sábado, 18 de noviembre de 2023

Sábado de la Trigésimo Segunda Semana del Tiempo Ordinario


 

Sab 18, 14-16; 19, 6-9

Hoy tenemos -en la Liturgia- la última lección sobre el Libro de la Sabiduría. Estamos ante una página del más vital sabor apocalíptico. No es una página de angustia -ya en estos días se ha especificado que la verdadera religión no está emparentada con el terrorismo- y que nuestra fe desdeña la pretensión de allegar prosélitos con tácticas “amarillistas”. ¡No!, este fabuloso retazo del más puro estilo apocalíptico está -por el contrario- plagado de consolación, de esperanzas, de dicha anticipada, de anuncio optimista. No vaticina ninguna calamidad, sino prodigios de protección y cuidado para los que siguen al Señor.

 

Pero, puede que los mercachifles de la fe, la lean y encuentren en ella tonalidades buitreras y anuncio de aves carroñeras en las inmediaciones. Ya lo dice la sabiduría popular: Cada cual habla de la feria conforme la va en ella.

 

Hay un referente histórico, la salida de la esclavitud en Egipto.  En el marco dela apacibilidad, en una Noche de Paz, desde el propio Cielo se abalanzó la Omnipotencia de la Palabra, comparable al Poderío de un guerrero sobre una tierra que parecía destinada -sin remedio- al exterminio, trayendo en su Mano, un decreto inapelable, paró allí, era la localidad señalada para llenarla de muerte, su Mano tocaba el Cielo, su Pie hollaba la tierra.

 

Lo que era propio de la Creación se transmutó en todo lo contrario, para que sus “hijos” experimentaran la Protección: Sus Elegidos quedaron incólumes. Si había destrucción a la izquierda y bombardeo a la derecha, como podrían salir airosos, sanos y salvos, los del Pueblo de Israel.  Pues así, similar al Éxodo, el señor fue Nube que preservaba al pueblo del sol inclemente e insolador.

 

Cuando no quedaba donde apoyar el pie, el Señor secó la tierra donde antes había torrente, y se abrió un camino por donde avanzar a pie enjuto.  Donde antes todo era torrencial, ahora brotaba tierra firme. Donde había torrente impetuoso, ahora se les ponía delante la verde llanura.

 

¡Qué prodigio tan admirable! Ver la Lealtad del Señor para preservar a los suyos. Como un Verdadero padre, alzó a sus choquillos y les hizo atravesar el torrente sin que los mojara una gota.

 

Ellos estaban nuevamente alegres. Todo su llanto se volvió jolgorio, todo su quebranto y amargura se convirtió en alabanza, parecían corderitos recién amamantados retozando en torno a la Madre.

 

¿Cómo veían sus perseguidores aquel prodigio? Como una catástrofe apocalíptica. Ellos eran guiados por su Adalid: La sabiduría.

 

La Sabiduría ya no tiene -en este relato- un rostro femenino, ahora es un Guerrero Mesiánico que los conduce. Como guía, Él es ahora el Omnipotente: La Columna de Fuego. 

 

Sal 105(104), 2-3. 36-37. 42-43

Salmo de la Alianza. Él Pacto entre Dios y su Pueblo es la Promesa de serle protector y Guía. Lo que hay, es regocijo y fiesta. Todos los instrumentos repican a una sola voz, los arpegios son un lenguaje de Gloria, se glorían proclamando el Nombre Santísimo.

 

Nadie fue herido del ejercito del pueblo liderado por la Sabiduría, venían trayendo todos los tesoros que sus carceleros les regalaron antes de verlos partir. Traen las manos cargadas de oro y plata. Y los que alzaron sus armas para perseguirlos y asolarlos, se vieron venir a pique y sucumbieron así todos los primogénitos cayeron, pagando la sangre que habían hecho derramar a los chiquillos recién nacidos.

 

Todo esto demostró que Dios nunca olvido la promesa ofrecida al Padre de la fe, cuando lo mandó salir de Ur de Caldea. Aquella antiquísima Promesa se actualizó para liberarlos de su cautiverio. El Señor los sigue acaudillando, a través de los siglos, conduciéndolos felices por tierras de Libertad.

 

En el Versículo responsorial nos animamos unos a otros a conservar siempre vivo en la memoria el recuerdo de las Hazañas Divinas a nuestro favor. ¡Jamás las oremos a olvidar!

 

Lc 18, 1-8

La ley humana se estructura sobre la Divina



A uno prácticamente no le cabe en la cabeza comparar a Dios con este juez de la parábola. Es una persona bastante desconcertante, que no obra el bien en atención a su prójimo sino por esquivar un cachetadón.

 

Vemos que Mateo nos entregó una clave interpretativa para esta perícopa de hoy: “Todo lo que hicieron por uno de estos pequeños, conmigo mismo lo hicisteis” (Mt 25, 40). ¿Quién es aquí, en la parábola el personaje que representa a los “pequeños”? Sin duda, es la viuda la “pequeña” más paradigmática, ella representa a todos los pobres, a los niños, a los sufridos, a los menesterosos, a los desposeídos, a los desempleados, a los enfermos, a los inválidos, a los leprosos. O sea que, la parábola podría entenderse mejor si visualizamos en la viuda a Dios mismo, y en el juez, nos vemos retratados nosotros.

 

Nosotros sí que somos de esa ralea que dilata la atención a las peticiones de la viuda y no obramos sino por el interés de quitarnos de encima la molestia de esa “viejita cansona” que es más molesta que un abejorro, o un moscardón, siempre y a toda hora recitando sus plegarias, es tan impertinente y tan insistente, que podría llegar a abofetearme por no hacerle justicia con prontitud.

 

Debe resaltarse que en el Antiguo Testamento ya se decretaba atender pronto las solicitudes de las viudas, porque eran de los seres más desvalidos, no tenían ingresos, y nadie velaba por ellas. La legislación ya velaba y sacaba la cara ante los oídos duros para escuchar sus reclamos.

 

Vemos que la impiedad del juez tiene su fuente en su ateísmo, y en su falta de “projimidad”. La perícopa concluye señalando que Dios no es así. Afirma con todas las letras que Dios hace Justicia sin tardanza, Él no opone ninguna prórroga. ¿Entonces, donde está el problema? En la impiedad de esta clase de personas -que como el juez- no les interesa la caridad cristiana, y no tienen en el corazón ni una pizca de fe.

 

Y es que la caridad y la fe están conectadas en la base, el que carece de fe, no tiene razones para entender que Dios es Padre de todos, y en esa medida debo atender con cordialidad suprema a todo ser humano, porque cada uno de ellos es mi “hermano” en Cristo Jesús, nuestro Hermano Común.

 

La oración es una necesidad para ablandar los corazones duros e indiferentes de los “jueces”, no el de Dios que está siempre pronto a socorrernos, y nunca -óigase bien, ¡nunca! - nos dice: ¡Espere un poco! 

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