lunes, 30 de octubre de 2023

Lunes de la Trigésima Semana del Tiempo Ordinario

 


Rm 8, 12-17

Vamos con la 10ª lección sobre el Libro San Pablo a los Romanos, de las 18 previstas, y vamos dándonos cuenta que la fe es la carrilera de la santidad que sólo es posible gracias a que Jesucristo la hizo posible por medio de la justificación.

 
Pero -loado sea el Señor- que, para edificar la justificación, la hizo Gracia, lo que significa que no es un “objeto” que se pueda comprar o vender, sino que es Gracia. Reflexionemos en la catolicidad de esta justificación, si fuera una mercancía, se saldría de la órbita de tantos y tantos que no les alcanzaría para comprarla. Pero como ella es Gratuita, todos pueden alcanzarla sin la discriminación que depende de la barriguita de la billetera. Y, es que el billete, en sí, no es corrupto, pero puede llegar a adquirir, a contagiarse de la corrupción, y sí así fuera, la justificación ya no sería Santa. El sustrato de esta fragilidad del billete, tiene, siempre que ver con el hecho de que Jesús volcara las mesas de los cambistas en el Templo, y -acto seguido- profiriera la denuncia de haber hecho del Templo, una “casa de ladrones” (Cfr. Mt 21, 12s).

 

Hay una “naturaleza humana” que es -de suyo- Grandiosa, pero, está la fisura que introdujo el pecado, no es propia de la naturaleza humana (nos parece indispensable entender que Dios la creó Grandiosa y sin resquebrajadura alguna) y fue sólo el pecado el que la fragilizó, el pecado puede ser lavado, por la Gracia del bautismo, pero la rendija de nuestra ánfora permite que se cuele una sustancia que corrompe, a la que podríamos llamar “sensualidad-propia” o “concupiscencia”. Hay quienes piensan que está indisolublemente pegada a nosotros, pero ya San Pablo lo ha declarado: el sacrificio de Jesús en la Cruz nos liberó y su Resurrección es el Veredicto Divino que declara su derrota.

 

Nosotros podemos -tercamente- sumergir nuestra propia ánfora, en las aguas descompuestas de la sensualidad para permitir que se cuele por la mentada ranura, algo del virus destructivo y letal. Pero esta manía y esta atracción por la seducción del “fruto de la perdición” puede ser superada por una prótesis que Dios mismo -el Misericordioso- nos regala: la Plenitud donada por el Espíritu Santo. Sólo inmersos en su santificante influjo podremos sustraernos a la adicción maniática de la Carne. Esa Plenitud se alcanza viviendo inmersos en Jesús, porque el Espíritu Santo no es otra cosa que el Espíritu de Jesús que Él nos donó, cuando Resucitado sopló sobre nosotros, la Iglesia, en aquel momento personificada en el Colegio Apostólico (Cfr. Jn 20, 19-26). O sea, asociados con Jesús, reconociendo en Él al puente de conexión con la Redención, sin aceptar el “Puente” no hay manera de cruzar el abismo.

 

No somos ὀφειλέτης [ofeiletes] “deudores”, “los que quedan comprometidos a retribuir un servicio” de la Carne, sino que -por el Espíritu del Salvador-  somos “transportados” -llevados de un lugar al otro, de las puertas de la perdición, somos conducidos al Portal Salvífico. Eso quiere decir que no somos esclavos sin más, desesperados, sino que somos esclavos que “clamamos” (recordemos que esta palabra significa ante todo “súplica”), el que clama suplica, en este caso salvación, y la Gracia que se le da es la filiación adoptiva, por los méritos de Jesucristo, nuestro Señor (porque tenemos en Él puesta nuestra Esperanza).

 

¿Qué se nos otorga aquí? Que el Espíritu Soplado, lo que nos insufla, es la Filiación por Adopción, que sería totalmente inalcanzable para nosotros, pero que Jesucristo nos la da, haciéndonos, como lo dice San Pablo con feliz fórmula: συνκληρονόμοι [sugkleronomoi] “coherederos”, “se echaron las suertes y fuimos nominados para recibir también la herencia”; expliquemos: no era que nos tocara por legalidad recibir la herencia, sino que por la feliz -aunque aleatoria- decisión de Dios, nos correspondió compartir lo que en legitimidad era exclusivo del Hijo.

 

El verso 17 aun nos explica la consecuencia de esta co-heredad, y es que seremos συνδοξασθῶμεν [sundoxastomen] con-glorificados, al que anda con Jesús, se le pega el almíbar de su Dulzura, y Él nos participa del Gozo de su Gloria.

 

No hay que vivir esclavos del miedo de qué nos va a pasar si los dejamos todo y lo seguimos: ¡Ánimo! ¡Sigámoslo! Si sufrimos con Él, no triunfará el sufrimiento, triunfará la Dulzura de la Glorificación. Dejemos que Jesús nos imponga sus manos Generosas, dadoras de Gracia, Sanadoras, Liberadoras.

 

Sal 68(67), 2 y 4. 6-7ab. 20-21

Lo que acabamos de analizar nos ilumina cómo se le somete todo a Jesús: Toda rodilla se dobla en el Cielo -bastante lógico- en la tierra -debería ser así, y en el abismo -pobres, tarde se vinieron a dar cuenta-. Así, su Majestad se revela.

 

Dios se levanta de su Trono y todos sus enemigos salen en desbandada. Pero, para los justos -es al contrario- los Justos hacen Fiesta al reconocer la Grandeza de Dios. Que Gozo tan descomunal es estar en Su Presencia.

 

Dios es Padre para los que son huérfanos. Es Protector de las viudas. Habita en el Cielo, que es su Morada de Santidad. Allí les hace vivienda a los desvalidos que pasan del estado de carenciados a la Magnificencia del Enriquecimiento-Divino.

 

Dios está fastidiado por que se ha llenado de cargas innecesarias a sus hijos. Está escandalizado de que se hayan puesto cargas fatales en sus espaldas, así que manda a su Hijo quien coge el yugo pesado de la Cruz, y lo carga sobre sus propios Hombros. Los despiadados una y otra vez lo crucifican: Más no quedaran impunes, Dios-Salva que se translitera: ¡Jesús! ¡Porque nuestro Dios, es un Dios que salva!

 

Lc 13, 10-17



Estar encorvado es estar apabullado, es una afectación a nuestra dignidad, el hombre -el ser humano- en la plenitud de su dignidad va derecho, erguido, y no torcido y giboso. Pensando en una persona torcida, agobiada, viene a nuestra mente Jesús, cargando la cruz, rumbo al Calvario. ¿Qué lleva Jesús a cuestas? El pesado yugo del oprobio humano. Él les impone las manos a estas cargas y las alza, las recoge, las hace suyas. Él carga el patíbulo.

 

Estas cargas descomunales nos agobian. Uno lo ve día tras día: Mucha gente que apachurrada por los pesos brutales que les imponen, quedan doblados, se les deforma la columna, pierden sus extremidades -bien en accidentes laborales, bien en el combate de sus guerras- son personas que ya no se pueden enderezar, que han sido deformadas en su integridad humana, algunos de ellos, amputados.

 

Qué dice el Jefe de la sinagoga: ¿Por qué no siguen así tranquilos un día más?, ¿cuál es el afán de sacudirse de las cargas?, Si tantos años las han soportado, sopórtenlas otro poco. Ante todo, presten atención a las sacratísimas leyes que decretan la legalidad y justicia de estos yugos. ¡El que quiera comer que cargue! ¡qué deforme su espalda! ¡No sois sino una recua de flojos! ¡Perezosos!

 

Continúa diciendo el Jefe de la sinagoga: Aprendan de esta mujer encorvada, lleva ya diez y ocho años así. ¿Qué prisa corre en cambiar las cosas?


 

Jesús no podía dilatar esta situación un minuto más. Piensa para sus adentros ni que ella fuera un buey o un burro. La tratan como a un animal de carga. Y así lo hace evidente: Cuando Jesús le impuso las manos y la mujer se pudo enderezar, él -el jefe de la sinagoga- y todo su corro - ἀντίκειμαι [antikeimai], “opositores”- quedaron abochornados. Pero están otros, los que van con Jesús, los que lo admiran y lo reconocen, son los ὄχλος [ochlos], los que no se alegran de la injusticia y -que, por el contrario- se alegran de las maravillas que Jesús hacía por doquier, liberando, sanando, en este caso, en la mismísima sinagoga.

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