Ap
21, 1-5a. 6b-7
El cosmos es nuevo
porque la vida en este cosmos nuevo ha derrotado a la muerte, la vida se afirma
victoriosa más allá de la muerte.
Pablo Richard
Esta
Lectura es verdaderamente victoriosa. Derrota la falsedad que estamos
destinados a morir. Aquí encontramos que hay un fin para esta “realidad”. Pero
encontramos el anuncio triunfal que sobrevendrá “un cielo nuevo y una tierra
nueva”. No se niega lo primero, pero se declara perentorio lo segundo.
Dice
Juan que vio un Cielo Nuevo y una tierra nueva; el primer cielo y la primera
tierra habían desaparecido. Esta expresión debe entenderse como toda la
naturaleza, el cosmos entero. Bastaría con decir eso, pero para dilucidarlo se
entra a especificar:
1) Ya no existe el mar
2) Ya no existe ya más
la muerte
3) También dejaron de
existir el llanto, el clamor y el dolor
4) La maldición no
existirá ya más (ver Ap 22, 3)
5) La noche no
existirá ya más.
Esta
desaparición alude evidentemente a una realidad mítico-cósmica. Al mostrar la
desaparición del mar se está afirmando que lo caótico desaparece. Todo cuanto
niega la vida, ha desaparecido, es decir, lo que se afirma es la victoria de la
Vida. La vida está definitivamente a salvo. Pero la victoria de la vida
significa la victoria del bien. La muerte ha sido aniquilada.
Como
cima de la victoria sobre todo lo que es negativo o inspira sufrimiento, se
afirma cuando se anuncia que “toda lágrima será enjugada”. Esta afirmación es
el consuelo supremo de aquellos cuya vida está marcada por el sufrimiento y el
padecimiento.
Hay
un elemento de “maldición” que se nos informa que también desaparecerá.
Recordemos que Dios maldijo a la serpiente por haber importado al Edén el
pecado, y con ella quedaron malditos Adán y Eva, que con esa maldición
empezaron a arrastrar las consecuencias de haber ignorado la única prohibición
que los regía. Aquí en Ap 22, 3 la palabra que encontramos es κατάθεμα
[kathatema]
“lo maldito”, “lo que ha caído hasta el fondo”, lo que se ha llevado al colmo
de la perdición”, en el Libro del Génesis se usa אָר֤וּר
[ohrar] “maldición” (Gn 3, 14)
Lo que estamos presenciando en esta perícopa es el futuro de
la historia. Esta Jerusalén de la que se habla en el Apocalipsis no es la
Jerusalén geográfica; sino un “mito” trans-historico para nombrar, de alguna
manera, al pueblo de Dios escatológico. La vieja Jerusalén es el muestrario de
una derrota, de un fracaso; Dios “hace todo nuevo”, y hace una nueva ciudad de
la Justicia y la Paz. No es la Nueva que baja de las alturas, ni la vieja que
es purificada con un rescate ascensional. ¡Es un proyecto nuevo!
Y no es un pueblo llevado a un nuevo lugar y rodeado de cosas
diferentes; sino que también las cosas alcanzan a gozar de los efectos
Redentores del Cordero.
Hay aquí, y asistimos a una antítesis definitiva: estaba la
Ciudad de Babilonia, símbolo del pecado y la perdición; ahora estamos ante la
Jerusalén. Porque lo que se ha logrado es un quiebre y un salto teológico: la
dimensión inmanente: la tierra; la dimensión trascendente: el Cielo. ¡Y los dos
planos se encuentran!
Encontramos en el camino, como una especie de interferencia. De
este entorpecimiento se habla en Génesis el capítulo 22, allí en el verso 3, se
le llama: la maldición. Esta maldición
nos lleva al episodio de la caída, donde la Serpiente -la más astuta de todo lo
indómito, de las fuerzas oscuras e ininteligibles- engatusó al ser humano; Dios
les dio sentencia de maldición, אָר֤וּר [arur] “maldita”,
execrable, “digna de destrucción”, “abominable”, si la bendición llama a la
existencia y declara intocable; la maldición condena y llama a la desaparición.
Esta Palabra en labios del Señor, se hace extensible al género humano, lo
sentencia como “caído” y lo lleva a requerir el Antídoto-Divino; único elixir
que neutraliza la “ruptura” y la restaña. No es que con el correr del tiempo la
caída se hubiera diluido-; saltando del Primer Libro de las Escrituras, llega
aquí, hasta el último, se nos informa que ya no habrá más maldición. Lo que
forma parte del cumplimiento de la Promesa,
La lucha que se libra en el marco histórico, llega a su
culmen en el marco tras-histórico: La historia inició con una Ciudad que
levantaba -altanera- una Torre (un Zigurat) para llegar donde Dios. En esta
perícopa nos hallamos ante una Ciudad que lo busca, amorosa y enamorada y un
Dios -que desde siempre nos ha amado con todo su tierno amor y baja, de nuevo,
a buscarnos, a rescatarnos.
Le esposa siempre simboliza a la Iglesia, pero nosotros, muy
devotos y muy píos, no estamos -sin embargo- listos para dar el gran paso y
aceptar que seamos tan amados y corresponder con cada “pisca” de las fuerzas
que tengamos, al amor, con amor. Consumirnos como una Vela al dar la luz, dándole
todo el resplandor de nuestro amor. Nuestra vida es una escuela de oración, de
entrega, de donación, para amar como la Novia del Cordero.
En el verso 2, leemos, refiriéndose a la Nueva Jerusalén que
baja del Cielo: “Vi la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén, bajando del cielo, de
Dios, preparada como novia que se arregla para el Novio”. La palabra que
se usa allí para “preparada” es ἑτοιμάζω
[etoimazo] subraya que ha sido
capacitada, que ha recibido todo su “entrenamiento”, que su corazón ha
aprendido a corresponder al Infinito Amor. No es que desaparezca la “persona”
del Novio diluida en la persona de la novia, ni mucho menos lo contrario. A
veces se traduce ἑτοιμάζω como “arreglada” o “adornada”,
perdiendo de vista “el proceso configurativo” al que se alude en esta palabra,
que quiere señalarnos un esfuerzo por ponerse a la altura, no presuntuosa o
autosuficientemente, sino consciente que debe dignificarse y lavar sus
vestiduras en la Sangre del Cordero.
«La reciprocidad entre Dios y los hombres supondrá la
desaparición de todos los elementos negativos propios de la inmanencia, que
pesan sobre el desarrollo de la historia de la Salvación.» (Ugo Vanni)
Sal
62(61), 2-3. 6-7. 8-9ab
Este
salmo es una exhortación profética contra los impíos. En este Salmo la sangre
vitalizadora que fluye a través de él, nos parece que es la idea que hay un
solo Amor Verdadero, y ese es el Amor de Dios. El amor, esa idea tan
maravillosa, pero a la vez tan fetichizada, y tan “manoseada”, porque, así como
el Diablo mostro el fruto prohibido como sabroso y apetecible, también procura
y gasta esfuerzos en hacernos creer que el Tesoro que Dios nos señala como lo
más valioso es cualquier piltrafa.
Cumplo
con ir al Sacramento de la Eucaristía, pero una vez allí, evaporo el amor y me
distraigo, pienso en miles de cosas, hago todo cuanto se me ocurre y no “todo y
solo” lo que se espera que haga. Llego a la hora que se me antoja, y voy y
vengo, según mi más desleal capricho. Por sólo dar un ejemplo de cómo pulverizo
el amor que tendría que profesarle al Señor.
Tomamos
este ejemplo porque en la Eucaristía está la Médula de la fe (lex orandi,
lex credendi). La
Eucaristía es la instancia que Dios nos regaló para encontrarnos con Él. Allí están,
radiantes, las diversas maneras de su Presencia y como es un Sacramento, en él
se cumple todo lo que se dice que obra (No vayamos a pensar que no cumple lo
que Dios ha enseñado que nos dona por las vías sacramentales, o que sólo nos lo
da como “bocados de prueba” pero de forma incompleta o condicionada). No hay
una manera de estar más cerca de Él que estando allí con Él. Desde al comienzo
y hasta el Envió. No hay una oración más plena y más perfecta. Y no se la ha de
mancillar, convirtiéndola en objeto de disputas, que tenemos una Santa Madre
Iglesia (Santa no porque sus miembros sean santos, sino porque su Cabeza
-Jesucristo- es Santo y por su Misericordia, y a pesar de nuestros desplomes,
procesualmente nos santifica; y le dio por Guía al Santo Espíritu) para que
indique cómo la quiere Dios (que Dios la instituyó para comunicársenos por su
Voz: La Esposa nos desvela su Silencio; no es que calla es que el sonido de su
Voz es místico).
El
salmo nos explica que solo en Dios hay descanso porque Él nos da su Salvación. Sólo
Dios es fortaleza inexpugnable; no hay ningún blindaje en la tierra que sea
indestructible.
Nos
invita a descansar y poner toda nuestra confianza en Dios. Todas lo descansos y
solaces que se comercializan por ahí, como, por ejemplo, las drogas y los alucinógenos,
no aportan descanso y paz, sino desgaste y autodestrucción. Claro que los
expendedores mataran para convencernos de lo contrario, que es su negocio “pulpito”
(el pulpo no tiene espinas), que nadie se atreva a contradecirlos.
Finalmente,
entre los seres humanos, no están a salvo nuestras intimidades. Pero con Dios podemos
“desahogarnos” sin tapujos, que Él es fielmente sigiloso con nuestros secretos.
¿Qué
diremos como antífona? Para nuestros adentros, hablando con nosotros mismos,
auto-aconsejándonos, nos susurramos a nuestros propios oídos: ¡Descansa sólo en
Dios, alma mía!
Jn
11, 17-27
Jesús hizo pasar la
muerte de la categoría de necesidad a la de la libertad. Somos libres de morir
si queremos casarnos con el pecado.
La
fe no es un jarrón, ni una tabla de picar, ni una silla mecedora, tampoco es
una suerte de hamaca. ¿Qué queremos decir? Que la fe no es algo, como un
objeto, que se tiene o no, como puede suceder con un cuadro, una escultura, o
una grabación de un concierto. No es “algo dado”, es un don de Dios que puede
tomarse como una semilla, y que a la hora de recibirla puede ser pequeña, y
después de sembrarla, regarla, abonarla y desyerbarla puede llegar a ser un
arbusto con capacidad de sostener nidos.
La
perícopa empieza nombrando a Betania, a este nombre del lugar se le han dado, a
lo menos, tres traducciones, puede ser “casa de pobres”, "casa de
frutos" o "casa de aflicción". Se nos informa que está cerca de
Jerusalén, a sólo tres kilómetros.
Después
se nombra a Lázaro, este nombre está directamente emparentado con el nombre
Eleazar, que en hebreo significa “ayudado por Dios”. Lazarus
es la versión latinizada de aquel nombre.
Según
la usanza hebrea, los amigos y circunvecinos venían a darle el “pésame” a los
dolientes del fallecido, condolencia se deriva precisamente de “unirse a los
dolientes”. En este caso a Marta y a María, que eran sus hermanas.
Que
la fe de Marta atravesaba una etapa muy precisa de su desarrollo, se hecha de
ver al decirle que, si se hubiera apurado en llegar, habría podido detener a la
muerte. pero ahora -según ella lo ve- ya es muy tarde. Exhibe ciertos datos con
los que trata de probar que la “demora de Jesús” era la culpable de que no ya hubiera
marcha atrás.
Jesús
la confirma en la fe, diciéndole que “su hermano resucitará”. Ella, no quiere
aceptar que Jesús sea Dueño de la Vida. Asume que Él se está refiriendo a la
resurrección al “final de los tiempos”.
Jesús
le presenta, entonces, una declaración dogmática a ver si ella la acepta: “Yo
soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera vivirá; y todo
el que vive y cree en mí, no morirá para siempre.” Se trata de un “Yo soy” (Ego
eimi); recordemos que ya en el Primer Testamento, Dios se presenta como el Yo
Soy (YHWH) y así se hace llamar de labios de Moisés. Afirmando que “ese será su
Nombre por siempre”. Cfr. Ex 3, 13-15.
La
interroga. ¿Crees esto? Y con esta pregunta Marta tiene la triple oportunidad
de identificar a Jesús con tres pautas comprensivas:
i.
Yo creo que Tú eres el Mesías
ii.
El Hijo de Dios
iii.
El que debía venir al mundo: (el Prometido)
Reconocer
que Jesús, por esta triple cualidad es el Mesías, capacitado para resucitar
conlleva el reconocimiento de que no sólo Él resucitara, sino que es un rasgo,
que, por ser sus hermanos, Él nos comparte, haciéndonos co-herederos del poder
de no morir para siempre.
¡Si
lo queremos, podremos vivir para siempre en la Nueva Jerusalén, en el país de
la Vida!
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