Tit
1, 1-9
Las cartas pastorales
representan un anillo de unión entre el Pablo histórico y las Iglesias de la
segunda y de la tercera generación cristiana que viven de su mensaje.
Rinaldo Fabris
En
estos tres días -lunes a miércoles- vamos a desarrollar un cursillo relámpago
sobre la carta pastoral remitida a Tito. Las Cartas pastorales son cuatro: dos
a Timoteo, una a Tito y una a Filemón. Se llaman “Pastorales” porque en ellas
se les dan directrices a las personas que están a la cabeza de las comunidades
eclesiales, -por eso también se les llama “Cartas eclesiales”- indicándoles
cuáles son sus funciones y cómo encararlas, de manera que cumplan ser guías, guardianes
y proveedores espirituales para las ovejas de esas comunidades; en el caso de
Tito, puesto al frente de la comunidad cretense. Llamarlas cartas pastorales no
es de antigua data, fue entre 1753 y 1755 que Paul Anton -eminente coptólogo-,
durísimo critico de San Pablo, las designó con este título, que sencillamente
registraba con nombre propio, las características que ya en el medioevo se les
reconocía.
Se
trata de Cartas Deuteropaulinas, escritas diez o veinte años después de la
muerte de San Pablo (alrededor del año 100), que tienen como propósito darle
continuidad al trabajo que había iniciado San Pablo; para “organizar lo que aún
faltaba por hacer”. Ese lineamiento proyectivo se fundamenta sobre el
nombramiento de diáconos, presbíteros y epíscopos, y también, comisionar a
ciertas “viudas” que recibían encargos especiales y liderazgos, el seno de esas
comunidades.
Las
razones que llevan a cuestionar la autoría directa de Pablo son:
a) El estilo y
características se apartan del propio de los escritos proto-paulinos.
b) Faltan las
categorías y términos originarios de San Pablo
c) Aparecen
expresiones y conceptos más cercanos al helenismo.
d) Se idealiza a San
Pablo mostrándolo como “heraldo del Evangelio”.
e) El cuadro general
que entregan las Cartas Pastorales no se avienen con los registros que nos dan
los Hechos de los Apóstoles
f) En estas cuatro
cartas sólo se reconoce un encarcelamiento de San Pablo.
La
hipótesis más viable sobre su autoría es atribuírselas a un fiel discípulo de
San Pablo, este habría recogido el esquema organizativo general de las
instituciones helénicas y propuesto las condiciones que se pedían a los
funcionarios oficiales en sus cargos públicos.
Muy
lejos de entrar a cuestionar la canonicidad de estas cartas; lo que se quiere
aportar es que, desde sus orígenes, la iglesia desarrollo un estilo
“continuista” y no de rupturas y discontinuidades, siendo este uno de los
rasgos más sólidos que siempre se ha mostrado sano en el pastoreo, donde la
gente se imagina que estar cambiando y desgarrar las tradiciones sea lo más
saludable. Tampoco aquí se quiere afirmar -el otro extremo- que nunca hay que
cambiar, sabiendo que, si descubrimos un error, lo conducente es modificar para
erradicarlo y cambiar, lo antes posible.
Sal
24(23), 1b-2. 3-4ab. 5-6
Enséñame la lección de tu Encarnación
Hay
que distinguir entre los salmos de Entronización del rey y los salmos reales,
en estos últimos, se toma un momento especifico de toda la ceremonia de
entronización, y no la ceremonia integra.
Este
salmo se puede estudiar tomando sus dos partes componentes:
a) Donde se dan las
condiciones para ingresar en el templo
b) Las aclamaciones
proferidas cuando se procesionaba para llevar al Templo el Arca de la Alianza.
Toda
la perícopa proclamada hoy, proviene de la primera parte. Da las
características que se esperan de aquel que quiere entrar al Templo interesado
en llegar a ver el Rostro de Dios.
Aquí
se produce un dialogo litúrgico entre el coro y, diversos “cantores” a los que
correspondía ir contestando a las preguntas.
Muchas
veces no nos fijamos como se debe en la Eucología que va desarrollando la
Eucaristía. Por ejemplo, en la plegaria Eucarística II, dice el Sacerdote, “Nos
haces dignos de servirte en tu presencia”, y, sin embargo, muchas veces ponemos
requisitos de “purificación” como si esa dignidad se pudiera alcanzar con pías
acciones y profundos arrepentimientos, o con lavado de manos o algún otro
ritual. Y habríamos de adquirir consciencia que esa dignificación no es obra
del ser humano, por más virtuoso que sea o se lo proponga. Es el Mismo Dios
quien nos dignifica, y no hay nada que podamos hacer para alcanzar ese status.
Lo que no quiere decir que Dios no nos tome en cuenta y no nos invite,
continuamente, a participar del plan que encierra la Economía de la Salvación.
Él,
el Señor, nos hace dignos de estar ante Él y servirle: no es por merecimiento,
ni por méritos propios, sino por su condescendencia divina. Nos hace dignos al
otorgarnos su Espíritu Santo y toda gracia; nos hace dignos revistiéndonos de
su Hijo Jesucristo (cf. Rm 13,14). Esto está ratificado en la perícopa:
señalando que “Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus
habitantes”.
Cuando
hay sinceridad y veneración profunda al buscar las Puertas del Templo, el Señor
nos obsequia tres características dignificantes:
i)
Manos inocentes
ii)
Corazón puro
iii)
Cero idolatrías
“Recibirá
-lo dice el salmo- la Bendición del Señor, Dios, el Salvador, le dará la
justificación, lo constituirá “ciudadano del Reino”, porque ha priorizado en su
existencia la búsqueda de la Justicia Divina; semejante logro, no es logro
humano, sino Don Celestial, por eso insistimos que la fe es virtud teologal.
Proponemos
poner en el Altar la petición de este Don Magnifico, diciendo:
Enséñame a tratar
contigo, Señor.
Enséñame a combinar la
intimidad y el respeto,
la amistad y la
adoración,
la cercanía y el
misterio.
Enséñame a levantar mis
dinteles y abrir mi corazón al mismo tiempo
que me arrodillo y me
inclino en tu Presencia.
Carlos González Vallés
s.j.
Lc
17, 1-6
En realidad, si hacer
el bien al hermano nos da la vida porque nos hace semejantes a Dios, el hacerle
el mal es un verdadero suicidio, porque nos quita la semejanza con Él. En
efecto, nuestra vida consiste en ser como Él.
Silvano Fausti
La
clave siempre es el amor. Vivir cristianamente consiste precisamente en vivir
permitiendo que toda nuestra existencia sea un verdadero jardín de amor,
florido con esas flores, y no con otras. Esto es consustancial con la sinodalidad.
Podríamos decir que se fundamenta la construcción del Reino en el ejercicio del
amor. Y que todas nuestras relaciones interpersonales habrían de estar
presididas por ese Espíritu. El Espíritu Santo no es más que el Amor
saturándonos.
Sin
embargo, la vida no es una linealidad d amor y dulzura. Hay desafinamientos,
hay rugosidades, se dan inevitablemente las asperezas, eso en la perícopa está
diagnosticado con la expresión. “Es inevitable que haya escándalos”.
¿Por
qué son “escandalo” o sea “piedras de tropiezo”? Porque uno esperaría que todo
fuera fluido, todo bien aceitado, sin ninguna desarmonía, sin discordancias.
Pero, precisamente esa es la consecuencia del “pecado original”. Si o hubiera
existido el “pecado original” todo sería armonioso. La comunicación sería
fluida, sin interferencias, sin disonancias. ¿Qué es la concupiscencia? No es
una maldad inherente al ser humano, sino la piedra de tropiezo que deja el Malo
en el camino para que nos tropecemos.
Aquí
no le estamos echando la culpa al Malo de lo que pasa. Pero de alguna manera
podríamos razonar de la siguiente manera. Fuimos nosotros los que liberamos al
Malo de sus cadenas; él estaba completamente maniatado, y era impotente para
infligirnos “tropiezos”. Lo malo del “fruto prohibido” era que el Diablo estaba
atado a él, y en el preciso instante que arrancamos el fruto para comerlo,
rompimos la cadena y se escapó toda su perversión y se derramó por el mundo.
Ese
reguero es de piedras de tropiezo y por tanto, es imposible que no haya tropiezos.
El reguero es de tal orden, que sólo caminando con muchísima atención podremos
superar la prueba del “tropezar”.
Sin
embargo, hay una crema muy eficaz para los tropezones, que, si uno se golpea,
no hay herida, ni moretón, ni inflamación ninguna, se llama: “perdón”. No pasa
nada, y el pobre diablo queda nuevamente maniatado si tenemos un pote repleto
de “perdón”. No importa qué tanto nos tropecemos si nos aplicamos la crema esta
de las rodillas para abajo, y a cada tropezón, en vez de renegar y maldecir por
el topetazo, aplicamos un generoso emplasto de “perdón”.
Al
que dé la más mínima seña de arrepentirse, estemos dispuestos a derrochar
nuestra crema con generoso humanismo, con paciente fraternidad, con sinodal
remedio.
No
nos vayamos a detener en el número de veces que hay que perdonar. No nos pase
lo de San Pedro que andaba investigando hasta que límite se extendía el límite
del perdón (él estaba muy farisaicamente propenso a limitarlo a siete veces).
Así como le decimos a Dios: “Si cien veces caigo, cien veces levántame” así
también, como nos comprometemos en el Padre nuestro, perdonemos siempre para
que Dios -a Su Vez- siempre nos perdone. (… todo el viaje a Jerusalén es una
catequesis que desarrolla las peticiones del Padre nuestro…) (S. Fausti).
Los
apóstoles eran conscientes de haber sido educados en una cultura rencorosa,
pobre en perdón, rica en resentimientos, y pedían del Señor su fuerza, por eso
le piden que les aumente la fe.
Pero
la fe ¡ya la tenemos! al conocer a Jesús tuvimos conexión al dispensador de la
fe que es la generatriz de toda la capacidad de perdón, para ser capaces de
siempre perdonar. Nos parece que nuestra fe es pequeña, pero hemos de entender
que esa pequeñez es fuente de infinitud porque es el amor de Dios en una capsula
diminuta, tamaño de “semilla de mostaza”, pero no significa que se agote
pronto, porque de ella mana un raudal que saltará a la Vida Eterna (cfr. Jn 4,
14).
Cabe
aquí como reforzador, una cita de San Claude de la Colombière, que nos trae
Papa Francisco en la Dilexit nos,
126: «Estoy tan
convencido, Dios mío, de que velas sobre todos los que esperan en Ti, y de que
no puede faltar cosa alguna a quien aguarda de Ti todas las cosas, que he
determinado vivir de ahora en adelante sin ningún cuidado, descargándome en Ti
de todas mis solicitudes […]. No por eso perderé la esperanza; antes la
conservaré hasta el postrer suspiro de mi vida y vanos serán los esfuerzos de
todos los demonios del infierno por arrancármela […]. Que otros esperen la
dicha de sus riquezas o de sus talentos; que descansen otros en la inocencia de
su vida, o en la aspereza de su penitencia, o en la multitud de sus buenas
obras, o en el fervor de sus oraciones; en cuanto a mí toda mi confianza se
funda en mi misma confianza […]. Confianza semejante jamás salió fallida a
nadie. […] Así que, seguro estoy de ser eternamente bienaventurado, porque
espero firmemente serlo, y porque eres Tú, Dios mío, de quien lo espero»[1].
[1] S. CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE, Acto de confianza, en Escritos Espirituales del beato
Claudio de La Colombière, S.J., Mensajero, Bilbao 1979, 110.
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