lunes, 23 de septiembre de 2024

Martes de la Vigésimo Quinta Semana del Tiempo Ordinario



Pr 21, 1-6. 10-13

 

“Procura no inquietar tu alma ante el triste espectáculo de la injusticia humana. Sobre esta injusticia verás un día el triunfo definitivo de la justicia de Dios.”

Padre Pío

 

Hemos dicho que este Libro inicia con una breve introducción, de sólo siete versículos. Luego viene una sección de poemas “sapienciales que abarca desde 1,8 hasta 9, 18. Luego viene una segunda sección, de dichos de Salomón (10,1-22,16). De esta segunda sección se toma la perícopa de hoy, que pertenece casi al final de la sección, después de la cual se abrirá una tercera sección que recopila dichos de sabios.

 

En la perícopa de hoy, encontramos una organización consistente en dísticos, que pueden presentar tres clases de paralelismo: (sinónimo cuando la primera parte significa, por así decirlo, lo mismo; antitético, cuando la segunda parte dice lo contrario de la primera; y, como en el caso que vamos a citar, a continuación, donde el primero enuncia un estado de cosas y el segundo contrapone una especie de consecuencia o caracterización de esa situación (paralelismo sintético). Veamos -a manera de ejemplo- cómo inicia la perícopa:

 

La mente del rey, en manos del Señor,

sigue, como los ríos, el curso que el Señor quiere.

 

Nótese que no quiere decir que la mente del rey esté permanentemente dirigida por el Señor, la criatura no es un “títere” de Dios; hay casos, momentos o circunstancias en que, esa mente se desvía y se va -desviada- por sus caprichos, sus intereses, o sus egoísmos. El rey puede llegar a vivir de sus individualismos, pero -a la larga- Dios adaptará los resultados para que el desenlace sea lo que Él quiere (conforme a su Economía Salvífica): Se rescata la idea que, Dios escribe recto a pesar de los renglones torcidos.

 

La perícopa se sintoniza con aquella enseñanza que nos legaría Jeremías (7, 22-24): «Pero cuando yo saqué a sus antepasados de Egipto, nada les dije ni ordené acerca de holocaustos y sacrificios. Lo que si les ordené fue que me obedecieran pues así Yo sería su Dios y ellos serían mi pueblo. Y les dije que se portaran como yo les había ordenado, para que les fuera bien. Pero no me obedecieron ni me hicieron caso, sino que tercamente se dejaron llevar por las malas inclinaciones de su corazón. En vez de volverse a mí, me volvieron la espalda».

 

Se da la situación de que no sepamos juzgar correctamente nuestro proceder, y que tengamos por bueno, lo que a los ojos de Dios es malo; y, sólo Su Juicio es acertado y confiable. Es Él quien Juzga con rectitud, y es la práctica del derecho y de la rectitud lo que place a sus ojos.

 

El salmo nos encamina hacia la diligencia -en todo el Libro se denuncia la pereza como vía pecaminosa, como derrotero para ofender el Santo Nombre, aquí por el contrario se promueve la responsabilidad laboriosa- y no hacia el activismo.  Nos dice muy claramente que tenemos que afanarnos por nuestro prójimo puesto que aquel que es indiferente ante el dolor y las angustias de su “hermano” es el malvado, al que sólo le afana hacer el mal.

 

Notemos que el cínico recibe castigo, en cambio el que se equivoca por inexperiencia, ese no recibe castigo, sino la oportunidad de corregirse y de aprender, de ganar la “experticia” indispensable. Esto no sólo parece justo, sino que es el punto de despegue de la Justicia, no se puede esperar que la inexperiencia cause falta, la inexperiencia reclama aplicarse a ganarla, pero el que ya cuenta con los datos que la experiencia le ha aportado, ese sí que tendrá que asumir todo el peso de la responsabilidad.

 

La cúspide de esta perícopa se alcanza en el verso conclusivo: Se llega a la pieza maestra de la Justicia que es la compasión que emana del sentido de projimidad, de ser hermanos en la Paternidad Divina: La indolencia, la inclemencia, la indiferencia ante el clamor del pobre transformará el clamor propio en súplica no atendida: Dios no tendrá oído para aquel que no es compasivo.

 

Sal 119(118), 1. 27. 30.34.35.44

Ese salmo es una súplica. Súplica hilvanada con alabanzas. Aquí lo que se alaba es la Ley de Dios. El salmo en realidad inicia con una bienaventuranza: «Dichoso el que, con vida intachable, camina en la Ley del Señor.». El salmista lo que pide es aprender, entender y vivir en conformidad con la Ley que Dios nos ha dado. Así pues, podemos decir que es un salmo sapiencial.

 

Además, es un salmo alefático. Siempre que se recurre al expediente de estructurar un salmo siguiendo una a una las letras del alfabeto hebreo, se puede entender como que la “pieza” ha pasado por una suerte de “detector electrónico de imperfecciones”, y, después de examinar la “resistencia” y todos sus posibles ángulos de falla, no se encontró ninguna: La Ley es perfecta, es integral, es sabia. Son 22 estrofas, cada una de ellas es un octeto. La Ley, es pues, un regalo del Cielo, un Don Perfecto. Y el salmo, lo que hace es expedir el certificado de calidad óptima.

 

Suplica por entendimiento. Señalando que es cuestión de elección: uno puede elegir la ruta de los Mandamientos, o irse por otro lado. Si elige la segunda opción será un malaventurado. En cambio, quien sigue la ley vive en perenne gozo. ¿Cómo hacer la elección excelsa? Rogando al Cielo para obtener el “entendimiento” iluminado por el Señor para discernir sabiamente.

 

Y concluye suscribiendo el pacto con el que se compromete a vivir siempre bajo la Alianza, conforme a la Ley.

 

La antífona sabe que debe dejar las riendas y el timón en Manos del Señor, por eso suplica que sea Él quien lo guie, que sea Dios Quien tome su vida en Sus Manos para jamás descarrilarse de las Sendas demarcadas por YHWH en la Revelación.

 

Lc 8, 19-21



Nuestra fe está enmarcada en una entrega y un compromiso profundo con el Evangelio, proclamado por Nuestro Señor Jesucristo y anunciado por nuestra Santa Madre Iglesia en fidelidad y consonancia con la Revelación que Él nos regala. Muy por encima de los vínculos familiares, que no se desprecian, pero que ocupan un lugar anexo.

 

Jesús está en Cafarnaúm, relativamente cerca de Nazaret. Su Madre y sus hermanos han venido a buscarlo, pero no pueden acceder a su Presencia porque donde Él está enseñando, esta atiborrado. Son muchísimos los que se han reunido para escucharlo. Seguramente, pasaron la voz, para hacerle llegar el mensaje a Jesús y que Él supiera que su parentela estaba a la puerta.

 

Pero Jesús, que ha ganado plena consciencia de su familiaridad con Dios Padre, se ve ante la necesidad de definir una Nueva Familia, (es como una glosa al episodio de Jesús que se había quedado en el Templo, la Madre le dice “¿Por qué nos has hecho esto?” y Jesús replica, “¿No sabían que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”, allí ya estaba -por lo menos en embrión- la idea de priorizar la Paternidad Divina sobre las familiaridades humanas):

La estructura de la Nueva Familia, la Iglesia, “la comunidad de los convocados”, está integrada por todos aquellos que cumplen dos condiciones

1)    Escuchan la Palabra de Dios

2)    La cumplen.

No se pide una de las dos, sino ambas. Una sola de las dos no nos hace “hijos del Padre”, y por tanto no podremos llamarlo “Padre nuestro”.


 

Así, se ha instituido una Nueva Familia, donde no bastan los lazos consanguíneos, ante todo está la fe; hay, pues, que sincronizar el corazón y la vida entera con la Palabra, entonces, y sólo entonces, somos de la misma familia que su Madre y sus hermanos.

 

Si nos remontamos al significado de la palabra parentesco encontramos su relación con la palabra latina parĕre, “hacer nacer”, “engendrar”, “producir”, “reproducir”. Lo que quiere Jesús es centrar nuestra existencia en la vida espiritual. A través de Quién llegamos a ser “trascendentes”, a tener “vida en el Espíritu”, o sea, ¿Quién nos engendra en el Espíritu? Él quiere que más que parentesco seamos hijos del mismo Padre. Quiere que, como criaturas espirituales, reconozcamos que hemos nacido, mucho más que de la carne, nuestra vida trascendente proviene del agua y del espíritu.

 

Esta nueva manera de ser familia, nos reclama ser conscientes de las relaciones comunitarias que implican la filiación directa de Dios. En este contexto cobra su total realce la sinodalidad. La sinodalidad es un aspecto de la fe que no tiene nada que ver con la novedad, que no es una categoría reciente, que hace poco se puso en boga. Es, por el contrario, una de las más antiguas metas que nos concede el Amor de Dios Padre, saber que somos hermanos en Él y que la dimensión horizontal de la Cruz se refiera a la hermandad que tendría que aglutinarnos a todos los que somos hermanos en esa fe. La sinodalidad está a la base de la Iglesia, somos las piedras vivas que formamos sus Muros, si no hay sinodalidad -es decir cooperación y solidaridad de piedra a piedra- la construcción no será estable, sino endeble, cualquier viento de la historia la derribará.

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