Ec
1, 2-11
El
trompo gira sobre una púa metálica -el herrón-, así que, es la pieza esencial
de este juguete. El herrón del Qohélet
es el famosísimo dicho [Jabel jabelîn] “vanidad de vanidades”, como se le suele
traducir. Se presenta 38 veces en este Libro.
Pero
tenemos una dificultad, la vanidad ha devenido otra cosa distinta de lo que
era, ahora se refiere a un concepto moral, prácticamente análogo y homónimo de
soberbia, arrogancia, presunción, jactancia.” … -«lleva desafortunadamente la
connotación de esquemas moralisticos o ascéticos lejanos de la visión de Qohélet»-
(Gianfranco Ravassi)
La
palabra הֲבֵ֥ל [jabel], y
esto nos va a ayudar a comprender mucho su significado, está emparentada
directamente con el nombre propio הָ֑בֶל [Jabel] “Abel”, “el nombre del segundo hijo de Adán y Eva”,
y este nombre significa “soplo”, “aliento”, “humo”, “algo frágil”, “transitorio”,
“insatisfactorio”.
Tenemos pues, que esta palabra que leemos en Qohélet, no
tiene que ver con la jactancia, la presunción o la pedantería, sino con la
calidad de hueco, vacío y falto de solidez; algo que es como el humo, como el
vaho, que se deshace entre las manos y no queda nada. Nuestro famoso [Jabel jabelîn] significa el superlativo
de la insustancialidad: “Nada de nada”.
Este
tipo de superlativos es frecuente en la Biblia, tenemos entre otros “Señor de
Señores”, “Santo de los Santos”, “Cielo de los Cielos”, “Rey de Reyes”, “perla
de las perlas”, “belleza de las bellezas”, “perversidad de perversidades”. Y no
estamos procurando ser exhaustivos. Este Jabelîn nos habla de la “futilidad de
las futilidades”, la inutilidad de esforzarse. (Sería el antónimo del “entusiasmo”
que pone en todo, la plenitud del corazón, porque todo se hace “a la mayor
Gloria de Dios”).
De otra parte, ¿De dónde salió esa palabra que se usa como título de este Libro? Como sabemos, en hebreo asamblea es [qahal]; al que dirige la asamblea, la convoca, les habla y les enseña, a ese se le dice [qohélet] “el que ensambla”, “el que convoca”. También sabemos que “asamblea” en griego sería [eclesia], y al maestro y convocador se le diría [eclesiastés]. Luego, entre Qohélet y Eclesiastés, hay una homología hebreo–griega.
Como
se sabe, este Libro ha sido atribuido a Salomón (tendría que haber sido escrito
entre el año 970 y el 931 a.C.), pero los estudiosos han encontrado imposible esta
hipótesis porque en él se usan algunos arameismos que son -absolutamente-
post-exiliares. Esto conduce a pensar que su redacción corresponde, a la época
en la que los judíos -retornados a Jerusalén, con la orden de Ciro- se habían
agrupado en un intento de reconstrucción y que se hallaban bajo el dominio
persa, después del 538 a.C.).
Qohélet
propone una moral que se basa en tratar de amar, trabajar, divertirse, comer y
beber, aceptando todo como un regalo celestial. Esto debido a que todo esfuerzo
humano se ve coronado por la futilidad, y el producto siempre se desvanece como
humo, cuando la muerte pasa su racero: esto está enunciado con un pesimismo
cínico que ha llevado a interpretar su moral como un epicureísmo moderado (el epicureísmo
-especie de hedonismo racional- floreció en Grecia por allá cerca del 310 y el
280 a. C.).
Este
aspecto de la “muerte que reduce todo a la insulsez, a un vapor que se deshace,
a humo que se disipa es una presencia pesimista y oscurecedora del sentido de
la vida, que ronda fantasmal a todo lo largo del Libro, es lo que reduce todo a
“vacuidad”, la muerte se convierte en una especie de molde nihilista que apunta
en aquella dirección del “hoy comamos y bebamos que mañana moriremos” que
-conforme a San Pablo- era la filosofía de los profanadores de Jerusalén. La
vida es oquedad (en arquitectura una oquedad se llama un “vano”, son los huecos
que se dejan cuando se está construyendo, donde después quedarán las ventanas y
las puertas).
Encontramos,
en la segunda parte de la perícopa, la alusión a una visión cíclico-repetitiva:
una exposición general de la filosofía del “eterno retorno”, que hace su aporte
al nihilismo de Qohélet. Estaríamos condenados a volver una y otra vez a lo
mismo, en un determinismo irrompible, como la condena de no poder llegar nunca,
a algo distinto de “siempre lo mismo”. En un verso señala que los ríos siempre
fluyen hacia el mar, y a pesar de ello, nunca se llena. Este enfoque, esta
perspectiva llevo a la enunciación del principio del
pesimismo-eterno-retornista: “Nihil novum sub sole”
(Qo 1,9) y que se repite 29 veces a lo largo del Libro.
Lo
que uno puede detectar aquí, es la carencia de recursos para entender la vida
cuando se retira de nuestro andamiaje comprensivo el principio Revelado de la
Vida Eterna y la Resurrección. Sin esta pieza clave, no vamos a ninguna parte y
podríamos llegar a estar de acuerdo con Qohélet en que todo vale nada y lo
demás vale menos.
La
perícopa concluye clavándonos la daga del olvido: una vez muertos, la
desmemoria lo consumirá todo y no quedará nada de nada. Seremos absorbidos por
el gran vacío de la recordación que no es capaz de derrotar la fragilidad de las
remembranzas. Del humo no quedarán ni siquiera las cenizas. Sucumbiremos en una
infinita nada.
Sal
90(89), 3-4. 5-6. 12-13. 14 y 17
Que la hierba sepa que
es hierba y se comporte como tal. En eso está su plenitud. Si es un día, es un
día; pero que ese día sea verde y alegre con la gloria derramada de los campos
en flor.
Carlos G. Vallés
Este
es un salmo de súplica. Parecería que el salmista ha optado por saltar a la
barca de Qohélet, y dirige la mirada en la misma dirección para descubrir que
Dios reduce al hombre a polvo cuando pronuncia la orden “Hijo de Adán, es la
hora de regresar” Aquí la Presencia de Dios es ese hueco desintegrador, que
vuelve el ser a un absoluto no-ser.
Cuando
Dios los llama, los retira; y son como los sueños al despertar, o como la
hierba que se arranca y una nueva viene a ocupar su lugar. Una y otra vez la
cortan y una y mil veces renace.
Nadie
puede saber cuándo le llegará la hora definitiva, ni siquiera ante los
presagios de desahucio; si el Señor dice “es la hora”, no habrás vuelta atrás.
Pero en Manos de Dios está el cambiar esta situación sin salida, en cambiar la
naturaleza de la bocacalle. Así que el salmista suplica: ¡ten compasión de tus
siervos!
Aquí
el salmista llama a la juventud “la mañana” y le pide a Dios que le infunda una
vitalidad sólida y duradera en la juventud, para que el trabajo, el esfuerzo,
todo el empeño puesto no sea vana futilidad y al tesón el Señor responda con la
prosperidad.
Lc
9, 7-9
Se
narra el asesinato de San Juan el bautista a manos de Herodes -sin entrar en
ningún detalle-, y es este mismo quien reconoce su autoría en tal fechoría.
Herodes, quien aquí simplemente parece mostrar un interés neutral en verlo,
lleva embozadas sus criminales intenciones; ya sabemos, que quien disfruta de
estas entrevistas “inocentes” con el gobernante homicida, puede culminar como
voluntario donador de su propia cabeza para ser trofeo de cualquier bailarina
meneadora de caderas. Lo de menos era el pretexto, al fin de cuentas, esta
relea desvergonzada no requiere pretexto, hace lo que se le da la gana)
Esta
perícopa podría resumirse en pocas palabras: Herodes era un especializado
asesino de profetas. Dado que Juan el bautista no era otra cosa que el representante
del gremio profético caído entre las manos de un homicida. Muestra también que
el linaje de los profetas, los que habían devenido discípulos -misioneros,
tenían su destino demarcado por el programa gubernamental de estos sátrapas caídos
bajo el vasallaje del Imperio romano, muy seguramente, la confianza que les
depositaban consistía en ser esa clase de represores de cualquier insurgencia.
Aquí,
sin duda alguna, καὶ ἐζήτει ἰδεῖν αὐτόν. “tener ganas de verlo” se podría
entender y traducir como “le tenía el ojo puesto”, como candidato próximo de
otra de sus ejecuciones. De hecho, la palabra ἐζήτει se deriva del verbo
ζητέω [zeteo] “buscar”, “procurar”;
es decir, que su intención era tenerlo bajo la órbita de su vigilancia para
echarle mano cuando quisiera, y “sacrificarlo” para tener al imperio agradado
por su adecuación y desvelo por mantener el yugo bien puesto en la nuca del
pueblo judío de Israel. Era un títere confiable, así se quería mostrar y esa
era la fama que se había granjeado.
Su cinismo raya en su sentimiento apátrida, (en fin de
cuentas que patriota iba a ser si era de linaje idumeo), ¿cómo no iba a estar
preocupado si no podía definir a qué “enemigo” se enfrentaba, y, no “sabía a
qué atenerse”. En fin, podemos comprender que lo desvelaba la incertidumbre, y
sólo llegaban a sus oídos, los informes de sus “milagros”, lo que -en contra de
sus intereses- engrandecía la autoridad de Jesús entre los de su pueblo.
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