lunes, 26 de agosto de 2024

Lunes de la Vigésimo Primera Semana del Tiempo Ordinario



2Tes 1, 1-5. 11b-12

Vocacionados para crecer en comunidad como hijos y hermanos

Viene ahora un brevísimo cursillo sobre la Segunda Carta a los Tesalonicenses, en tan sólo tres lecciones (lunes-miércoles). Es muy claro que en la comunidad de Tesalónica -en Macedonia, en el norte de Grecia- había uno que otro judío, pero esta comunidad estaba principalmente integrada por griegos. Esta Carta fue escrita en Corintio, probablemente en el año 51, unos veinte años después de la Crucifixión. La comunidad había sido fundada por el propio Pablo a finales del 49 e inicios del 50, en un periodo de, aproximadamente, tres meses.

 

Hoy día existen muy serias dudas que esta carta fuera verdaderamente dirigida a los tesalonicenses, e inclusive, nos encontramos con severas dudas sobre la autoría de Pablo, lo que no debe darnos pie a desconfiar que sea Palabra de Dios, recordando con honda nitidez que ha pertenecido siempre al canon. En el inicio de la Carta se lee que los remitentes son Pablo, Silvano y Timoteo; acto seguido, el saludo se cimienta en la Gracia y la Paz que dan Dios Padre y Jesucristo. Continuando con un enfoque sobre la gratitud porque la fe y el amor mutuo entre todos los miembros de la comunidad. Esto de qué nos habla, de la estabilidad y solidez de la iglesia que allí se había fundado y de cómo esa Iglesia no dependía, ni estaba materializada en alguna edificación, eran los vínculos fraternales y la sinodalidad que se expresaba entre los diversos “miembros” (del Cuerpo Místico de Cristo) lo que les concedía su identidad.

 

En el verso 5 encontramos el verbo πάσχω [padcho], conjugado πάσχετε [paschete] “que ustedes sufren”, “que están soportando”, “que aguantan”, “que los hace conscientes”, “que los ha llevado a sensibilizarse”. Esta expresión no es simplemente “paciencia”, no es pura resignación, ¡es resistencia!


 

Estamos asistidos por “el Pensamiento de Dios”, que nos reviste de una perseverancia en el compromiso con toda obra buena, y llevándonos a adelantar todo el compromiso de la fe coherentemente. Esa coherencia conlleva una Corona, al resistir se demuestra y se dan señas inconfundibles del Poder de Dios y de Jesucristo, glorificando con ello su Santo Nombre. De tal manera, a la persecución han respondido con la perseverancia, con la firmeza:  Demostrando ser Dignos Ciudadanos del Reino.

 

No debemos diluirnos en aplausos para ellos. Ellos -según el Querer de Dios- nos interrogan sobre nuestro propio compromiso en la construcción de la sinodalidad. Virtud que no brota de ninguna cualidad extrema de algún superhéroe, sino que emana de la Locura-del-Amor. Y esa demencia es la verdadera “Valentía” que Dios pone en nosotros para transparentarse en nuestra debilidad e insignificancia. Su Gloria -tampoco se debe interpretar la Gloria de Dios como Vanidad Divina, como sed de reflectores, sino como la fuerza trans-histórica que lleva a cabo el Bien Prometido-, los buenos propósitos que nos animan y nos mueven condimentados de fe, o sea, de la lógica actuante de Dios.

 

Para tal, hemos sido vocacionados, pero nuestra vocación también es purificada por una Ascua Viva que nos purifica y nos quema con un ardor análogo al de los dos de Emaús cuando el Señor les explicaba las Escrituras, donde residen todos los Secretos del Reino. Ese ardor es el del Espíritu, que nos hace clamar Abba. Cuando decimos Abba, hacemos consciencia de ser sus hijos, y eso implica que seamos hijos fieles, hijos dignos, conforme los hijos que Él quiere tener.

 

Sal 96(95), 1-2a. 2b-3. 4-5

Aprender a señalar lo maravilloso

Este es un salmo del Reino. Nos convoca. Nos llama para que seamos anunciadores, para proponerles a otros el seguimiento, para convidarlos a que se nos unan, a entonar a coro “Cantos Nuevos”.  ¿Se trata de inventar la temática y el contenido del Nuevo Canto? ¡No!

 

La esencia de este Canto Nuevo está dada. Tenemos que saber actualizarla, vitalizarla, abrir de par en par sus compuertas, dejarla descubrir, permitirle deslumbrar. No se puede callar que es un llamado Misionero, y, además, un llamado a todos los habitantes de la tierra. Obsérvese que no se trata de una imposición. Sino de una convocatoria, salir a repartir las invitaciones a la Boda del Cordero. Desconfiemos de todos los que quieran imponernos su parecer con medios coercitivos.

 

Se trata de organizar un coro, el coro es -por excelencia- la imagen de la armónica sinodalidad. Cada uno canta la parte que le toca; cada uno da lo mejor de sí, y todos van al unísono, nadie se debe adelantar, nadie se puede atrasar. Nadie debe salirse de tono. Tampoco, ningún “batuta” reparte coscorrones. Ninguno brilla por destacarse, todos brillan por su coherencia, por su afinación, el brillo no es de la parte, el brillo es del conjunto. Todos con un solo corazón.

 

Ese corazón unificado lo que quiere es loar al Señor. Esa es su única razón y su único propósito. Nadie supera al Señor, nadie lo sobrepasa, en eso radica su Grandeza en eso estriba su Dignidad.

 

Eso exige desenmascarar todas las idolatrías. Despojarnos de todo nuestro egocentrismo, todo egoísmo, todo interés aislado, es paganismo, nos lleva a la gentilidad. No juguemos a que todos los demás tienen razón sólo y únicamente si están de acuerdo conmigo. Existen disonancias que conviven en la partitura para hacer resplandecer la integridad de toda la obra. Contemos Sus Maravillas, no arguyamos que sencillamente son maravillosas porque son las que acepto. Sepamos que las aceptamos porque verdaderamente provienen del Artífice del Cielo y la tierra y del que obra prodigios en la historia.

 

Mt 23, 13-22



Nos vamos a encontrar en este capítulo 23, con “7 ayes de Jesús”. Vamos a mirar hoy los tres primeros. Mañana y pasado mañana veremos los otros.

 

Trabajar la Misión que Jesús nos entrega, exige de nuestra parte, estar muy atentos, para movernos dentro del cauce que Él nos indica, y no desbordar las riveras que conducen a un corrupto liderazgo religioso. Hoy Jesús los desenmascaran mostrando que son los que “cierran a los hombres el Reino de los Cielos”.  En aquella época eran los escribas y los fariseos. ¿Quiénes son o somos hoy día?

 

1)    Ay de vosotros los que cerráis el Reino de los Cielos a los hombres.

2)    Ay de vosotros, … recorréis mar y tierra para hacer un prosélito

3)    Ay de vosotros, … que decís “Si se jura por el Santuario no es nada, pero el que jura por el oro del santuario, queda obligado; además -precisaban- jurar por el altar no obliga, jurar por la ofrenda que está en el altar si obliga.

 

Evidentemente hay una forma de legalismo que se detiene en “detalles”, que adora la casuística -y no es difícil incurrir en ella cuando se matiza con “escrupulosidad” lo que nos acerca o nos aleja del Reino. Aquí resulta exacto reafirmar que el Reino no es un lugar, un territorio geográficamente definido, sino una Persona, Jesucristo; y entrar en Él, significa aceptarlo a Él. Y Jesús, en vez de restringir la entrada lo hacía “acogedor”, “abierto”, porque así se mostraba Él para todos. Él daba prioridad y cercanía a aquellos que tanto los fariseos como los escribas habían proscrito.

 

¿Qué es lo que se denuncia aquí? Presentar la Ley como una abigarrada complejidad, ten enmarañada, que nadie podía entrar. Esta manera es asesina, es violenta, porque hace de unos canales que Dios nos regaló para nuestra salvación, una barrera infranqueable. Es precisamente esto lo que se denomina “hipocresía religiosa”: El placer del rigorismo. (Nótese que quien endurece las puertas más allá de los requisitos de Dios, se está haciendo dios, pues se está arrogando la autoridad de excluir y matar a alguien para la eternidad.).


 

Verdaderamente se causa un gran daño en materia religiosa y se corrompo lo Santo cuando se proponen falsas ideas de la religión, porque ellos van a repetir y a obrar de acuerdo a estas pautas y por tanto serán peores que ellos, es decir un peligro para la edificación de la consciencia de cada cual. Quien así obra, irresponsablemente se hace “sembrador de cizaña”.

 

Obsérvese que el tercer ay, se detiene en un enfoque que pone el dinero por encima de lo Santo. Es la mirada religiosa que encubre la preocupación por el oro y el tesoro, y desdeña, abandonando lo que es verdaderamente pío.    

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