miércoles, 2 de agosto de 2023

Miércoles de la Décimo Séptima Semana del Tiempo Ordinario



Ex 34, 29-35

Según con quien nos relacionamos, así también reflejaremos sus luces o sus sombras. Lo que llevas en el corazón tiene una similitud con el sol: si te expones a él, un poco, te bronceas, si te expones con frecuencia, vas dorando tu piel, si abusas de la exposición te insolas. Si andas con gente viciosa, es posible que algo de la cizaña se te pegue. Si andas con gente perversa, aumentas, a niveles exponenciales, el riesgo de convertirte en uno de ellos. Si lees vidas de santos, los llegaras a admirar, al principio, sólo destacaras en tu mente sus virtudes, pero poco a poco te invadirá la envidia santa de querer parecerte, y así, aun cuando sea de manera muy paulatina, empezaras a practicar esas cualidades y tendrás de manera constante en tu pensamiento, la idea de lo bello que es ser así, un "agradador" de la Voluntad de Dios.

 

Moisés -de quien hemos leído en estos días- que pasaba prolongadas temporadas de retiro a solas con Él, ganó para su rostro, un brillo similar al del Señor. Un destello tan intenso que tenía que ser cubierto con un velo, cuando se relacionaba con los de la Comunidad, y, cuando regresaba ante la Presencia, se volvía a descubrir, permitiendo que ese esplendor lo impregnara más.

 

Así, resplandeciente, no se atrevían a acercarse a él, pero, los jefes de la Comunidad sí. Podemos inferir que la asamblea de los Ancianos podía entender que aquel brillo era Gracia, que él estaba imbuido del Amor que Dios le daba, que aquel Brillo no era para mal, que no iban a morir si lo miraban.

 

Por el contrario, hablamos de la oscuridad de alguien para referirnos a la maldad que muestra. Podemos inferir que de allí derivó la costumbre de llamar brillante a alguien que logra de manera excelsa, alcanzar la plenitud de su realización: Una mente brillante, un violinista brillante, un inventor brillante, un brillante escritor. Alguien, en fin, que refleja y transparenta el Favor de Dios. No es una conquista personal, no es para envanecerse. ¡Es para gloriar a Dios, que tanto bien nos concede!

 

Y ponerse velo es una muestra de sencillez, de recato, de modestia. No se brilla para herir los ojos del prójimo; más bien, casi para insinuarle que también está a su alcance arriesgarse a amar al que es Puro Amor.

 

Josué -a quien mencionamos ayer por la primera vez- ejemplifica esto último: él se exponía con total continuidad al Destello Inenarrable, a la Shekhina, y mereció llegar a ser el sucesor del liderazgo del pueblo de Israel, y llevar a su gente -por fin- a la tierra prometida.

 

Sal 99(98), 5.6.7.9

Este es un Salmo del Reino. Nos llama a ensalzar el Rey de reyes, Señor de señores. El Salmo va avanzando hacía el Trono del Rey y cuanto más cerca esta, más clara es la evidencia: Este Rey es Santo. Es Tres-Veces-Santo.

 

Ante todo, su Reinado de Santidad nos llama a postrarnos ante Él y sólo ante Él.

 

No es un rey que se hace el sordo. No es un Rey que -poderoso ejecutivo- está muy ocupado para oírnos, al contrario, siempre nos escucha; Él nos pide escuchar, precisamente porque es su don Excelso, escucharnos

 

Hoy la perícopa nos permite constatar su Presencia Fiel. Él se da a conocer en la Columna de Nube -que mejor que una nube que servía de constante parasol en el desierto, donde el sol es insoportable. Ser Nube durante el día, cuando el sol requema, y ser Columna de Fuego para derrotar la oscuridad y atemperar contra el intenso frio nocturno, es la Ternura de un Rey-Paternal.

 

קָ֝ד֗וֹשׁ [ka dos guos] es la expresión hebrea para “santo” [kadosh]. El salmo concluye, que YHWH es Santo, Él es אֱלֹהֵֽינוּ [Eloheinu] “Dios”.

 

Mt 13, 44-46

No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.

Mt 7, 21

 

Jesús no se anunciaba a Sí mismo, Jesús trajo una propuesta: lo que anunciaba Jesús era Su Reino. Este conjunto de parábolas que hemos venido considerando en el capítulo 13 del Evangelio según San Mateo, nos muestran diversas facetas, diversas caras de ese poliedro, para que nos hagamos a una idea. El Reino de Dios es algo tan grande que no es fácil aprehenderlo; pero Jesús -como lo hemos venido diciendo- apela a una herramienta extremadamente eficaz: las parábolas. Habrá que decirlo una vez más, las parábolas son claras para los corazones y las mentes sencillas. Por el contrario, son arrevesadas e inextricables para los soberbios y prepotentes.


 

Un detalle muy claro es que para buscar algo tenemos que tener el “entrenamiento” mínimo para discernirlo. No podemos buscar y mucho menos ayudar a construir, algo que no sabemos qué y cómo es. Por ejemplo, si no sabemos cómo es una perla, ¿podemos buscar una, podemos -llegada la buena suerte de encontrar una- justipreciarla, aquilatarla? Probablemente, diremos esta piedra es una bolita rara, tiene una esfericidad peculiar, y produce uno que otro destello al reflejar el sol, parece -un poco- a las canicas que usan los niños en sus juegos. Es, también muy probable- que la desechemos como inútil, o a lo sumo, se la daremos a un niño, como juguete.

 

¿Qué pasa si al cavar encontramos un horcón lleno de morrocotas, pero no sabemos que son morrocotas? Seguro que empezaremos a renegar, ¿cómo se le pudo ocurrir a alguien enterrar un cofre en medio del campo que casi nos daña la pala? Quizá desparramemos el contenido por ahí, sembrando -junto con lo desperdigado- un par de frases de enojo. Y, ni por la mente se nos atravesaría la idea de volverlo a enterrar -discretamente- e ir y venderlo todo y comprar aquel campo para que el tesoro nos llegara a pertenecer en legitimidad.

 

Quizás la vida nos regala -con regular frecuencia- oportunidades de ayudar a construir el Reino; es posible que, de vez en cuando caiga en nuestras manos un retazo de ese Reino, pero nuestra mirada neófita es incapaz de detectarlo. Solamente el “comerciante en perlas finas”, el especialista, tiene la capacidad de reconocer lo que se ha encontrado.

 

No basta que Dios nos haya entregado su Ley, si no estamos entrenados para comprometernos en su cumplimento. De nada vale que gritemos a los cuatro vientos la Santidad de Dios si no sabemos aquilatar la bondad de sus Dones y Regalos y darnos a la tarea de atesorarlos.

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