viernes, 13 de septiembre de 2024

Sábado de la Vigésimo Tercera Semana del Tiempo Ordinario

 


1 Cor 10, 14-22

Formamos un solo Cuerpo

Arranca con una recomendación que da base al resto: ¡Huir de la idolatría! Un creyente no puede caer en el sincretismo de aceptar la fe en Jesucristo y añadirle una serie de remiendos ajenos que no hacen otra cosa que negar la fe. Aunque a muchos les irrita que se les diga: eso es diabólico.

 

En Corintio se celebraba la Eucaristía, con Pan y Vino. Como nos lo muestra la perícopa. Este Cáliz y este Pan que nosotros reconocemos como la Presencia Personal de nuestro Señor Jesucristo: Cuerpo, Alma, Sangre, y Divinidad de nuestro Señor, ellos lo llaman “de la bendición”.

 

A hora bien, no llamemos a las Formas Consagradas “comunión”. Se habla de “la comunión” que se establece entre todos, y que consiste en una unidad de creencia, de sentires, de fraternidad y de compasión que los pone a todos en la misma longitud de onda, como una “sintonía” que los lleva a la experiencia de fraternidad y les permite avanzar en sinodalidad.

Nosotros lo hemos convertido en un nombre como si el sacramento fuera una cosa, pero cuando hablamos de Comunión nos referimos al vínculo fraternal que nos une como verdaderos hermanos, hijos del mismo Padre. La Comunión es una relación interpersonal. Se trata de una amistad que tenemos, donde la fuerza circulante para todos nosotros, es el Amor de Dios que nos acerca y nos llena de reciproca afinidad. San Pablo va al meollo de la cuestión cuando se adelanta a decir: “nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo”, y esa es la mejor definición de Comunión.

 

Existe el peligro de Comulgar sin comunión. Yo voy, me como el Cuerpo de Cristo, pero todos los demás que están en la Iglesia, para mí son unos extraños, gente que me es indiferente, que no me importan ni un pepino, que empujo e ignoro con atrevida insolencia. Ahí no hay Comunión. El que así come las Formas Consagradas es un “infiel”. No está en Comunión porque no se siente de un Mismo Cuerpo.

 


Cuándo nos comemos a Nuestro Señor Jesucristo, nos volvemos de la misma familia   y, por lo tanto, debemos querernos, respetarnos e interesarnos los unos por los otros, empezando por un trato amable, que es el primer paso de la Comunión.

 

Digámoslo una vez más: comulgar sin construir sinodalidad es una parodia de cristianismo; no es la fe en Jesucristo, que implica la implementación de una familiaridad, de una intensa amistad, de sentirse comunidad, de confesarnos Uno en Dios.

 

Los no creyentes, que en aquel lenguaje se llamaban “gentiles”, ofrecen sacrificios que no están dirigidos a Dios, sino a los “demonios”. Y por hacer eso, caen automáticamente en la idolatría, y por eso, no pueden comulgar con las Formas Consagradas. Al estar practicando la idolatría, se salen de la Comunidad de Fe, abandonan en seco la Comunión, se hacen indignos de comer el Pan de la Fraternidad en Jesucristo. Por eso, empezamos diciendo que no se podía mezclar una cosa con otra, lo que constituye una profanación, porque son dos cosas muy diferentes, y apuntan en sentido contrario. El Pan y el Cáliz lo son de Salvación; los holocaustos y las victimas ofrendadas a los ídolos son “perdición”. Con eso, sólo lograremos detonar la ira de Dios.

 

Sal 116(115), 12-13. 17-18

Salmo de Acción de Gracias. Después de la Cena Pascual, viene este acto de agradecimiento consistente en la recitación de una serie de salmos llamados del Hallel, este es el cuarto cantico de Hallel (הלל, "alabanza").

 

Nosotros traducimos ¿Cómo le pagaré al Señor todo el Bien que me ha hecho? Como si se tratara de una tiendita. ¿Haré el pago en efectivo o con otro medio de pagó? Cuando uno paga, tiene que dar el “precio convenido”, uno no puede pagar menos; la transacción no se dará si se queda debiendo una gran diferencia; puede también suceder que uno pague, y Dios le quede debiendo, porque no le dio las vueltas completas.

 

En realidad, el verbo que aparece aquí es שׁוּב [shub] “volver”, “devolver”, “rendir”, “dejar”, “retornar”, “presentar (por ejemplo, una ofrenda en el Altar)”, “devolver algo inútil, dañado”. Aquí desaparece la idea de cambio por su equivalente, simplemente hay un gesto de gratitud, que reconoce que no puede dar lo justo, sino que da algo que no amortiza pero que demuestra el agradecimiento por el favor donado.

 

Como agradecimiento, se hace un brindis, se brinda con la copa llena de Vida, y de Vida Feliz. Y, mientras se levanta la coma se pronuncia el Santo Nombre de Dios, porque se brinda reconociendo que todo nos viene de las manos de Dios.

 

La gratitud no será un acto clandestino: se dará gratitud delante de todo el mundo para que conste a todos que Él sólo hace el bien y les hace el bien a todos, indiscriminadamente. Es un brindis propagandístico, que anuncia la verdad de su Bondad a los cuatro vientos.

 

En la segunda estrofa hay otro verbo es el verbo זָבַח [zabach], “ofrecer” especialmente un sacrificio. Este verbo se vuelve aquí explicativo del shub, admite un cambio desigual con desventaja para el donante primero, que no recibe lo que es justo, en la práctica se acepta mucho menos.

 

Levantar la Copa de la Salvación parece aludir a la “Elevación”, el brindis Eucarístico. Con este brindis el Señor no celebra su muerte, sino su ingreso en la Sala del Rey, en calidad de Príncipe Heredero.

 

Si todo lo que tenemos viene de Dios, ¿cómo podríamos nosotros, de forma alguna, llegar a “pagar” tanto Don maravilloso?

 

Sin embargo, en una transacción desigual, lo que hace el salmista es presentar un tributo -desigual- por tanto, insuficiente que es solo una señal de gratitud. Una víctima simbólica. Presentando este sacrificio, sólo se rinde “alabanza”, ¡jamás se paga! Es un cumplido por cortesía. Dios así lo recibe, como -y esta es la imagen más aproximada que tenemos- un niño, que -sin saber escribir-, toma el esfero de su papá y le dibuja en mamarracho y se lo שׁוּב [shub] “entrega” como tarjeta de cumpleaños.

 

Lc 6, 43-49.



Un árbol se podía describir con acertada aproximación, por medio de la descripción de los frutos que da. En tal caso, hay un acomodo muy preciso entre el árbol y el fruto, Los frutos son del mismo talante que el árbol. Cuando se tiene una manzana entre las manos, se tiene la certeza que viene de un manzano. Y, al probarla, diremos, conforme a su sabor, qué clase de árbol la produjo.

 

Al ser humano se le nota el corazón, a la legua, con sólo escuchar sus discursos. Normalmente, acertamos a discriminar con qué clase de persona nos las habemos, escuchando su “habla”. En este caso la relación de correspondencia es paritaria con la del árbol y sus frutos. Un corazón perverso no podrá pronunciar tiernas loas cargadas de verdad, de altura, de magnanimidad.

 

Lo inverso también se cumple, no sólo podemos detectar su maldad, también podemos leer la bondad que anida en el pecho de la persona, escuchando su lengua florida que pronuncia alabanzas y loas.  ¿Podrá un espino cargar “ricos higos”? ¿es posible que colectemos sabrosas uvas en una zarza?


 

Se podría extender este tipo de relación a un paisaje: una tierra seca y agreste ¿valdrá la pena adquirirla para cultivar trigo para muy sabroso pan? Uno puede llegar a conocerse si se mira con este mismo discernimiento:  así podrá darse a la tarea de enmendar su propio corazón, procurando corregir y desbrozar todo los detestable de su terruño personal.


 

Se trata pues, de un encuentro con el yo-mismo, con un propósito de crecimiento para poderse presentar -algún día- ante Dios como árbol de buenos frutos.

 

En este proceso, uno puede no sólo llegar a conocerse mejor y plantearse un “plan de mejora” personal, un programa de auto-superación, planteándose sinceramente ante Dios, y tomando como referencia que a Él no lo podemos engañar y que Él conoce a fondo nuestro corazón con todas sus limitantes; a la vez que reconociendo que Él siempre nos ve con Su Infinita Misericordia.

 

A veces nos dejamos engañar pensando que somos mejores que nuestras palabras y que nuestras acciones las superan; pero lo cierto es que nuestras palabras engloban el esquema general de nuestra personalidad y de nuestro proyecto de vida. Habrá siempre que trabajar en nuestras palabras, para lograr que lleguemos a un progreso consonante en nuestras acciones.

 

En la segunda parte de la perícopa, nos encontramos con un molde perfecto para catar y mensurar nuestra palabra, y es la Palabra de Dios.  Un trabajo sincero sobre el yo implica dos pasos:

1)    Escuchar con todo el corazón las palabras de Dios y las orientaciones que Él nos da.

2)    Poner por obra la asimilación de ese Mensaje en nuestra existencia.

Esa coherencia entre los dos planos: lo que Dios nos dice y el acatamiento e implementación de su significado en nuestra existencia, el Señor la dibuja con una parábola doble: La de los dos hombres que construyeron su casa en terrenos totalmente diferentes, uno sobre roca y el otro sobre arena.

 

Obsérvese que la parábola no todo lo atribuye al terreno, sino a la “profundidad” de los cimientos. Una casa sólidamente construida requiere bases profundamente ancladas. El que construye sobre roca, pero deja los cimientos a ras de tierra, tampoco alcanzará una edificación resistente, así como el que edifica sobre la arena, pero cava hondo para poner el basamento bien profundo, nunca logrará la estabilidad del que construye sobre roca, pero tendrá algo mejor que aquel que no pone ningún empeño en las raíces de la estructura.

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