Sab
2,12,17-20; Sal 53, (3-8); Stg 3, 16-4:3; Mc 9:30-37
No quieras ser como
aquella veleta dorada del gran edificio por mucho que brille y por alta que
esté, no importa para la solidez de la obra.
-Ojalá seas como un
viejo sillar oculto en los cimientos, bajo tierra, donde nadie te vea: por ti
no se derrumbará la casa.
San Josemaría Escrivá
La
Antífona de Entrada de este Domingo XXV Ordinario, ciclo B, contiene tres
elementos esenciales:
a) Yo soy la Salvación
del Pueblo, dice el Señor.
b) Yo los escucharé
cuando me invoquen en cualquier tribulación.
c) Seré su Señor para
siempre.
Sentimos
que, en serio, muy en serio, estos tres elementos son la Majestuosa entrada a
la Liturgia de hoy. Nos permitirán dimensionar el compromiso al que quedamos
convocados.
La
oración colecta es el otro elemento introductorio de la Liturgia que nos
permite dimensionar esta Celebración Resurreccional, específicamente, de qué
nos habla. Son dos puntos transcendentales:
a) La plenitud de la
Ley Sagrada fue puesta por Dios en el amor
a Él y al prójimo.
b) Y, en segundo
lugar, nuestra petición en esta Eucaristía: Concédenos que, cumpliendo tus
preceptos, podamos alcanzar la vida eterna.
Vayamos
directamente al Evangelio, cuya perícopa es el eje de todas las Lecturas: Jesús
llama a sus Discípulos a “aterrizar”, a dejar aparte sus ilusiones mundanas, su
ambición protagónica, sus anhelos de prestigio y aceptación humana para que
puedan enfocarse en la complacencia de Dios, en la fidelidad a sus preceptos; y
esto se debe a la conciencia “vigilante” de Jesús que desenmascara las astucias
del Maligno por el ángulo de la soberbia, como una de nuestras mayores
debilidades, que no en balde, encabeza la lista de los pecados capitales: «De
hecho, en esta sección central del Evangelio de Marcos, Jesús predice tres
veces su pasión, pero ve que sus discípulos están ciegos a ese anuncio: después
de la primera predicción Pedro le reprende (Mc 8, 32); después de la segunda
(Mc 9, 34), los discípulos discuten sobre quien será el mayor;…»[1] Se toca el tema de la
fragilidad de los discípulos quienes andan tras las mayordomías, los discípulos
están presos de las “malas pasiones” de las que nos hablará Santiago en la
Segunda Lectura de este Domingo. Si Jesús es el Mesías, esto se entendía como
‘Rey–y–General’ de Israel (este es el contenido -desde aquel contexto- de la
palabra mesías. O sea que, según lo que ellos entendían, Jesús iba a instaurar
un reinado, ¿Quiénes serían los dignatarios de este reinado? Pues si ellos eran
los que andaban con Él y lo apoyaban, se podía esperar que nombraría de entre
ellos sus burócratas principales, ellos –según su entender- estaban señalados,
mejor dicho, predestinados a ser la corte real, habían dejado su oficio de
pescadores para recibir cargos reales, para “sentarse a la derecha” lo que pedirán
después del tercer anuncio.
Jesús,
iba por otro lado desde la confesión de Pedro, quiere concentrarse en la
educación, en la capacitación, en todo lo que tiene que ver con la formación de
sus discípulos; ya no tanto ocuparse de la gente en amplio, sino dedicarse más
a sus discípulos porque ellos están “llamados” a ser los continuadores de la
tarea del “anuncio” (Mc 9, 30-31a). Jesús anuncia su pasión por segunda vez (Mc
9, 31b-32) pero, como un mecanismo de negación, ellos “se hacen los de las
gafas”, Marcos lo presenta como un “no entender”, a la vez que un “tener
miedo”, lo cierto es que evaden el tema, se dedican a otra cosa, se ponen a
discutir otro asunto. Mientras Jesús les reinterpreta la clase de mesianismo
que Él va a practicar, el tipo de “trono” en el que se piensa sentar que está
lejos de ser un cómodo sillón, en cambio, será una incómoda cruz, y procura
hacerles ver por qué medios alcanzará la “realeza”; ellos, por su parte, siguen
en el tema del reparto de cargos y la distribución de importancias.
La
propuesta que les hacía Jesús, que es la misma que nos está haciendo hoy a
todos nosotros, es despertar y darnos cuenta que el ansia de poder nos aleja de
un discipulado fiel. En cambio, se nos propone –como un Mandamiento- pero no en
términos de mandato sino en un lenguaje propositivo, óigase bien: “el que
quiera”. Esa es la oferta de Jesús, Él no procura encadenarte a su propuesta,
sino que hace ofrecimiento a nuestra decisión: “Si alguno quiere ser” (Mc 9,
35b) se está refiriendo a la disponibilidad, a la apertura de voluntad. Es aquí
donde se nos hace ese llamado al servicio y Jesús nos aclara que el verdadero
discipulado, la gran importancia de la persona, se alcanza descentrándose del
propio interés para concentrarse en el “otro”, en el prójimo, en aquel que puede esperar algo de nosotros,
nuestro “servicio”, no porque nosotros tengamos que darle ese algo, sino porque
lo damos por gratuidad, porque somos
capaces de ver en él -a un hermano-, otro hijo de Dios como nosotros,
necesitado y vulnerable como todos los hijos de Dios. Resumiendo, la propuesta
es romper el cascarón del egoísmo y entregarnos al servicio.
Se
inserta en este lugar, de la manera más natural, la opción preferencial por los más débiles, por los más necesitados.
Jesús escoge al ‘más débil, desprotegido y necesitado’ en aquella sociedad
judía, de aquel tiempo. Escoge como prototipo de Mesías al discriminado por
excelencia, que nada tenía y que ni siquiera era considerado persona en esa
sociedad y esa cultura. Con gesto de Infinita Ternura, lo abraza y teje una
transitividad niño-Jesús-Dios Padre: Un niño
es como Él mismo, lo representa a Él; pero, no se detiene ahí, va más lejos, el
niño representa al Propio Padre Celestial. Si acogemos al indefenso, al débil,
al necesitado, al Anawin, estamos acogiendo al mismísimo Dios.
Podríamos
definir el discipulado de Jesús, el verdadero cristianismo, como la aporofilia por excelencia; como una vocación de servicio que privilegia el
cuidado y la atención principalmente de los más pobres. En cambio, el discípulo
del Malo puede regurgitar un pretexto para lastimar y matar al “justo”. Su
dermis exuda aporofobia, su secreción más visceral tiene asco de toda
sencillez, de cualquier pobreza, nada hay para él más detestable y repudiable que
la condición del pobre, si en sus manos está, mejor matarlo.
Todo
malvado piensa, además, que el testimonio de alguien que obra rectamente para
lo único que sirve es para delatar la maldad de sus propias acciones. Nada hay
tan fastidioso para el pecador como el “justo”. El “justo”, de alguna manera,
se convierte en un “dedo acusador” que lo señala, aunque el “justo” no haga
nada, y ni siquiera se dé cuenta: este
fenómeno es automático! ¡Sí!, automático, porque la conducta de un “justo” es
como una especie de reflector que lo pone en evidencia, que hace notoria la
falta, la ofensa al Señor. “…nos echa en cara nuestras violaciones a la ley,
nos reprende las faltas contra los principios en que fuimos educados…” (Sab 2,
12c-d). Por eso el “justo”, en toda la historia, incomoda, estorba, es
perseguido a sangre y fuego. ¡Cualquier pretexto será bueno para llevarlo al
Gólgota!
Y,
sin embargo, el “justo” es la semilla del Reino, algo así como el Reino en
estado embrionario. Matar al “justo” es una especie de “aborto del Reino”, se
trata de impedir que salga de su estado embrionario. Se trata de ahogar la
semilla del Reino porque sería el ocaso del dominio del Malo, el final de su
cuarto de hora. Por eso el Bien siempre será perseguido y habrá muchos mártires.
Fácilmente podemos reconocer los rasgos del “justo”, de quien Santiago en la
perícopa de hoy, -en la Segunda Lectura- enumera los gestos de quien puede llamarse
“poseedor de la sabiduría”:
a)
Son puros
b)
Son amantes de la paz
c)
Son comprensivos
d)
Son dóciles
e)
Están llenos de Misericordia
f)
También están llenos de buenos frutos (recordemos que por sus frutos los
reconoceréis (Mt 7, 16.20)
g)
Son imparciales
h)
Son sinceros
i)
Pacíficos, por tanto, siembran la paz y recogen frutos de justicia.
O
sea que “el justo” es un constructor de paz, porque todos sus rasgos lo
caracterizan como tal. Repasemos la lista y veremos patente y tangible la
descripción del que ama la paz y se deja conducir “como un manso cordero
llevado al matadero” (Jer 11, 19b). Pero su muerte es sólo provisional, ahora
lo sabemos, porque el Padre Celestial le hará Justicia, y lo resucitará al
“Tercer Día”.
Además,
Santiago nos señala cómo ejerce el Malo su dictadura en nuestro corazón, ¿cómo
logra el Malo aferrar su zarpa en nosotros? Nos enseña que lo hace por medio de
las “malas pasiones”. Y, ¿Cuáles son esas “malas pasiones”? La codicia, la ambición
y el derroche en placeres que son, y no por coincidencia, la cédula de
ciudadanía del aporofóbico. “Donde hay envidias y rivalidades, ahí hay
desorden” (Stg 3, 16)
¿Ansiamos
primacías en el Reino de Dios? He aquí la vocación: Hagámonos los últimos entre
todos y los servidores de todos, ese es el verdadero discipulado. Aprendamos y
practiquemos la aporofilia, pero viendo en cada anawin el rostro de Jesús. ¡Ea
pues, vayamos por el aprendizaje de la abnegación! «Recordad que es Cristo
quien obra a través de nosotros, nosotros somos meros instrumentos para el
servicio. No se trata de cuánto hacemos, sino de cuánto amor ponemos en lo que
hacemos.»[2]
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