sábado, 3 de agosto de 2024

Sábado de la Décimo Séptima Semana del Tiempo Ordinario

 



Jr 26, 11-16. 24

Esta perícopa pertenece a un bloque que se ha intitulado “Jeremías, profeta auténtico”:

 

Coherencia, firmeza, fidelidad y parresia, son rasgos muy definidos en Jeremías. Parece que él no se da cuenta del riesgo que conlleva declarar el Mensaje con tanta precisión y sin disimular nada. La figura de Jeremías para nosotros es paradigmática de quien se compromete con la Palabra.

 

Hay en el pecho de Jeremías una intensa comprensión de la Voluntad que Dios tiene de comunicarse con nosotros. Los profetas -todos ellos- parasen saber que Dios habla, que habla siempre, y que el ministerio que se les ha encomendado no admite, ocultamientos, medias tintas ni melifluidades, como lo decíamos ayer, no se trata de teñir de demagogia la predicación. Si hay algo admirable en ellos, es precisamente su consciencia de estar aportando a un Proyecto Divino, y que su Ministerio es el Canal para que el Mensaje pueda transitar.

 

Parte de esa consciencia ministerial es saberse sólo una parte de una serie; no se declaran ni se piensan detentadores del proyecto total, sino piezas de un “todo mayor”, la Economía Salvífica: ¡Eslabones de una cadena y no la cadena entera!

 

Junto a esto, el profeta también entiende que, si bien él representa solo un momento del proceso total, sin ese eslabón, la cadena estaría rota. Esto es lo que llamamos fe, ya que la fe no es una entidad abstracta, que uno sencillamente dice poseerla. La fe tiene diversas manifestaciones que son acciones muy concretas, que visibilizan “esa fe” y demuestran que existe. Jeremías “habla”, no calla, no se silencia, dice lo que tiene que decir, cumple su encargo, aun cuando su vida quede amenazada.

 

Detengámonos un momento para observar mejor a Jeremías, su fe consiste -no en aprovechar un buen momento, optimo por lo dispuestos y receptivos que están los escuchas, que ya en su corazón han aceptado lo que se les va a decir. Verdaderamente la parresia consiste en entregarles el mensaje por muy indispuestos y recalcitrantes que se muestren.

 

Evidentemente la perícopa de hoy es directa continuación de la que vimos ayer, perecería que la prenda en disputa es el Templo, pero en realidad el asunto en cuestión es la fidelidad y la respuesta del pueblo elegido, somos nosotros -seres vivos, pensantes y creyentes- los que conformamos el “pueblo de Dios”, y no algún edificio, que no es más que un lugar donde podernos congregarnos, en calidad de convocados. Corrían los tiempos del rey Josías quien, al igual que su hijo, Godolías, mantuvieron sólida amistad con Jeremías, hasta el 586 a.C. cuando Jerusalén fue destruida.

 

Brota, de suyo, un teorema útil a nuestro compromiso discipular-y-misional: Nunca podremos callar lo que Dios nos ha “revelado”, porque siempre hay alguien que pende de nuestra responsabilidad para confesar y testimoniar esa “fe”. Siempre hay alguien que depende de nuestro profetismo para poder dar el paso y entrar en el área de “los llamados”. Por tanto, podemos decir que nuestro profetismo será -para alguien- una cuestión “de vida o muerte”.

 

Consciente del borde riesgoso que está pisando, Jeremías les dice que hagan con él lo que les parezca, pero si llegan a atentar contra su existencia tendrán por siempre sus manos tintas de sangre inocente.

 

Surge, entonces, un corolario de los últimos versos de la perícopa: Siempre habrá alguien que sea capaz de reconocer que está en juego un encargo Divino, que mueve la comunicación profética, hoy, en la Lectura, son los magistrados los que declaran, en defensa de Jeremías: y reconocen que lo que les ha dicho no son sus propios pensamientos, sino que “les ha hablado en Nombre del Señor nuestro Dios”.

 

Solemos llamar “ángeles” a estas personas que ponen en juego sus artes, cargo y oficio para -como Ajicán, oficial de alto mando- intervenir y mantener a salvo la vida del “profeta”.

 

Sal 69(68), 15-16. 30-31. 33-34

Hoy vamos a continuar con otros 6 versículos del mismo salmo de súplica, atribuido a David y que empezamos a trabajar ayer.

 

La súplica brota en un momento realmente álgido. Ya decíamos ayer que David se sentía total y absolutamente aislado, sin apoyo, sin respaldo, sin copartidarios, sin refuerzos, hy- en algún momento dice que “el agua le llega al cuello”.

 

Siente que n tiene donde hacer pie, porque está en un fango cenagoso, arenas movedizas que lo dejarán hundir. Son imágenes que usa el salmista para expresar sus afanes y penurias, su soledad y abandono. También compara su situación con una persona que no puede vadear una corriente porque el agua es muy profunda y no puede caminar y avanzar usando el fondo como piso de sus pasos.

 

Refiriéndose a su clamor elevado a Dios, tiene una metáfora, es como una persona desgañitada de gritar, ronce de clamar, afónica con su garganta ya desfallecida.

 

Otra imagen, muy diciente, es que en su agotamiento y desesperación siente que se le va la vida y dice que “ya se le nublan los ojos.

 

Con los seis versículos se organizan tres estrofas:

 

En la primera: Clama para que no se hunda en el cieno y el fango lo devore. Que el agua no lo ahogue.

 

En la segunda: Él se voltea a mirar y ve en sí mismo a un “malherido” más que medio muerto. Y ruega, tratando de poner su propia imagen en los Ojos de Dios. Ofrece pagar su rescate a punta de himnos y canticos agradecidos.

 

En la tercera, invita a los humildes, a alegrarse, como si ya reconociera cabalmente que Dios simpatiza con los “humildes” preferencialmente. Dice que “El Señor escucha a los pobres, no desprecia a los cautivos”.

 

El verso responsorial parece reconocer que Dios obra en el momento que lo tiene previsto: ni antes, ni después. Ese es el “día de la Gracia”, que hay que saber aguardar pacientemente. ¡El Señor responderá, cuando llegue esa fecha, porque lo habrá escuchado!

 

Mt 14, 1-12

Juan el Bautista, profeta autentico

Lo que me impresiona es la multiplicidad de las personas, de las pasiones, de los intereses, de las mezquindades, de las bellaquerías, de las crueldades que giran alrededor de Juan Bautista: Herodes, Herodías, la hija, los invitados, los asesinos, los guardias, todos parecen esclavos de una lógica de poder, de temor, de envidia, de venganza, de sensualidad.

 Y el bautista, en medio de todas estas tragedias de la vida, lleva serenamente a término su misión de precursor de Jesús, en la vida y en la muerte.

Carlo María Martini

 



Herodes Antipas, -hijo de Herodes el Grande- apodado el tetrarca, es decir el gobernador de “la cuarta parte” del territorio que les heredó su papá. Será, en la perícopa de hoy, el antagonista de Juan el Bautista.

 

El episodio es traído a colación porque Herodes cree ver en Jesús, a Juan el Bautista, que vuelve resucitado ¡el que la debe la teme!

 

¿Qué debía? Pues nada más y nada menos que la vida. Lo había mandado a encarcelar porque no le alcahueteó que viviera amancebado con Herodías y que era la esposa de su hermano Filipo (que era nieta de Herodes el Grande, o sea que venía a ser sobrina-nieta de Herodes Antipas). Por eso lo quería matar, pero “el miedo no monta en burro”, Herodes Antipas le tenía miedo a los muchos simpatizantes que tenía Juan y que veían en él a un verdadero profeta. Y, lógico que lo vieran así, porque lo era, al denunciar al poderoso que siempre tuerce la ley a su acomodo: aquello de que “la ley es para los de ruana” sigue vigente, se legisla para apabullar al que no puede “comprar” a los jueces y a los tribunales; el que los puede comprar, podrá -en consecuencia- manipular la ley. ¡Así ha sido! ¿Hasta cuándo, Dios mío?

 

Con motivo del cumpleaños de Herodes, le hicieron una fiesta y la tal Salomé lo fascinó con un bailecito, “un divertimento de cadera y vientre”, que lo llevó a ofrecerle -como diploma de premio- lo que ella quisiera pedirle.

 

Claro que la moral asesina de su mamá, no perdió la oportunidad de quitarse de encima la censura, y “alegó el libre desarrollo de la personalidad” que estaba entrabado con la crítica de Juan el Bautista que señalaba la piedra de escándalo que era Herodes como amante de la esposa de su hermano.

 

Así que en vez de diploma o medalla pidió “la cabeza de Juan el bautista”. Alegando que no podía faltar a su palabra y que había hecho público juramento de darle lo que pidiera; el rey lo ordenó y le trajeron el regalito-premio en una bandeja, que ella -hija fiel- le alcanzó a su mamá para que lo pusiera en la repisa, frente al tálamo del adultero dormitorio.

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