2S 12, 7-10,13; Sal
32(31), 1-2. 5-6.11; Gal 2, 16,19-21; Lc 7, 36-8:3
La ley como mediación
Se puede trazar un camino y pavimentarlo lujosamente, sin embargo, eso no significa que la gente lo va a transitar. En las urbanizaciones vemos con frecuencia que se trazan caminos que la gente no usa, y por el contrario, prefieren atravesar un jardín o un campo –por ejemplo para acortar el “camino” y llegar más directamente a su destino- así, la vía pavimentada se queda inutilizada, en cambio, atravesando el campo, se va dibujando un sendero donde las pisadas van destruyendo el pasto y va quedando demarcada una ruta nueva, distinta, “espontanea” –por así decirlo.
La ley, tiene el valor del camino demarcado. Está trazada, claramente demarcada, nos indica por dónde ir, nos señala una ruta “cierta”. Una ley suele evitar desmanes, regula la ruta socialmente convenida, corrige los desvíos y abusos que se pueden estar cometiendo. Pero la ley, que señala la ruta que se debería seguir, no siempre se sigue, inclusive, podría decirse que hallamos un gusto especial en contravenirla aun cuando arruinemos la belleza arquitectónica de nuestro sector y aparezcan senderos demarcados por las pisadas que marchitan el pasto. La gente con frecuencia –y esto lo saben muy bien los legisladores- toman atajos, buscan subterfugios, encuentran vías alternas y, terminan por olvidar, la demarcación.
Pero
los caminos demarcados también conllevan el peligro de ser “explotados”. Cuenta
las historia en diversos casos, cómo se empezaron a cobrar “impuestos” de
transito por pasar por ciertas rutas, y cómo malandrines y piratas, se lucraban
a costas de los comerciantes que usaban estos caminos “demarcados”. Así también
una ley puede convertirse en “propiedad” de un “pirata” que se lucre con ella.
Otra analogía puede ser la de quienes por “acortar el recorrido” atraviesan un jardín y crean un atajo que destruye las flores, y acaban con un hermoso paisaje so pretexto la “abreviatura”. Muchas veces, la ley se viola por una especie de pereza moral, por ahorrarse el esfuerzo que requeriría guardar la coherencia con los “principios”, con los “valores”. Es ese esfuerzo, esa aplicación en mantenerse constante y coherente es lo que se denomina virtud. En cuestiones de ley no se puede caer en la laxitud por comodidad pese a que es muy cierto que debemos esforzarnos para alcanzar la meta de respetar la ley.
Se podría tomar cualquier caso: La ley que prohíbe el adulterio no se puede evadir porque nos requiere un esfuerzo para poderla respetar; no sólo no se puede evadir, sino que debemos llevar nuestra coherencia hasta evitar incluso el adulterio “mental”, ese adulterio que no llega a las acciones y que se queda sólo en el pensamiento, el que consiste solamente en “mirar a una mujer con malos deseos” (cfr. Mt 5, 28). Otro ejemplo, la ley contra el asesinato –tantas veces acomodada para justificar la cultura de la muerte- debe guardarse con tal pulcritud que se respete a nuestros “hermanos” evitando inclusive el insulto, o el enojo contra ellos para prevenir el “asesinato moral”, el que va inyectando en la comunidad la falta de unidad, la discriminación, el desprecio y el maltrato, que conlleva por igual “el fuego del lugar del castigo”.(Cfr. Mt 5, 22). Aún un tercer ejemplo es el del juramento. ¿Por qué se ha de jurar? El juramento señala una desvalorización de la “palabra”, lo que se dice no tiene valor porque es palabra humana ¿debe ser esto así? Pues claro que no, el hombre –yendo contra su concupiscencia («permanece abierto el problema doloroso de que “los hombres prefirieron las tinieblas a la luz”…»[1])- debe emprender y aprender el camino de valoración de lo que dice, “sea su lenguaje si, si, no, no” (cfr Mt 5, 37a).
Rastreando
en la historia de la ley nos encontramos con el código de Hammurabi, datado
1700 años antes de Cristo, donde se estipula la ley del Talión. En la Sagrada
Biblia aparece la ley del talión mencionada por lo menos tres veces. Según
Ariel Álvarez Valdés este fue “Un gran paso para la humanidad”. «La ley del
Talión, a pesar de su apariencia cruel, en realidad vino a establecer un
principio de gran misericordia: que la venganza jamás debe exceder la ofensa…
se dio un paso gigantesco para atemperar la violencia personal y social»[2].
Ese
es un primer nivel, pero hay un segundo nivel, el problema que plantea el
asunto de la ley “tomada o cobrada por propia mano”. Continua diciendo Ariel
Álvarez Valdés: «… la Ley del Talión… no fue dictada para que la aplicaran los
individuaos particulares, sino que estaba dirigida al juez, único encargado de
aplicarla… Fue dada para los jueces, a fin de que ellos decidieran en cada
caso, cómo debían hacerla cumplir. Eso lo afirma el libro del Deuteronomio (Cf.
19, 16-21)»[3].
Este sería como el segundo nivel. Sobreviene, a continuación, el tercer nivel,
el que se presenta como dificultad cuando se procura sacar partido de la ley,
aplicada al pie de la letra, «Los jueces judíos afirmaban, con razón, que la
aplicación literal de la Ley del Talión podía mover a injusticias, ya que se
corría el riesgo de privar a alguien de un ojo sano por un ojo enfermo, o de un
diente intacto por un diente cariado.»[4]
Todo esto condujo ciertamente a la necesidad de una Nueva Alianza que trajera consigo una Nueva Ley: «La Ley del Talión,… Jesucristo, decidió eliminarla. Porque entendió que la venganza, por más controlada, restringida y justa que sea, siempre genera nuevos resentimientos. Y por ello, no tiene lugar en la vida cristiana, ni en el nuevo orden que vino a instaurar el Señor.»[5]
No se puede hacer el juego
a la alienación
Cuando
se hace de la ley un pretexto y se la acomoda según nuestros propios y más
cómodos intereses, se incurre en un proceso de fetichización. La fetichización
de la ley es un proceso de desgaste legal que hace de cada precepto un “cojín”
o un “bloque de icopor[6]”. La “ley” fetichizada ha
conducido a la tristísima realidad de la “letra pequeña” y de la búsqueda
sistemática del subterfugio, canonizada con la famosísima frase: “hecha la ley,
hecha la trampa”.
Cuando
recorremos las páginas evangélicas lo primero que nos topamos es con un Jesús
que jamás se apega a la ley (aun cuando siempre se atiene a la Ley, con
profundísima exactitud dice que “Él no vino a abolir la ley, sino a llevarla a
su perfección” (cf. Mt 5, 17-19), por el contrario, parece que su tarea
sistemática consiste en ir en contra de la ley allí donde esta se ha
degenerado; el fariseísmo, por el contrario, consistiría precisamente en la
fetichización de la ley y Jesús lo denuncia como la peor depravación, leyendo
entre líneas los Evangelios y todo el Nuevo testamento, la conclusión se
impone: Nada hay más nocivo y no se puede hallar mayor pecado que entristecer
al Espíritu Santo, con insultos, cólera, gritos, amarguras, rencores; por el
contrario, hay que ser perdonador, amable, misericordioso (cf. Ef 4, 30-32) ya que Dios mismo nos ha entregado las
herramientas necesarias para superar nuestra fragilidad y nos ha constituido
para que seamos fieles al Espíritu y no esclavos de la “letra” de la ley; no la
letra sino el Espíritu nos infunde la Vida. (cf. 2 Cor 3,6).
Jesús nunca repara en tocar leprosos, o mujeres que sangran,
o cadáveres; precisamente el Domingo anterior, tocaba la angarilla donde
conducían el cadáver del hijo de la viuda en la población de Naím, y para nada
vacila; lo que nos comunica el Evangelio es su firmeza para detener el cortejo
fúnebre aplicando su Mano en el punto más escalofriante de toda la procesión,
según el modo de ver la cosas que tenían los fariseos: toca el σορος [soros] “cadáver”. El
primer pensamiento que se nos viene es ¿por qué no detuvo el cortejo
simplemente ordenando con su “hermosa voz”:
“¡deténganse!”? Con el pensamiento ritualista de los fariseos, sin duda alguna,
el “freno electrónico” del cortejo fúnebre estaba instalado en el cadáver.
¿Existiría, en toda la procesión mortuoria, un freno más efectivo? ¡Seguro que
no! (¿Se imaginan la cara de escándalo de los fariseos que pudieran estar
presentes?)
Hoy se repite la “jugada”. Nada ni nadie podía prorrumpir en escena que fuera mayor motivo de “escándalo” σκάνδαλον, ου, τό (que en griego significa precisamente piedra de tropiezo) que ἡ γυνὴ ἥτις ἅπτεται αὐτοῦ ὅτι ἁμαρτωλός ἐστιν una ἡ γυνὴ ἁμαρτωλός “mujer pecadora”; la que al principio del Evangelio de hoy es calificada como ἡ γυνὴ ἥτις ἅπτεται αὐτοῦ ὅτι ἁμαρτωλός ἐστιν “una mujer que en la ciudad ejercía como pecadora”, lo cual se suele traducir como “una mujer de mala vida”. Para un pensamiento que fetichiza la ley como lo era el pensamiento de los fariseos ella era la cima del “escandalo”.
Jesús se mueve en el entramado de “la libertad de los hijos de Dios” puesto que Él -no lo olvidemos ni por un instante- es el Verdadero Hijo de Dios, y no se corta, no se incomoda, no se sonroja, ni entra en el juego de la fetichización, ni tiembla, ni se esconde, ni se justifica, no cohonesta con el pensamiento alienado de los fariseos. Nos encanta como lo dice Arturo Paoli refiriéndose al caso de la mujer adúltera sorprendida en flagrante adulterio: «Cristo no se pone a cavilar sobre la ley, a exigir pruebas, o a pedir compasión por la mujer sorprendida en adulterio. Cristo no va junto a los pobres a mendigar a las puertas de los ricos; va con ellos a acusar y a denunciar. No defiende a la adultera con una interpretación de la ley, no pide una gracia. Toma partido por la mujer y acusa al macho. No lo hace excusando a la mujer “débil”; denuncia el drama de la relación poniéndose de parte de la víctima. No se trata de dos contendientes iguales entre ellos, se trata de una injusticia que involucra a todos, que debe ser considerada y afrontada desde la perspectiva de quien sufre la injusticia, aun cuando el hecho de la opresión haga injusto también a quien la padece.»[7]
Arturo Paoli nos ofrece un paralelo entre la “acogida” de Simón el fariseo y la de la “pecadora” en los siguientes términos: «Simón está junto al huésped físicamente, pero no está en su espacio. Aún está encerrado en el círculo de la ley y de la suficiencia. La que lo recibe no es la dueña de casa, es una intrusa. Cristo narra la acogida manifiesta en los gestos amorosos de la hospitalidad.»[8]
Tres son los reproches que le hace Jesús a Simón su
“anfitrión”:
a) No
me ofreciste agua para los pies
b) No
me besaste al llegar
c) No
me echaste aceite en la cabeza
Son tres signos que nos hablan de la hospitalidad, signos que se deben leer en términos de “señales” indicativas de gestos de acogida cristiana, es decir, de amorosa acogida; los que superan el formalismo y alcanzan el “espacio” de los celestial.
La
mediación que encarcela (o del parqueadero equivocado)
«La ley produce el tipo del hombre “satisfecho de sí”, y por
ende incapaz de liberar al hombre, ya que no puede hacerlo salir del círculo
del propio ‘yo’… el remordimiento de no haber logrado observar la ley, o la
satisfacción de haberla observado. El yo permanece encerrado en su jaula donde
se desespera o se pavonea, alternando momentos de depresión con momentos de
exaltación,….»[9]
El requisito a alcanzar no consiste en apegarnos a la letra
de la ley sino en poner a Jesucristo en el centro de nuestra existencia desplazando
de su nido-prisión el “yo” alienado.
Es oportuno insertar aquí uno de los cuentos de Tony de Mello que nos ayude a entender una dimensión de la Palabra de hoy:
EL MAESTRO ZEN Y EL CRISTIANO
Una vez visitó un cristiano a un maestro Zen y le dijo:
«Permíteme que te lea algunas frases del Sermón de la Montaña». «Las escucharé
con sumo gusto», replicó el maestro.
El cristiano leyó unas cuantas frases y se le quedó mirando.
El maestro sonrió y dijo: «Quienquiera que fuese el que dijo esas palabras,
ciertamente fue un hombre iluminado».
Esto agradó al cristiano, que siguió leyendo. El maestro le
interrumpió y le dijo: «Al hombre que pronunció esas palabras podría realmente
llamársele Salvador de la humanidad».
El cristiano estaba entusiasmado y siguió leyendo hasta el
final.
Entonces dijo el maestro: «Ese sermón fue pronunciado por un
hombre que irradiaba divinidad».
La alegría del cristiano no tenía límites. Se marchó decidido
a regresar otra vez y convencer al maestro Zen de que debería hacerse
cristiano.
De regreso a su casa, se encontró con Cristo, que estaba
sentado junto al camino. «¡Señor», le dijo entusiasmado, «he conseguido que
aquel hombre confiese que eres divino!».
Jesús se sonrió y dijo: «¿Y qué has conseguido sino hacer que
se hinche tu 'ego' cristiano?».
Cuando por fin Jesús está en el centro, entonces el ‘yo’
danza y cantará feliz y adorador, danzará en torno a su Libertador y cada cosa tiene su
propio lugar: Tu ego, la ley y –lo más importante- Jesús estará en tu ser,
también en su lugar. Sólo entonces estaremos listos para comprender que εἰδότες δὲ ὅτι οὐ δικαιοῦται ἄνθρωπος ἐξ ἔργων νόμου ἐὰν
μὴ διὰ πίστεως Χριστοῦ Ἰησοῦ, καὶ ἡμεῖς εἰς Χριστὸν Ἰησοῦν ἐπιστεύσαμεν, ἵνα
δικαιωθῶμεν ἐκ πίστεως Χριστοῦ καὶ οὐκ ἐξ ἔργων νόμου, ὅτι ἐξ ἔργων νόμου οὐ
δικαιωθήσεται πᾶσα σάρξ.[10]”, ¡no nos salva la ley
sino creer en Jesucristo! (Cf. Gal 2, 16).
El que regresa a la idolatría de la Ley, aparca su auto en el
estacionamiento reservado a los fariseos.
[1]
Paoli, Arturo LA PERSPECTIVA POLÍTICA DE SAN LUCAS Siglo XXI Editores Bs. As.
Argentina 1973 p. 171
[2]
Álvarez Valdés, Ariel. ¿QUÉ SABEMOS DE LA BIBLIA?(III) Centro Carismático
“Minuto de Dios”, Bogotá Colombia p. 49
[3] Ibid p. 50
[4] Ibid p. 51
[5] Ibid p. 51-52
[6] Poliestireno
expandido, que en Colombia se le dice así por la sigla de “Industria Colombiana
de Porosos” que lo producen.
[7] Paoli, Arturo Op Cit. p. 159
[8]
Ibid p. 161
[9]
Ibid p. 165
[10]
“Sabemos que ningún hombre es justificado por observar la ley, sino por creer
en Jesucristo; nosotros hemos creído en Cristo Jesús para ser justificados por
la fe en Cristo y no por cumplir la ley, porque por cumplir la ley ninguna
carne será justificada”.
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