miércoles, 15 de noviembre de 2023

Miércoles de la Trigésimo Segunda Semana del Tiempo Ordinario

 


Sab 6, 1-11

Nos tienen que preocupar enormemente las tergiversaciones que se acrecientan día a día hasta volverse una densa neblina que enceguece a todos. Todos parecemos horriblemente afectados en nuestras percepciones, lo que vemos y lo que oímos se vuelve tan confuso que no los vemos ni siquiera como árboles que caminan, sino como espejismos y fabulaciones. Por el contrario, nuestra afectación del buen sentido, nos lleva a ver como sanos y correctos los juicios deformados y las mentiras propaladas. Ya no sabemos qué es qué, porque desde arriba se impulsa la “confusión” con el pretexto de “liberarnos”.

 

Uno de los elementos de mayor distorsión es el concepto de autoridad. Volvamos a sus orígenes y veremos que todo el poder otorgado a los “lideres” y “gobernantes” se les entregaba para permitir el “florecimiento” de cada uno de los gobernados. Hoy en día, cualquier “político” se asombra de esta definición y, así sea de manera taimada, su real pensamiento consiste en favorecerse a sí mismo y lucrar su peculio y el de sus cercanos con prebendas ilimitadas. Además, de devolver los compromisos fraguados para maniobrar su “elección”. Aún los propios gobernados, auspician el engaño, siempre que haya a la vista alguna posibilidad de obtener lucro de su ascenso.

 

En aquellos días, era claro que Dios les entregaba la “autoridad” para favorecer a todos los “súbditos”, pero poco a poco, avanzó la neblina y la ceguera, hasta que, por fin, la confusión y el desengaño derribaban todo el ánimo y la confianza depositada.

 

A todos les pareció incuestionablemente “razonable” que los gobernantes -bajo cualquier nombre y título- arguyeran que su “poder” dimanaba de ellos mismo y no de Dios, que ahogaran, hasta el olvido, la misión “promotora” de sus gobernados, y todo lo redujeran al engorde de sus billeteras. Los “teóricos” y “propagandistas” pagados por estos auto-divinizados, les construyeron cómodos castillos de arena para que el divorcio de fe y gobierno hiciera más fácil la irresponsabilidad moral y la falta de compromiso con la honestidad.

 

El texto de Sabiduría en la perícopa que se lee hoy, establece tres pilares del edificio gubernativo.

1)    El poder dimana de la Soberanía del Altísimo.

2)    Los poderosos serán “inspeccionados” con rigor.

3)    Los gobernantes deben guiarse por la “Voluntad de Dios”.

 

Y, allí se nos explica que, al más pequeño, se le perdona por piedad, pero a los poderosos -vista su responsabilidad- se les juzgará con todo rigor.

 

Leamos la última parrafada con toda seriedad y profundicemos en su Mensaje: «Los que cumplen santamente las leyes divinas, serán santificados, y los que se instruyen en ellas encontraran en ellas su defensa. Así, pues, deseen mis Palabras; anhélenlas y recibirán instrucción».

 

Sal 82(81), 3-4. 6-7.

Salmo del Profeta. El profeta muchas veces fue comisionado para que desenmascarará la impiedad de las gentes, y, en su edad de oro, su misión era “tirarles las orejas a los gobernantes” para evitar que se hicieran “de la vista gorda”. De esta manera el Señor -por mediación de su profeta- prevenía, en particular a los poderosos, del gobierno civil, del religioso o de ambos, de caer en el pecado de no reconocer, de olvidar, que tenían poder para favorecer y promover a su Pueblo y que ese poder se los había depositado el Señor.

 

Se han tomado sólo cuatro versos para definir dos estrofas, que suenan timbres y baten campanas, previniendo su injusticia.

 

1ª estrofa: Al gobernante se le encarga proteger al desvalido y al huérfano tanto como hacerle justicia al humilde y al necesitado, porque ellos están ahí para defender al indigente y librarlos del opresor.

 

2ª estrofa: Puede que se las den de “hijos del altísimo” -como lo pretendían los reyes y reyezuelos de toda laya- que no tenían agua en la boca para hacerse esculturas y proclamarse divinos, lo que dio pábulo a una tradición de endiosamiento y culto de la personalidad, en cuyo sostenimiento se gastaban cuantiosos impuestos cobrados para levantar los monumentos y honrar la memoria de esos mismos a los que Jesús, más tarde denunciará, fueron los hijos que honraron la memoria de los criminales y para disimular, les levantaron mausoleos a los profetas que habías sido víctimas de los opresores, sus propios padres y abuelos.

 

¿Qué pide hoy el verso responsorial? Que Dios haga Justicia, que Él -como Sede de todo Poder Verdadero- se levante y arranque las máscaras, de esos “príncipes” simulados y vayan a dar al Sheol. Esos que se hacen llamar וּבְנֵ֖י עֶלְיֹ֣ון [yubene elyon] “hijos del Altísimo”.

 

Lc 17, 11-19



Hoy en el Evangelio se nos cuenta sobre los diez leprosos que vinieron a implorar sanación de manos de Jesús: El los envío a presentarse en el Templo, ante los sacerdotes, y sólo habiendo emprendido el camino, ya alcanzaron “sanación”. Uno dice, ¡qué bueno, lo lograron! Pero al llegar al final de la perícopa descubrimos que no sólo es importante curarse, que lo realmente importante es ¡alcanzar la Salvación!

 

¿Quién alcanza la salvación? ¿un fiel judío? ¡No!”, sino -según la opinión muy farisea- un despreciable samaritano, valga decir, un cuasi-gentil, alguien que mezclaba la fe neta judaica con deidades e ideas “paganas”, al volver del exilio vinieron atravesados por ideas sincréticas. ¡Qué barbaridad! (Opinaban ellos, los judíos).

 


¿Qué fue lo interesante de este “samaritano”? ¿Qué hizo de especial que lo trajo a ser el motivo y causal de la moraleja? Que fue él quien aplicó la εὐχαριστῶν [Euchariston] “Acción de Gracias”, o sea, la acción celebrativa con la cual el hombre reconoce la Grandeza, la Bondad, la Misericordia Divina y pone la luz de la oración en su corazón para no dejar indiferente el “Don” recibido. No es que lo pague, que no hay cómo pagar un “don” así; pero se hace intensamente consciente que, Dios lo ha escuchado, y brota el raudal de la gratitud.

 

¿Y cuál sería entonces la moraleja? Que los católicos no somos sectarios, que pueden llegar fieles de cualquier parte, de cualquier nación y cultura y ninguno de ellos ha de tomarse como un caso perdido. a ninguno tenemos por qué darle trato de “incurable”, de “leproso”, de “caso sin remedio”. Nos cuestiona profundamente porque hemos visto personas muy obcecadas, pero la moraleja es incontestable. Y, ¡esa es la enseñanza de Jesús!

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