domingo, 10 de noviembre de 2024

Lunes de la Trigésimo Segunda Semana del Tiempo Ordinario

 


Tit 1, 1-9

Las cartas pastorales representan un anillo de unión entre el Pablo histórico y las Iglesias de la segunda y de la tercera generación cristiana que viven de su mensaje.

Rinaldo Fabris

En estos tres días -lunes a miércoles- vamos a desarrollar un cursillo relámpago sobre la carta pastoral remitida a Tito. Las Cartas pastorales son cuatro: dos a Timoteo, una a Tito y una a Filemón. Se llaman “Pastorales” porque en ellas se les dan directrices a las personas que están a la cabeza de las comunidades eclesiales, -por eso también se les llama “Cartas eclesiales”- indicándoles cuáles son sus funciones y cómo encararlas, de manera que cumplan ser guías, guardianes y proveedores espirituales para las ovejas de esas comunidades; en el caso de Tito, puesto al frente de la comunidad cretense. Llamarlas cartas pastorales no es de antigua data, fue entre 1753 y 1755 que Paul Anton -eminente coptólogo-, durísimo critico de San Pablo, las designó con este título, que sencillamente registraba con nombre propio, las características que ya en el medioevo se les reconocía.

 

Se trata de Cartas Deuteropaulinas, escritas diez o veinte años después de la muerte de San Pablo (alrededor del año 100), que tienen como propósito darle continuidad al trabajo que había iniciado San Pablo; para “organizar lo que aún faltaba por hacer”. Ese lineamiento proyectivo se fundamenta sobre el nombramiento de diáconos, presbíteros y epíscopos, y también, comisionar a ciertas “viudas” que recibían encargos especiales y liderazgos, el seno de esas comunidades.

 

Las razones que llevan a cuestionar la autoría directa de Pablo son:

a)    El estilo y características se apartan del propio de los escritos proto-paulinos.

b)    Faltan las categorías y términos originarios de San Pablo

c)    Aparecen expresiones y conceptos más cercanos al helenismo.

d)    Se idealiza a San Pablo mostrándolo como “heraldo del Evangelio”.

e)    El cuadro general que entregan las Cartas Pastorales no se avienen con los registros que nos dan los Hechos de los Apóstoles

f)     En estas cuatro cartas sólo se reconoce un encarcelamiento de San Pablo.

 

La hipótesis más viable sobre su autoría es atribuírselas a un fiel discípulo de San Pablo, este habría recogido el esquema organizativo general de las instituciones helénicas y propuesto las condiciones que se pedían a los funcionarios oficiales en sus cargos públicos.


 

Muy lejos de entrar a cuestionar la canonicidad de estas cartas; lo que se quiere aportar es que, desde sus orígenes, la iglesia desarrollo un estilo “continuista” y no de rupturas y discontinuidades, siendo este uno de los rasgos más sólidos que siempre se ha mostrado sano en el pastoreo, donde la gente se imagina que estar cambiando y desgarrar las tradiciones sea lo más saludable. Tampoco aquí se quiere afirmar -el otro extremo- que nunca hay que cambiar, sabiendo que, si descubrimos un error, lo conducente es modificar para erradicarlo y cambiar, lo antes posible.

 

Sal 24(23), 1b-2. 3-4ab. 5-6

Enséñame la lección de tu Encarnación

Hay que distinguir entre los salmos de Entronización del rey y los salmos reales, en estos últimos, se toma un momento especifico de toda la ceremonia de entronización, y no la ceremonia integra.


 

Este salmo se puede estudiar tomando sus dos partes componentes:

a)    Donde se dan las condiciones para ingresar en el templo

b)    Las aclamaciones proferidas cuando se procesionaba para llevar al Templo el Arca de la Alianza.

Toda la perícopa proclamada hoy, proviene de la primera parte. Da las características que se esperan de aquel que quiere entrar al Templo interesado en llegar a ver el Rostro de Dios.

 

Aquí se produce un dialogo litúrgico entre el coro y, diversos “cantores” a los que correspondía ir contestando a las preguntas.

 

Muchas veces no nos fijamos como se debe en la Eucología que va desarrollando la Eucaristía. Por ejemplo, en la plegaria Eucarística II, dice el Sacerdote, “Nos haces dignos de servirte en tu presencia”, y, sin embargo, muchas veces ponemos requisitos de “purificación” como si esa dignidad se pudiera alcanzar con pías acciones y profundos arrepentimientos, o con lavado de manos o algún otro ritual. Y habríamos de adquirir consciencia que esa dignificación no es obra del ser humano, por más virtuoso que sea o se lo proponga. Es el Mismo Dios quien nos dignifica, y no hay nada que podamos hacer para alcanzar ese status. Lo que no quiere decir que Dios no nos tome en cuenta y no nos invite, continuamente, a participar del plan que encierra la Economía de la Salvación.

 

Él, el Señor, nos hace dignos de estar ante Él y servirle: no es por merecimiento, ni por méritos propios, sino por su condescendencia divina. Nos hace dignos al otorgarnos su Espíritu Santo y toda gracia; nos hace dignos revistiéndonos de su Hijo Jesucristo (cf. Rm 13,14). Esto está ratificado en la perícopa: señalando que “Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes”.

 

Cuando hay sinceridad y veneración profunda al buscar las Puertas del Templo, el Señor nos obsequia tres características dignificantes:

i)              Manos inocentes

ii)             Corazón puro

iii)           Cero idolatrías

 

“Recibirá -lo dice el salmo- la Bendición del Señor, Dios, el Salvador, le dará la justificación, lo constituirá “ciudadano del Reino”, porque ha priorizado en su existencia la búsqueda de la Justicia Divina; semejante logro, no es logro humano, sino Don Celestial, por eso insistimos que la fe es virtud teologal.

 

Proponemos poner en el Altar la petición de este Don Magnifico, diciendo:

Enséñame a tratar contigo, Señor.

Enséñame a combinar la intimidad y el respeto,

la amistad y la adoración,

la cercanía y el misterio.

Enséñame a levantar mis dinteles y abrir mi corazón al mismo tiempo

que me arrodillo y me inclino en tu Presencia.

Carlos González Vallés s.j.

 

Lc 17, 1-6

En realidad, si hacer el bien al hermano nos da la vida porque nos hace semejantes a Dios, el hacerle el mal es un verdadero suicidio, porque nos quita la semejanza con Él. En efecto, nuestra vida consiste en ser como Él.

Silvano Fausti



La clave siempre es el amor. Vivir cristianamente consiste precisamente en vivir permitiendo que toda nuestra existencia sea un verdadero jardín de amor, florido con esas flores, y no con otras. Esto es consustancial con la sinodalidad. Podríamos decir que se fundamenta la construcción del Reino en el ejercicio del amor. Y que todas nuestras relaciones interpersonales habrían de estar presididas por ese Espíritu. El Espíritu Santo no es más que el Amor saturándonos.

 

Sin embargo, la vida no es una linealidad d amor y dulzura. Hay desafinamientos, hay rugosidades, se dan inevitablemente las asperezas, eso en la perícopa está diagnosticado con la expresión. “Es inevitable que haya escándalos”.

 

¿Por qué son “escandalo” o sea “piedras de tropiezo”? Porque uno esperaría que todo fuera fluido, todo bien aceitado, sin ninguna desarmonía, sin discordancias. Pero, precisamente esa es la consecuencia del “pecado original”. Si o hubiera existido el “pecado original” todo sería armonioso. La comunicación sería fluida, sin interferencias, sin disonancias. ¿Qué es la concupiscencia? No es una maldad inherente al ser humano, sino la piedra de tropiezo que deja el Malo en el camino para que nos tropecemos.

 

Aquí no le estamos echando la culpa al Malo de lo que pasa. Pero de alguna manera podríamos razonar de la siguiente manera. Fuimos nosotros los que liberamos al Malo de sus cadenas; él estaba completamente maniatado, y era impotente para infligirnos “tropiezos”. Lo malo del “fruto prohibido” era que el Diablo estaba atado a él, y en el preciso instante que arrancamos el fruto para comerlo, rompimos la cadena y se escapó toda su perversión y se derramó por el mundo.


 

Ese reguero es de piedras de tropiezo y por tanto, es imposible que no haya tropiezos. El reguero es de tal orden, que sólo caminando con muchísima atención podremos superar la prueba del “tropezar”.

 

Sin embargo, hay una crema muy eficaz para los tropezones, que, si uno se golpea, no hay herida, ni moretón, ni inflamación ninguna, se llama: “perdón”. No pasa nada, y el pobre diablo queda nuevamente maniatado si tenemos un pote repleto de “perdón”. No importa qué tanto nos tropecemos si nos aplicamos la crema esta de las rodillas para abajo, y a cada tropezón, en vez de renegar y maldecir por el topetazo, aplicamos un generoso emplasto de “perdón”.

 

Al que dé la más mínima seña de arrepentirse, estemos dispuestos a derrochar nuestra crema con generoso humanismo, con paciente fraternidad, con sinodal remedio.

 

No nos vayamos a detener en el número de veces que hay que perdonar. No nos pase lo de San Pedro que andaba investigando hasta que límite se extendía el límite del perdón (él estaba muy farisaicamente propenso a limitarlo a siete veces). Así como le decimos a Dios: “Si cien veces caigo, cien veces levántame” así también, como nos comprometemos en el Padre nuestro, perdonemos siempre para que Dios -a Su Vez- siempre nos perdone. (… todo el viaje a Jerusalén es una catequesis que desarrolla las peticiones del Padre nuestro…) (S. Fausti).

 

Los apóstoles eran conscientes de haber sido educados en una cultura rencorosa, pobre en perdón, rica en resentimientos, y pedían del Señor su fuerza, por eso le piden que les aumente la fe.

 

Pero la fe ¡ya la tenemos! al conocer a Jesús tuvimos conexión al dispensador de la fe que es la generatriz de toda la capacidad de perdón, para ser capaces de siempre perdonar. Nos parece que nuestra fe es pequeña, pero hemos de entender que esa pequeñez es fuente de infinitud porque es el amor de Dios en una capsula diminuta, tamaño de “semilla de mostaza”, pero no significa que se agote pronto, porque de ella mana un raudal que saltará a la Vida Eterna (cfr. Jn 4, 14).

 

Cabe aquí como reforzador, una cita de San Claude de la Colombière, que nos trae Papa Francisco en la Dilexit nos, 126: «Estoy tan convencido, Dios mío, de que velas sobre todos los que esperan en Ti, y de que no puede faltar cosa alguna a quien aguarda de Ti todas las cosas, que he determinado vivir de ahora en adelante sin ningún cuidado, descargándome en Ti de todas mis solicitudes […]. No por eso perderé la esperanza; antes la conservaré hasta el postrer suspiro de mi vida y vanos serán los esfuerzos de todos los demonios del infierno por arrancármela […]. Que otros esperen la dicha de sus riquezas o de sus talentos; que descansen otros en la inocencia de su vida, o en la aspereza de su penitencia, o en la multitud de sus buenas obras, o en el fervor de sus oraciones; en cuanto a mí toda mi confianza se funda en mi misma confianza […]. Confianza semejante jamás salió fallida a nadie. […] Así que, seguro estoy de ser eternamente bienaventurado, porque espero firmemente serlo, y porque eres Tú, Dios mío, de quien lo espero»[1].

 

 

 



[1] S. CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE, Acto de confianza, en Escritos Espirituales del beato Claudio de La Colombière, S.J., Mensajero, Bilbao 1979, 110.

 

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