jueves, 17 de agosto de 2023

Jueves de la Décimo Novena Semana del Tiempo Ordinario


 

Jos 3, 7-10a. 11. 13-17.

Este es un nuevo peldaño en la historia del Pueblo Elegido. El libro -que forma parte de la historia deuteronomista, -que por ejemplo von Rad, e inclusive Ewald proponen considerar como el sexto del que ellos ven como un Hexateuco- consta de tres etapas:

i)       Se inicia con la conquista de la tierra prometida, que se extiende hasta el capítulo 12.

ii)      Del capítulo 13 al 21, se refiera a la distribución del territorio entre las 12 tribus.

iii)     Los capítulos 22-24 se ocupan del final de la historia de Josué y su discurso de despedida.

 

Hay una continuidad planteada en este relato de Josué. Liderados por este sucesor mosaico, entraran en la tierra prometida. Sin embargo, no parece que sea Josué el líder porque va por delante, separados por una distancia aproximada de mil metros; y esta directriz no es presentada directamente por Josué, sino por los escribas que recorrían el campamento haciendo la advertencia. ¿Por qué debían guardar tal distancia? Porque ahora iban a avanzar por un territorio “desconocido”, iban a empezar a avanzar por donde antes no habían puesto pie.

 

El relato se cuida de dejar ver algún vacío de autoridad, y se previene contra la idea de una Comunidad que habría quedado acéfala. Dios lo expresa, en el preámbulo de nuestra perícopa, Él respaldó y le dió apoyo al nuevo líder para que sintieran con evidencia el traspaso directo del mando, de manos del recién fallecido Moisés.

 

Este respaldo total implica un episodio que resulta como una re-edición del paso de la liberación del Mar Rojo (Mar de las Cañas), que cumplió Moisés en Ex 14.  Ahora, Josué, cruzará el Jordán, que se abrirá para darles paso, cuando los portadores del Arca mojaron apenas sus pies. Esta era pues, la demostración de que YHWH, dueño de toda la tierra, estaba en medio de ellos.

 

Este fenómeno de embalsamiento del raudal de una corriente en crecida, no se trataba de algún riachuelo sino de una corriente impetuosa que cesó su carrera para dejarlos cruzar. Y el agua no siguió corriendo, hasta tanto no hubo cruzado el último de los Israelitas que marchaban liderados por el Arca.

 

Entonces, su protección, así hay que entenderlo, dimanaba del Arca, y ¿qué había dentro de ella? Las Tablas de la Ley; o sea que, la protección venía de la Torah, y guardarla significaba la fidelidad a la Alianza pactada. Dios estableció para ellos una mediación humana -la de Josué, como antes había sido la de Moisés-, pero la Presencia-líder era la conformidad con una Ley que, al iluminar sus corazones sustentaba sus vidas y los conducía triunfantes.

 

Sal 114(113A), 1-2. 3-4. 5-6

Salmo de la Alianza. Parece que el ser humano -como uno de sus rasgos- tiene el olvido. En este caso, el olvido del compromiso legal de guardar los preceptos de un “Convenio” casado con Dios, porque, alguna parte del corazón, donde se anida el eco del silbido de la serpiente, le sugiere que de llegar a  ignorar el precepto quedará impune. Ante ese olvido contumaz Dios nos ha obsequiado con la terapia de la “Renovación”. Estas situaciones de repetición de los rituales de la Alianza, tiene como finalidad la de ser ejercicios de anamnesis. Son parte esencial de la Pedagogía Divina que clama ¡Escuchen! ¡Acuérdense! Ustedes y Yo, estamos unidos por un Pacto Soberano, “Yo seré su Dios y ustedes serán mi pueblo” (Cfr. Ex 6, 7-9).

 

Tuvo en medio de su Pueblo un Santuario en el Desierto, era la tienda del Encuentro. Cuando nos condujo a la Tierra de Promisión, instauró su Santuario en Judá. Y, desde allí quiso reinar sobre Israel.

 

Las aguas quedaron estáticas, con admiración al ver a un Dios tan Amoroso que ellas no habían imaginado, detuvieron su marcha, fue así como este pueblo pudo atravesar los ríos que la separaban de su destino, sin mojarse los pies, porque Dios había establecido con ellos una Alianza y las Alianzas selladas por Dios son eternas.

 

Si las aguas mostraban su admiración quedando petrificadas en un sitio, los montes y las colinas hacían fiesta y batían tambores, danzaban con algazara, parecían cervatillos inquietos porque Dios se había dignado apiadarse de los caídos.

 

Cuando, por fin, parecía que estábamos listos para entender y dejarnos calar por el Amor de Dios, nos envió a su Hijo, para tener un Templo Vivo que reconstruiría -sin tardanza- en Tres Días, para sellar con nosotros un Nuevo Pacto, una Alianza de Amor. Aleluya.

 

Mt 18,21 – 19,1



Llegamos al final del Discurso Eclesial, el discurso concluirá con el verso 1º del capítulo 19, donde Jesús deja Galilea y regresa a Judea, atravesando el Jordán.

 

El amor es un poliedro, en Dios es un poliedro de Infinitas caras. La cara más hermosa, la más dulce y tierna, es la de su Corazón Perdonador. Entre los silbidos de serpiente que el Malo sembró en nuestro pecho están la sospecha y el rencor: la sospecha de que el otro nos volverá a herir, y el rencor de llevar registros y grabaciones para refrendar, repasar y revalidar las magulladuras que el tiempo ya había restañado hasta la saciedad. El viejo truco de echarle limón a la herida.

 

Por esto, al lado del Mandamiento del Amor, nos entrega Jesús el Mandamiento del Perdón. Nadie ama si no es capaz de entregar el magno-don, don-de-todos-los-dones, el de resucitar el amor, de sanar el corazón, de obrar el milagro de la cicatrización perfecta: ¡el mayor don que existe es el per-don!

 

Nuestras limitaciones tan humanas, quieren limitar el perdón para prestarle el corazón a los dioses idolátricos. Por eso, tantos de esos dioses paganos proponen la consigna, perdonar, a lo sumo una vez. San Pedro -él siempre tan disponible, tan presto a responder, tan ansioso de destacarse frente al Señor- le ofrece un dechado de abundancia: siete veces.

 

Siete, seguramente, para el corazón humano es excesivo. Tal vez, San Pedro al decirlo, le debió sonar -en sus propios oídos- como una oferta colosal. Pero, ¿qué sabemos nosotros del tamaño del Amor Divino? Hoy día podemos barruntar una idea aproximada, porque testificamos el Amor del Padre que entregó a su Hijo Santísimo para nuestra salvación; pero, en aquel entonces, podía sonar bastante copiosa la oferta de las siete veces.

 

Alguien, en la parábola que leemos hoy, adeudaba 10.000 talentos, recordemos que cada talento equivalía a 6000 dracmas, o sea 21600 gramos de plata, multipliquemos: 216 millones de gramos de plata.

 

A este tremendo deudor, un compañero le debía 100 denarios: al lado de aquella deuda, era una chocita pajiza al lado de un rascacielos. La comparación es hiperbólica, pero logra poner lado a lado el perdón Divino junto al perdón humano. Ahí tenemos un punto de comparación. Se puede conjeturar hasta qué punto tendríamos que llegar en el perdón que nosotros damos frente a lo mucho que continuamente nos está perdonando el Señor, por muy virtuosos que intentemos ser. porque una y mil veces Él nos perdona, una y mil veces tendríamos que acoger al prójimo con la mayor riqueza de corazón y buena voluntad.

 

Esta es la Alianza: ¡Él nos perdona porque nosotros -aunque no nos lo pidan- perdonamos!

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