Gn
19, 15-29
La actitud de Lot, representa la incapacidad de apartarse del pecado.
Queremos salir, estamos decididos; pero hay algo que nos tira hacia atrás. En
efecto, es muy difícil cortar con una situación pecaminosa. Pero la voz de Dios
nos dice: “huye”. Se trata de huir para ir adelante en el camino de Jesús.
Papa Francisco
Sodoma
y sus depravaciones se atrajeron la muerte. A tal punto llegó la oscuridad de
su corrupción, que fueron borrados del mapa.
Sin
embargo, no está en el Plan de Dios permitir la destrucción de sus “justos”, y
envía a sus Ángeles, para preservar a Lot, su mujer y sus dos hijas. A esta
familia les cuesta abandonar el lugar donde han tejido su fortuna, están allí
como encallados; así que los Ángeles tienen que “remolcarlos” para que puedan
-por fin- desenterrar sus “pesadas anclas”. ¡Un verdadero rescate!
Les
recomienda ir a los montes para resguardarse allá. Pese a esto, y pasa muy
frecuente, que creemos tener mejores soluciones, Lot pide que lo dejen
resguardarse en una ciudad minúscula, llamada Soar -que significa “tan pequeña
que es insignificante”- y se le dio tiempo para llegar al refugio que él mismo
había escogido; fue así como el arrasamiento de Sodoma y Gomorra se dilató,
hasta tanto la familia de Lot no llegó a la ciudad-refugio escogida.
Cuando
los Ángeles los rescataron, les habían prevenido que, en el proceso de tomar
refugio, no habían de “mirar atrás, ni de detenerse”; la mujer de Lot
desobedeció esta instrucción y quedó convertida en una estatua de sal. ¿Cómo
podemos entender este hecho? Digamos que “mirar hacia atrás” puede
-figurativamente- entenderse como una “caricia mental”, consistente en la
evocación y la nostalgia, de lo que en aquellos lugares ella se había habituado
a vivir, “mirar hacia atrás” sería la manifestación de un apego a las “mañas”
allí adquiridas, una tendencia a vivir con las desviaciones que ellos
practicaban y cohonestar con su baja moral. Notamos que a Dios le agrada mucho
la capacidad de levantarse de inmediato y avanzar sin dubitaciones hacia un futuro
“incierto” donde la única garantía es Su Protección; en cambio, le displace
nuestro terco enraizamiento.
Abraham,
por su parte mira y ve las ruinas y los escombros humeantes, sin embargo, su
mirada es diferente: él no mira con inútiles añoranzas, sino que mira para
testimoniar el Poder Ilimitado de Dios y reconocer con gratitud que la
excepción hecha con él mismo y con la familia de su sobrino Lot, fueron
beneficios regalados a través de Abrahán. En él, la mirada es mirada de
gratitud: ve la Bondad y no echa de menos lo que fue, sino que avizora el
futuro que se le ofrece en los sucesivo, él sabe que esta lluvia de fuego
sepultó la maldad, pero a él se le ofrece un nuevo mañana, una opción para
“empezar de nuevo”.
Sal
26(25), 2-3. 9-10. 11-12
Podría
leerse el Salmo como una exploración de los pensamientos de Abrahán
contemplando las humaredas en que habían quedado convertidas las ciudades de
perdición.
Es
un salmo de súplica -alefático, se toman las letras hebreas Bet-Guimel, Yod-Kaf
y Lamed-Mem, para estructurar las tres estrofas de la perícopa, donde, de
alguna manera se sobreentiende la Alianza. Esta salvación que se pide, se
suplica -precisamente- como cumplimiento de lo ofrecido, de lo pactado. No hay
otro derecho para reclamarle a Dios, sólo la Alianza que el Generosamente nos
ha ofrecido.
El
Salmista puede dar fe que la Alianza se ha cumplido por parte del Señor, pues
él tiene ahora ante sus propios ojos, la humareda densa, como humo que saliera
de un horno. Allí, yacen los restos calcinados de los pecadores, de los sanguinarios.
Hay
confianza en el Señor, es lo que muestra la primera estrofa, dónde el Salmista
abre y muestra el interior de su conciencia, para testimoniar que su caminar es
un andar en coherencia con la Ley, esto es lo que quiere decir “caminar en Tu
Verdad”.
Le
ofrece a Dios -de par en par- sus entrañas y su corazón, los lugares de la
interioridad donde se fraguan planes y proyectos, donde anidan las intenciones,
para que בְּֽכָל־מָ֭קֹום עֵינֵ֣י יְהוָ֑ה “a Dios que no se le
oculta nada”, pueda poner en ellos pajarillos que trinaran la certeza, en el
corazón del suplicante: es en Él, en Quien deposita el salmista toda su
confianza.
Mt
8, 23-27
Podemos
decir que el Evangelio de San Mateo comienza con la Infancia de Jesús que se
extiende desde 1,1 hasta 2,23; desde 3,1 hasta 4,25 se da inicio a la actividad
de Jesús; y, de 5,1 hasta 7,29 hemos estudiado el Sermón de la Montaña.
Pasamos
a la que podríamos ver como la cuarta parte: 8,1 hasta 9,38. Trabajaremos sobre
este segmento, hasta el martes de la semana próxima, (con una breve pausa, este
jueves cuando celebraremos la fiesta del Apóstol Tomas; en esa fiesta la
Lectura del Evangelio proviene del Evangelio según San Juan). La actividad se
desarrolla en Galilea, región en la que vamos a permaneceré hasta 13, 58 cuándo
empezará el viaje de Jesús por diversas regiones. Hemos presenciado -a través
de los ojos de Mateo- tres curaciones: la de un leproso, la del criado del
centurión y la de la suegra de Pedro. Ahora vamos a ver el tema del
“seguimiento”, que empieza a desarrollarse en 8, 18; en este co-texto se
inserta el episodio de la de calmar una tormenta, llamando al orden al viento y
al mar.
“Se
produjo una tempestad tan fuerte”. Las olas son signo de las fuerzas del mal
que tienden a oponerse al Señor, que amenazan “devorar” a sus seguidores, sus
discípulos”. El Señor, “duerme” podríamos decir que, en medio de la borrasca,
Jesús está confiado en los Brazos de su Padre. Contrasta con la angustia y el
afán que invade a aquellos hombres de poca fe.
Son
los elementos con sus fuerzas, movilizadas por un enemigo “clandestino” que se mueve
entre las sombras, amargando la vida de los “seguidores”, que desfallecen e
incurren en la inseguridad, en el temor pánico, en el desespero. La tempestad
era -en la conciencia antigua- la encarnación de las fuerzas naturales del mal.
Los discípulos por su parte, “llaman al Señor”, y eso está muy bien; pero, lo
que no está bien es que se dejen sumir en el espanto, que no sepan confiar y
dejarse acoger en el “Amor-Celestial”. Hay un enfrentamiento clásico entre
confianza y temor. Dualidad que muchas veces se hace presente en nuestra vida,
y nos desestabiliza. La fe está en no permitirlo. Pero a veces tenemos que
decir “Creo; pero socorre mi falta de fe” (Mc 9, 24cd).
«En
la barca, de hecho, incluso si duerme, Jesús está, y comparte con los suyos
todo lo que está sucediendo. Su sueño, por un lado, nos sorprende, y por el
otro nos pone a prueba. El Señor está ahí, presente; de hecho, espera —por así
decir— que seamos nosotros los que le impliquemos, le invoquemos, le pongamos
en el centro de lo que vivimos. Su sueño nos provoca el despertarnos. Porque,
para ser discípulos de Jesús, no basta con creer que Dios está, que existe,
sino que es necesario involucrarse con Él, es necesario también alzar la voz
con Él. Escuchad esto: es necesario gritarle a Él.» (Papa Francisco)
Siempre
existe el riesgo de quedarnos allí, inmóviles, paralizados, como Lot que no acertaba
a despegar; que tuvieron que venir Ángeles a sacudirlo, cuando ya el fuego y el
azufre hervían en la punta de sus pies. Los milagros son una clase de Manual de
instrucciones para nosotros, sus discípulos; no se nos instruye para la
espectacularidad -mucho cuidado, no somos atracción de circo, ni personajes de
la feria de rarezas- lo que el Señor nos enseña es el abandono en sus Manos
Divinas. Estamos llamados a confiar -no en nosotros- sino en el obrar
portentoso del Padre. No nos quedemos en admirar a Jesús, en un torrente de
aplausos, que al otro día se vuelven traición- damos el siguiente paso,
confiarnos en Él, con toda confianza. Y Señor, Tú sabes que tenemos fe, pero
conoces la flaqueza de nuestra fe, se Tú Quien la vigoriza y robustece. Sopla
el Ruah en el velamen de nuestra barca, ¡Sálvanos de la inmovilidad! ¡Es lo
primero para seguirte!
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