de solidaridad, de fraternidad, lo que cocina su pobre “yo” es un proyecto
destructivo: “…demoler los graneros y hacer otros más grandes”.
«La
justicia del reino consiste en reproducir en la tierra la imagen de Dios, que
es la persona que anhela en todos sus actos y en todas sus relaciones un
vínculo de amor; es el hombre que descubre que su realización puede cumplirse
sólo en el amor. Cosa imposible si no se es pobre. Es decir, si no se libera en
su devenir de todos los deseos que lo hacen centrarse en sí mismo e impiden la
entrega al otro.»[4]
Para poder decodificar el ensamble de estas Lecturas de hoy, tomaremos como recurso el numeral 203 de la Laudato si’:
«Dado que el mercado tiende a crear un mecanismo
consumista compulsivo para colocar sus productos, las personas terminan
sumergidas en la vorágine de las compras y los gastos innecesarios. El
consumismo obsesivo es el reflejo subjetivo del paradigma tecno económico.
Ocurre lo que ya señalaba Romano Guardini: el ser humano «acepta los objetos y
las formas de vida, tal como le son impuestos por la planificación y por los
productos fabricados en serie y, después de todo, actúa así con el sentimiento
de que eso es lo racional y lo acertado»[5].
Tal paradigma hace creer a todos que son libres mientras tengan una supuesta
libertad para consumir, cuando quienes en realidad poseen la libertad son los
que integran la minoría que detenta el poder económico y financiero»[6].
Así,
las codicias, la ambición, son la jaula que nos distancia y nos aliena. La
libertad nos espera con los brazos abiertos para que podamos ejercitarnos en la
desalienación de todas las idolatrías que coartan al Hombre Nuevo. La verdadera
fraternidad hace innecesario el arbitramento del juez que zanja las disputas
sobre herencias. Jesús no vino a ser juez o arbitro de repartos familiares sino
a construir el Reino, es decir, a hacernos capaces de reconocernos hermanos,
como verdaderamente lo somos, ontológicamente hablando; para que compartamos.
En
mayo del 68, un muro de la Sorbona decía: “Una sociedad nueva debe estar
formada sobre la ausencia de todo egoísmo y de toda egolatría. Nuestro camino
será una larga marcha de fraternidad”. Adueñamos de esas palabras, porque esa
nueva sociedad es el Reino y sus ciudadanos, los “Hombres Nuevos” y los hombres
nuevos comprenden desde el centro de su corazón que todos somos hermanos: ¡Para
que reine la fraternidad!
«Las actitudes que obstruyen los caminos de solución, aun entre los creyentes, van de la negación del problema a la indiferencia, la resignación cómoda o la confianza ciega en las soluciones técnicas. Necesitamos una solidaridad universal nueva. Como dijeron los Obispos de Sudáfrica, «se necesitan los talentos y la implicación de todos para reparar el daño causado por el abuso humano a la creación de Dios»[7]
Soluciones
nuevas y solidaridad nueva para que las implementen “hombres nuevos”.
[1] Agudelo, Humberto A. VITAMINAS DIARIAS PARA EL
ESPÍRITU 2. Ed. Paulinas. Bogotá – Colombia. pp. 42-43
[2] Paoli,
Arturo. LA PERSPECTIVA POLÍTICA DE SAN LUCAS.
Siglo XXI Editores. Bs.As. –Argentina 1972 p. 51
[3] Galilea.
Segundo. LA LUZ DEL CORAZÓN. Ed. San
Pablo. Santafé de Bogotá D.C. – Colombia 1995. p.126
[4] Paoli, Arturo. DIALOGO DE LA LIBERACIÓN. Ed. Carlos
Lohlé Bs. As. –Argentina 1970 p. 150
[5]
Guardini, Romano. EL OCASO DE LA EDAD MODERNA. Madrid 1958, 87
[6] S.S. Francisco. LAUDATO SI’ #203 Ed. Paulinas.
2015 Bogotá, D.C. -Colombia p. 170-171
[7] Conferencia
de los Obispos Católicos del Sur de África, Pastoral Statement on the
Environmental Crisis (5 septiembre 1999). Citado ´por Papa
Francisco Ibid #14 p. 16
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