Dt
34, 1-12
Cuidar las semillas que sembremos, serán los árboles del
mañana
Hoy
tenemos otra perícopa sacada del Deuteronomio, se trata del capítulo final de
este Libro, y con ella concluimos nuestro Lectura del Pentateuco. A partir de
mañana leeremos del Libro de Josué, por tres días, del jueves al sábado. Hoy
vamos a leer sobre la muerte de Moisés.
El
planteamiento de la perícopa de hoy nos hace pensar que Dios emplazó a Moisés
en este lugar específico y determinado para, desde la altura del Monte Nebo
-desde la altura del פִּסְגָּה [Pisgá] que significa “hendidura”, quizá porque la cumbre del
Nebo está formada por dos picos separados por una grieta, desde allí se puede
visualizar hasta Engadí, al sur del territorio Israelita, mostrarle a la
distancia el panorama de la Tierra Prometida, como una firme demostración de que
nada de lo prometido se incumpliría, y todo cuanto se vaticinó a los
Patriarcas: Abrahán, Isaac y Jacob, le fue permitido contemplarla en la
distancia, como un sembrador de árboles frutales que contempla el huerto
completo y los ve todos que alcanzaron su fértil y sólida consistencia, más no
le fue posible hollarla con sus propias plantas, pero que a todo lo largo de la
vida, mientras sembraba, regaba, podaba, desyerbaba, se nutrió del Maná que
Dios le proveyó ; y, después murió.
Sus
despojos mortales fueron sepultados en el valle -estepario- de Moab, pero la
ubicación precisa de su tumba sigue siendo un enigma arqueológico. Se hizo
duelo por Moisés durante treinta días, y luego, se volteó la página para
empezar a escribir la historia de Josué, a quien Moisés trasmitió el mando, por
medio de la “imposición de manos”.
En un pueblo rodeado de
cerros habitaba un loco, la gente del pueblo le llamaba así: “EL LOCO”. Este
viejo ocupaba su vida sembrando árboles en todas partes donde pudiera, él
sembraba semillas de las cuales nunca vería ni las flores ni el fruto, y nadie
le pagaba por ello y nadie se lo agradecía, nadie lo alentaba, por el
contrario, era objeto de burla ante los demás. Y así pasaba su vida, ante la
burla de los demás, poniendo semillas, plantando arbolitos, sin esperar frutos
para saborearlos.
Y sucedió que un día
cabalgaba por esos rumbos el Sultán de aquellos lugares, rodeado de su escolta
y observaba lo que sucedía verdaderamente en su reino, para no escucharlo a
través de la boca de sus ministros. Al pasar por aquel lugar y al encontrarse
al Loco le preguntó: “¿Qué haces, buen hombre?”
Y el viejo le
respondió: “Sembrando Señor, sembrando.”
Nuevamente inquirió el
Sultán: “Pero ¿cómo es que siembras? estás viejo y cansado, y seguramente no
verás siquiera el árbol cuando crezca. ¿Para qué siembras entonces?” A lo que
el viejo contesto: “Señor, otros sembraron y he comido, es tiempo de que yo siembre
para que otros coman.”
El Sultán quedo
admirado de la sabiduría de aquel hombre al que llamaban LOCO, y le dijo: “Pero
no verás los frutos, y aun sabiendo eso continúas sembrando. Por ello te
regalaré unas monedas de oro, por esa gran lección que me has dado.” El Sultán
llamo a uno de sus guardias para que trajese una pequeña bolsa con monedas de
oro y se las entregó al viejo.
El sembrador respondió:
“Ves, Señor, como ya mi semilla ha dado fruto, aún no la acabo de sembrar y ya
me está dando frutos, y aún más, si alguna persona se volviera loca como yo y
se dedicara solamente a sembrar sin esperar los frutos sería el más maravilloso
de todos los frutos que yo hubiera obtenido, porque siempre esperamos algo a
cambio de lo que hacemos, porque siempre queremos que se nos devuelva igual que
lo que hacemos. Esto, desde luego, sólo cuando consideramos que hacemos bien, y
olvidándonos de lo malo que hacemos.”
Y terminado esto,
partió el Sultán junto con su escolta, y el Loco siguió sembrando y no se supo
de su fin, pero él había cumplido su labor: realizó su misión.
Josué
será mostrado como un Segundo Moisés, pero, hoy, al cerrar las páginas del
Pentateuco, nos encontramos de plano con la aseveración de que como Moisés no
hubo otro. A nadie le habló Dios con esa cercanía, con ese nivel de amistad, con
esa entrega tan exclusiva al pronunciar para él Su Glorioso Nombre, ni a otro
le mostrará el Rostro, como Zarza que arde sin consumirse.
Habrá que esperar al Nuevo Testamento, donde Mateo nos mostrará en su Evangelio quien es el segundo Moisés. Todos somos Moisés, pero también Adán, Abel, Noé, Abrahán, Isaac, Israel, y también Josué. Cada uno tenemos una misión, no para saborear los frutos, sino para sembrar mañanas promisorias.
Con
nuestra ideología amante de los castigos, le hemos inventado un “pecado” a
Moisés y hemos añadido como “castigo” no entrar en la Tierra Prometida… se puede
enfocar así; pero con esa mirada en barrido, que vio -de extremo a extremo- toda
la extensión de la Tierra Prometida, fue una toma de posesión -en nombre del
Pueblo Escogido- de toda ella. Con su muerte, en el Umbral de la Tierra de
Promisión, se ofrenda a sí mismo, poniendo en el Altar, toda su existencia, consagrada
a llevarnos hasta el Monte Nebo.
Se
dice que, y nosotros también lo hemos repetido -quizás contribuyendo a expandir
un error- que el pecado estuvo en que Moisés golpeo por dos veces la roca para
ordenar la salida del agua y que manara como fuente generosa. Este detalle nos
lleva a clarificar -y es como siempre muy didáctico, porque Dios siempre es
Didáctico en su Palabra- que debe haber coherencia entre los medios y los fines
que se pretenden alcanzar: si queremos alcanzar tempestades, podemos sembrar
vientos, más si queremos alcanzar Paz los medios serán necesariamente medios
gentiles, amables, plenos de ternura.
En aquel episodio Dios no le ordenó golpear la roca, ni una, menos dos veces, porque golpear la roca es un medio violento; Dios le ordenó que le hablará a la roca (véase Nm 20, 7s), exactamente como luego Jesús nos hablará con palabras y gestos de dulzura inenarrable.
Sal
66(65), 1b-3a. 5 y 16-17
Salmo
de Acción de Gracias, Dios ha actuado como un Dios de largueza hasta el
derroche, como un Papá Regalón, el salmo se esfuerza en expresar la gratitud
que merece tanta Munificencia. Pero no son gratitudes desligadas de la
liturgia. Los ritos del Templo señalaban el momento de dar rienda suelta a los
reconocimientos. Similar al ofrecimiento eucarístico cuando se ofrece la
Eucaristía por los “favores recibidos”, lo que tiene su momento y no se hace,
cuando a uno se le ocurra, o, en plena liturgia, alguien empieza a dar voces
para expresar el testimonio del bien que Dios le concedió, con altísimo riesgo
de presunción. ¡No! se le señala al Presidente -que, no lo olvidemos, oficia en
persona Christi- para que, en el momento previsto para tal fin dentro de la
liturgia, con los Labios de Jesús lo mencione y lo agradezca. Bien enseña la liturgia
que a los fieles toca todo y sólo lo que en el propio Misal se señala, y
absolutamente nada más: al Presidente le toca lo suyo y a nosotros solamente lo
que nos corresponde. Pero, el verdadero acto Eucarístico, lo efectúa Jesús y
solo Él, que es Víctima, Sacerdote y Altar.
No
con poca ingenuidad y por puro desconocimiento, muchas personas incurren en
gestos estrafalarios, totalmente ajenos a la liturgia, para llamar la atención
y hacerse notar -no dudamos que esas personas están muy agradecidas y que han
recibido favores tan especiales que inclusive con todo lo extravagante de las
acciones ejecutadas, no se alcanza a dar suficiente testimonio de la Grandeza
Infinita del Señor- y esto pasa, porque no se ha inculcado suficientemente
bien, que el culto no lo rendimos nosotros, el culto litúrgico (disculpen la
redundancia, si es litúrgico tiene que ser culto) lo rinde Jesucristo, Sumo y
Eterno Sacerdote; es Él quien sabe a fondo, cómo le gusta al Padre que se le
rinda Adoración, y es Él el Único Sumo y Eterno Sacerdote que a la vez es Víctima
Propiciatoria y lleva hasta el Kapporet, la Sangre del Cordero, Su Propia
Sangre, y la ofrenda como Eucaristía (Acción de Gracias).
Son sólo dos estrofas, las que conforman la perícopa que proclamamos en esta fecha:
En
la Primera, se convoca al agradecimiento a todos los vivientes en la tierra,
porque Dios realiza “obras יָרֵא temibles”, este “temibles” hace alusión a que son descomunales,
podemos hablan de “portentos”, que asombran hasta el temor. ¡Son atemorizantes!
Cuando algo se sale de lo normal y se exagera, llega a rayar en lo temible. Y,
es precisamente porque ese Poder que Dios demuestra es tan descomunal, que los
adversarios “tiran la toalla”.
La
segunda estrofa agrupa 3 versos. Llama para que se congreguen a admirar las
proezas del Señor, que Él hace en favor de los humanos; pero concluye
convidándolos a oír su testimonio -el del salmista- que quiere señalarles lo
que ha hecho -en particular- a su favor personal. Hay pues un cambio de
persona, de tercera persona, invitándolos, pasa a primera persona, para
ofrecerles narrar lo que él ha recibido favoreciéndolo.
El
verso responsorial nos descifra cuál es ese favor que el salmista testifica:
que le ha devuelto la vida, lo que se puede resumir con una sola palabra, lo ha
“resucitado”. Nos ha concedido volver a vivir, nos ha regalado una n-ésima
oportunidad
Mt
18, 15-20
Las etapas en este
itinerario indican el esfuerzo que el Señor pide a su Comunidad para acompañar
a quien se equivoca, para que no se pierda. Es necesario ante todo evita el clamor
de la crónica y los chismes en la comunidad. Esto es lo primero que hay que
evitar.
Papa francisco
Esta
parte del discurso eclesial puede perfectamente dividirse en dos
apartados:
a) El tema de la
“corrección fraterna, donde la idea y el objetivo no apuntan al castigo, ni al
escarmiento, sino a la edificación de la comunidad, a la Reconciliación, es
cuando alguien “nos ha ofendido”.
b) La autoridad y la
potestad de la Iglesia está respaldada por Jesús.
La corrección fraterna comprende tres pasos,
1) La etapa personal y
privada, donde se procura resolver sin hacer crecer el asunto ni que pase a
mayores.
2) Pero si eso no basta, ahí si se incorporan
“testigos”, personas ecuánimes que ayuden a solventar. Nunca se procura el
escarnio.
3) Finalmente, cuando
no se ha conseguido nada; se informa a la comunidad, porque las medidas que
habría que acuñar, irían en detrimento de toda la ἐκκλησίᾳ [ecclesia] comunidad.
«Porque
ustedes saben que las palabras matan. Cuando hablo mal y hago una crítica
injusta, cuando descarno a un hermano con mi lengua, esto es asesinar la
reputación del otro. También las palabras asesinan. ¡Vamos, con esto,
seriamente!» (Papa Francisco)
Por eso todos deben estar al tanto. Sí no se lograr el re-direccionamiento necesario, se procede a la “excomunión”. La persona será tratada como “un pagano o como un publicano”. La pertenencia a la Comunidad eclesial está en dependencia total del cumplimiento, del respeto hacia los otros miembros de tal comunidad. El que contraviene, el que no acepte la corrección, aquel perderá su pertenencia.
En
el segundo apartado se recibe respaldo y autoridad para:
i) Prohibir y/o permitir,
condenar y/o absolver: es una autoridad en el área espiritual.
ii) Pedir cualquier
cosa a nombre de la Comunidad (eclesial) donde no tiene que haber una multitud,
ya con dos o tres que estén presentes hay קָהָל [qahal]
“Asamblea de Dios”, porque allí estará su Presencia.
Aquí
el tema es complejo y la exegesis delicada. La corrección fraterna muchas veces
se falsea y se construyen guetos -en el habla popular se denominan “roscas”- para
acorralar a otros y torcer la fraternidad y disculpar errores que dañan e
intoxican a la Iglesia; no pocas veces a las personas se las aleja y se las
margina, porque algún grupúsculo se enfrasca en cierto fundamentalismo y
presiona para sostener supuestas “tradiciones”.
Todos somos responsables de la sinodalidad, todos la tenemos que cuidar: hay que fomentar buenos climas de dialogo -sin hipersensibilidades- y, claro está, proponernos superar la cerrazón, defendiendo las verdaderas tradiciones. Que no haya roces y tiranteces entre diversos ministerios y servicios. Nos parece que hay valores “innegociables” que son los pilares de la Iglesia: el amor, la verdad, la fraternidad y la justicia. Ninguno de ellos cuatro estará por debajo.
Hay, además, lastimaduras y heridas que viene de muy atrás y cuya sanación no podemos obliterar. Nuestras Comunidades son piezas del Reino, articuladas -formando el Cuerpo Místico- todas valiosas, a veces, bosquejos muy difuminados, todavía muy primarios. Roguemos al Cielo para crecer, pero no dejemos oculta -detrás de las plegarias- nuestra parte en la responsabilidad de esa maduración.
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