sábado, 7 de octubre de 2023

Sábado de la Vigésimo Sexta Semana del Tiempo Ordinario



Bar 4, 5-12. 27-29

¡Ánimo Pueblo mío!

Este pueblo manejó varias ópticas; a) Que Dios estaba tan bravo, tan furioso, que en cualquier momento los iba a borrar de la historia, b) que -quizás- Dios se había ocupado de otra cosa, y en ese momento, no estaba disponible para atenderlos; o c) que Dios era impotente frente al poder de los dioses babilonios, así que le tocaba quedarse callado, y dejar actuar a las divinidades extranjeras. Por eso, esta profecía de Baruch tiene tanta importancia, porque era un mensaje de consolación y esperanza. Oigan la Profecía: ¡Claro que Dios no está complacido en la infidelidad de su pueblo! Pero eso es una cosa, y otra cosa es el corazón maternal-paternal de YHWH. ¿Cómo no iba a “molestarlo que su pueblo adorara y ofreciera sacrificios a los demonios babilónicos? Pero, de ahí a que Dios estuviera revolcándose en rencores, o en indiferencia hay una distancia de “miles de leguas”.

 

En la Lectura de hoy, Israel se presenta en la figura de una Viuda; se ha dicho que la “viuda” es emblemática de sus “pequeñines”, esos que Él tanto ama. Ya en (1R 17, 17-24), Elías -comunicando la sensibilidad compasiva de Dios- resucitó al hijo de la viuda de Sarepta, porque Dios no abandona, no traiciona, no desprotege, y -todo lo contrario- hace derroche de su Misericordia. Muerto el hijo de la “viuda”, esta quedaba en la más atroz indefensión, por eso lo devuelve a la vida. Este “milagro” no tiene por objetivo darle prestigio a Elías, no es un regalo que le hace Dios al profeta para que este se colme de fama. Triste y pobre interpretación cuando uno lo traduce como “Elías era uno de los grandes profetas”; lo que Dios nos da a entender, es que, desde muy antiguo, Él nos está mostrando que su Poder es ilimitado: la muerte es el enemigo más letal del ser humano, este signo lo que nos dice es que no hay ningún poder -por temible que nos parezca- que Dios no puede derrotar. Y, aún más, que YHWH siempre cuida y cuidará del desvalido.

 

La viuda de la perícopa, nos personifica hoy, para que no vayamos a creer que Dios los iba a convertir en una nación poderosa, que iba a equipararlos con los babilonios, sus zigurats, su esplendoroso culto a Marduk, sus ciudades, su poderío; lo que Dios les está mostrando es que -así de pequeños, de pocos, de débiles como una viuda, así en ellos se mostrará su Poder, y Él los sabrá cuidar, y sostener.

 

Fundamentarse en su identidad como “pueblo elegido”, no consistía en darles condiciones de avasallamiento para ejercer poder sobre la tierra de los otros pueblos, para hacerlos morder el barro y que sus espaldas saborearan el sabor de su crueldad; lo que los israelitas iban a saborear era su Misericordia Infinita, somos “pueblo elegido” porque Dios no está cautivo en la tierra de Jerusalén, no está preso en el Templo, así como había caminado en el Desierto acompañándolos con sinodalidad en el Éxodo, que no les mando llover “platos gourmet” del Cielo, sino sencillo Maná. Lo que hay que entender y sentir es que, aun estando expatriados, el amor de YHWH no había terminado, que en el corazón de Dios seguía vivo el אהבה [ajavah] “Amor”. Dios no es desgracia eterna, Él se abre paso en medio de la infidelidad y se llega a nuestro lado.

 

Responsabilidad: Tampoco nos exceptúa de la responsabilidad. Lo que ha pasado, el destierro, la deportación, no son caprichos de Dios; tampoco, está Dios prolongando esta tribulación hasta relamerse los labios, gustoso por nuestro padecer; los que nos estamos demorando somos nosotros, en extraer la “sabiduría” que nos regala a través de cada experiencia que vivimos. Es necesario cambiar, si queremos que la viuda rescate su hijo de la fosa, y su familia de la expatriación: ¡hay que dejar el pecado!: ¡vuélvanse a buscar a Dios! Esa es la convocatoria.

 

No es un camino de perdición, no es una ira de Dios que quiere vengarse -nosotros siempre nos hemos imaginado a “dios” como un sádico que quiere ver correr mares de sangre; lo que Él quiere es revelarnos su “Enseñanza”; quiere que su amado pueblo adquiera una sólida formación que les ayude a ser menos débiles, más fieles, más firmes: Dios quiere regalarnos una “sabiduría”, una sabiduría estable, una sabiduría permanente, que no se nos evapore de inmediato; y esa sabiduría estallará en gozo, no somos sabios para estar en un rincón gimoteando, somos sabios para que nos valoremos, porque si no nos amamos a nosotros mismos, seremos incapaces de distribuir el amor: ¿recuerdan? “nadie puede dar lo que no tiene".

 

Una pieza maestra de la sabiduría consiste en saber dónde buscarla, seguro que no está en las riquezas, ni en las mercancías, seguro que no está en las láminas de los santos, ni en los bultos de yeso, sino en la virtud y la experiencia de vida en Jesucristo que ellos nos legaron; la sabiduría está en el corazón de Dios, y es allí donde hay que ir a buscarla.

 

Como Él es "Dios con nosotros", -eso no lo podemos descuidar- hay que entretejerlo con el Nuevo Testamento, Dios vino -así lo declara San Juan- y puso su Tienda en medio de nosotros. La Sabiduría puso su “campamento” en medio de nosotros: Puso allí “La Tienda del Encuentro” (Jn 1, 14).

 

Sal 69(68), 33-35. 36-37

Cuando estamos, ya casi, “tocando fondo” por fin nos llega esa claridad Divina que nos permite ver lo que en las condiciones de prodigalidad se nos escapa. Jesús, cuando entra al Templo y lo descubre, convertido en una cueva de ladrones, descubre dolorido el colmo de nuestro naufragio y la penuria de nuestra fe.

 

Este es un salmo de súplica. Ahí sí, cuando se descubre la gravedad de nuestros descalabros, y vemos venírsenos encima las consecuencias de nuestros actos, ahí sí, porque descubrimos que no hay ningún recurso, ahí sí, sabemos abandonarnos en las Manos del Padre. Este abandono -sentimos que agrada al Señor- porque es consciencia de que Él y sólo Él, puede ser nuestra Salvación: ¡Señor, date prisa en socorrerme!

 

La viuda es personificación en le Profecía de Baruch, Jesús escogió a un Niño muy pequeño y muy frágil para ponerlo en el centro. Todos ellos son figura de los preferidos del Señor. Este salmo se refiere a los humildes, a los pobres, a los cautivos.

 

Nos afanamos y nos dejamos caer de cabeza en el abismo porque no somos de los bienaventurados que lo han visto; pero aquí el Salmo también es profético, para augurarnos que serán los de nuestra estirpe los que lo verán.

 

Va más profunda nuestra bienaventuranza: llagamos a dudar de verlo, y no advertimos que seremos sus habitantes. La Nueva Jerusalén será nuestro hábitat por toda la eternidad.

 

Lc 10, 17-24



Nos encontramos aquí otra des-sintonía interpretativa que estropea la comprensión del mensaje: Jesús ha “transferido poder a sus discípulos”. Y ellos, -ahí está el peligro cuando se vive centrado en el propio ombligo-, se asombran de estar manejando semejante poder, como si fuera un arma de propiedad personal, que, una vez concluidas la batallas al lado de Jesús, se la podrán llevar a casa como “galardón personal”.

 

Ellos no podrán conservar el “sable de luz” para llevárselo a casa, entonces, ¿para qué están ellos comprometidos en esta lid? Y, Jesús les contesta, lo importante, lo valioso, lo que nunca pasará, el premio-eterno será tener el Nombre inscrito en el Cielo. El Nombre es la totalidad de la persona, inscrito es “estar grabado”, por analogía diríamos, “escrito en piedra”, o mejor “indelebles por toda la eternidad”.

 

Los discípulos están alegres por la tarea cumplida, también Jesús lo está, porque eso que a los setenta y dos se les reveló, lo ignoran los que se pretenden “sabios”, los que se arrogan ser “los entendidos”, los que por-de-bajean a otros porque se creen detentadores del monopolio teológico. Una vez más, se pone en el frontis, y se despliega en el friso, que Dios entrega todo a los νήπιος [nepios] “bebes”, “personas de pensamiento sencillo”, “niños”.

 

Querer llevar para la casa el “sable de luz” es algo que bloquea el camino de la santidad, sólo logrará recorrer ese Sendero de Amor, quien entienda que lo que hace no es para que lo reconozcan a él, sino para hacer actuante en nuestra realidad, en nuestro momento histórico, en nuestro presente, aquello que nos es inalcanzable cuando nos quedamos aferrados a la “yoidad”, a la egolatría. Y, no es porque seamos malos, sino porque somos frágiles y dudamos como le pasó a Simón Pedro cuando quiso caminar en el agua.

 

Por eso, algunos estudiosos de los caminos de la santidad, nos dicen que nadie, por muchos esfuerzos que haga, llegar a “santo”, porque no es connatural al ser humano, sino trascendente. Como todo don teologal, en vano tratamos de asirlo. Jesús lo dice poniendo de relieve nuestra incapacidad cognitiva: “Nadie conoce quien es el Hijo, sino el Padre; ni quien es el Padre, sino el Hijo”.

 

Aquí se da esa ruptura, ese salto epistémico. Nadie puede alcanzar la trascendencia, por mucho que se lo proponga; pero, si el Hijo se lo quiere dar, se lo podrá entregar, porque le pertenece por antonomasia. Quiso Jesús hacerse visible y audible para ellos, y, en cambio, tantos “importantes” reyes y profetas, lo tienen y lo tuvieron vedado.

 

Nosotros podemos apretar los parpados y fruncir el entrecejo, podemos refunfuñar y pretextar “injusticia divina”. Pero, a lo sumo, podemos -encaramarnos en un asiento- y reconocer que su Justica es tan inmensa que no la podemos captar. Pero si Jesús se alegra, esa para nosotros ya es Ley y Justificación de que el “reparto se haya hecho así, y no de otra forma”. 

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