martes, 12 de noviembre de 2024

Miércoles de la Trigésimo Segunda Semana del Tiempo Ordinario


 

Tit 3, 1-7

Ya llegando al final de la carta, encontramos tres bloques que integran el capítulo tercero:

i)              Los deberes de todos los creyentes 3, 1-11

ii)             Algunas recomendaciones de carácter personal 3, 12-14

iii)           La despedida 3,15

 

La perícopa de hoy cierra nuestro estudio de la carta. Lo que aquí se quiere considerar es la obra salvadora de Dios por medio de Jesucristo y con la acción del Espíritu Santo.

 

Nosotros sentimos que el corazón de esta síntesis soteriológica se manifiesta con un tinte francamente bautismal: “…nos salvó por el λουτροῦ [loutrou] “baño” del παλινγενεσίας [palyngenesias] “nacer otra vez”, “nuevo nacimiento” y de la ἀνακαινώσεως [anakainoseos] “renovación” del Espíritu Santo”. No solo nos baña, sino que junto con ese “proceso limpiador”, nos “hace nuevos”, como si en el bautismo asistiéramos verdaderamente a una Nueva Creación.

 

¿Quién derrama esas aguas limpiadoras y refrescantes? Jesucristo, nuestro Salvador, nos hace entrega de esa Gracia salutífera, que nos asegura que somos los legítimos herederos de la Vida Eterna; esa seguridad recalcitrante es la Esperanza, una certeza basada en Dios (certeza teológica) que se fundamente en la convicción de Su Palabra.

 

Quizás nosotros hemos elaborado una concepción sacramental que limita la acción del sacramento al día en que este se recibe; pero, en realidad de verdad, el sacramento se desarrolla en todo momento después de su recepción, como se desenvuelve una semilla desde el día que es plantada. Lo que tenemos que trabajar es para darnos cuenta de este poder de los sacramentos que están en constante germinación en nuestra vida y en nuestro corazón, haciéndonos siempre nuevos, habitándonos, haciendo que nuestro pecho sea “morada” del Espíritu Santo.

 

En su primera argumentación, dentro de esta perícopa, nos pide estarles sujetos y obedecerles. También le pide que le recuerde a los miembros de la iglesia de Creta, que luchen contra las habladurías, empezando por ellos mismos, que no sean los primeros en estar hablando mal de los demás, que sean pacíficos -o sea que eviten ser picapleitos- y que en sus relaciones interpersonales muestren πραΰτητα [prautéta] “mansedumbre”, esta palabra indica en griego tres aspectos 1) moderación, 2) delicadeza 3) teologalidad; para nosotros sólo son teologales la fe, la esperanza y el amor, dentro de la cultura griega también estaban estas dos la moderación y la delicadeza propias de los dioses, el prefijo πρα señala esa génesis divina de esta virtud.

 

San Pablo descubre aquí, que antes, víctimas del pecado que brotaba de los placeres y deseos que los manejaban eran rebeldes e insensatos, lo que los llenaba de envidias, de maldad y de odio que inundaba todas sus relaciones. Partiendo de ese antes y contrastando con el modo de ser que ellos promueven como “modales” cristianos, Pablo convoca a esta “conversión”.


 

¿Cómo ha sucedido este cambio, que prácticamente es una fuerza “contracultural”? Sucedió así: Dios, nuestro Σωτῆρος [soteros] “salvador”, (una expresión característica de las Cartas Pastorales), por pura y gratuita Bondad para con el género humano, sin que tuviéramos mérito alguno, sino para mostrarnos su Misericordia Ilimitada, nos lavó y nos purificó. Así nos δικαιωθέντες “justificó”.

 

Justificar se puede entender como un certificado de calidad, en términos jurídicos, es decir, que cumple con los parámetros de idoneidad en la rectitud. Ya en otra parte hemos visto que la rectitud es el estándar de “ser correcto”, de “ser justo”, hoy día nosotros diríamos, de “ser santo”. El que gana este certificado, adquiere un blindaje que lo hace inexpugnable contra los poderes del Malo.

 

No se puede pasar a la ligera sobre esta obediencia debida a los gobernantes y a las instituciones “humanas”. El acatamiento supone la rectitud del gobernante y su procura del bienestar comunitario, general. Pero, no quedamos sustraídos del deber de oponernos a la injusticia y de negar nuestro apoyo al atropello, así como oponernos a todo lo que signifique pervertir la Voluntad que Dios nos ha expresado. Allí el verdadero cristiano ha de levantar su clamor profético, siempre que el poder se corrompa. Ser la voz de los sin voz.

 

Pero, tampoco se ha de entender esta denuncia como el compromiso de llegar a atentar contra la vida del opositor, so pretexto de hacer prevalecer nuestro punto de vista. Que muchas veces, y esto tiene que decirse, también ha sido manipulado al antojo del opresor. Las vías de la muerte y la toma de la justicia por nuestra mano, no es lo que el pueblo de Dios puede optar como solución, que no sería otra cosa que incurrir en lo mismo que se nos manda no caer, ni acatar, ni promover. Que no resultemos usando los mismos medios que propone y usa el Malo.

 

Esto implica coherencia, y la coherencia exige varios compromisos:

a)            No vivir repitiendo como dogma de fe de la Iglesia, lo que “se dice por ahí”. Sino poder dar razón de lo que ser cristiano, verdaderamente significa.

b)            Tener un conocimiento, el mejor posible, de las Escrituras.

c)            No confundir la obediencia con el servilismo. Practicando una imitación servil de los prejuicios que se pasean como “moda”. Andar poniéndose disfraces de “revolucionario” por pura imitación o por culto a la “personalidad” y dependencia de la “imagen”.

d)            Rehuir al consumismo, el hedonismo y el materialismo. Discernir entre placer y verdadera felicidad. (Atención que muchas veces nos falsifican la felicidad con el griterío paroxístico; esa falsificación no nos lleva a la felicidad sino al fanatismo).

e)            Cuidarnos de que nos manipulen con el miedo. Atemorizándonos -especialmente con guerras y desastres naturales- se ha construido una cultura carente de “perdón” y guiada exclusivamente por sentimientos de venganza y rencor. El verdadero amor va de la mano y prácticamente está condicionado por una consigna que en la Sagradas Escrituras es constante: ¡No tengáis miedo!

 

El hecho que, la perícopa trate estos temas, no puede hacer que olvidemos que su núcleo -como lo dijimos arriba- reside en el Poder Sacramental de Dios. Decimos que Jesucristo instituyó los Sacramentos, y que le dio a la Iglesia -su Vicaria- en una estructura prioritariamente Sacramental. Y luego, nosotros reducimos la eficacia Sacramental a eventos puntuales, que no tienen ninguna repercusión en nuestra existencia. Permítasenos ratificar que Jesucristo, nuestro Salvador, nos hace entrega de esa Gracia Salutífera, que nos asegura que somos los legítimos herederos de la Vida Eterna; esa seguridad recalcitrante es la Esperanza, una certeza basada en Dios (certeza teológica) que se fundamente en la convicción de vivir según y en Su Palabra. Esto hilvana fuertemente con la celebración Jubilar que se avecina y que vamos a tener, en la Iglesia, en el año de Gracia 2025, iniciando el 24 de diciembre de 2024, con el lema “Peregrinos de la Esperanza invitar a la esperanza en un mundo que enfrenta guerras, la pandemia del COVID-19 y el cambio climático.

 

No es solo esperanza como confianza de encontrar una olla de morrocotas de oro en el extremo del arco iris, sino saber que Dios nos va acompañando no sólo en el momento de la sacramentalización, sino en un permanente acto recreativo y regenerativo. Recorramos, remando con la oración, nuestro caminar en ese Océano de Esperanza al que nos dirigimos.

 

Sal 23(22), 1b-3a. 3b-4. 5. 6.

Tu Bondad y Tu Misericordia me acompañan

todos los días de mi vida.

Habitaré en la casa del Señor,

por años sin término

En este marco Pastoral, que nos brindan las Cartas Pastorales, nada mejor que leer un manual concentrado de Pastoralismo, y mirar en qué consiste el Pastoreo, así aprenderlo mirando hacia la propuesta Pastoral de Dios. Y es que el pastoralismo al que se refiere Dios, no es de “ovejas”, aun cuando haya sido esa la imagen que Dios mismo propuso como parábola referencial de esta misión.

 

Nos llama intensamente la atención que nos conduzca a un Banquete, donde estaremos sentados ¿frente a quién? ¡Frente de “mis enemigos”!

 

Allí, enfrentado a mis adversarios, recibo Unción y Cáliz. Sin duda, Unción y Cáliz me hablan de Sacramentalidad. Se alude, al bautismo, primera unción que recibimos en nuestra vida de fe y Cáliz aludiendo a la Eucaristía.

 

La Alianza es una palabra bonita, de la cual, por lo general, tomamos su connotación más positiva: ¡no estamos solos!¡Tenemos un Aliado! Pero, la mayor parte de las veces, despreciamos su denotación: Alianza siempre implica mancomunidad, o sea, que nos trae “responsabilidad”, “compromiso”, “reciprocidad”. La alianza no obliga sólo al Otro, nos llama a nosotros para asumirla, nos dice, a ti también te cabe tomar parte y corresponder.

 

No queramos ignorar que “habitar la Casa del Señor” nos obliga a actuar siempre como corresponsables. Este es un salmo del Huésped de Yahvé. El que vive en Su Casa, ha de obrar como un verdadero “familiar”.

 

Si nosotros nos asociamos con un Pastor, ¿cómo deberemos actuar nosotros, también? Nosotros al ser pastoreados, quedamos exentos de toda preocupación, ¿para acostarnos a dormir?

 

En realidad, al ser Sus aliados, nos compete ayudarle a cuidar parte de su rebaño, tenemos a nuestro cuidado alguna(s) de sus ovejas. Si pensamos que todo le toca a Dios, no somos co-responsables, somos “atenidos”, incurrimos en un amodorramiento cómodo. Nosotros idiomáticamente, solemos resumir ese estado con la palabra “recostado”.

 

Al remitir la Cartas Pastorales, el mensaje era precisamente el de cómo asumir el compromiso que conlleva la Alianza.

 

Contamos con toda clase de ventajas, Dios nos toma como los consentidos suyos. ¿Cuál es la gratitud esperable? ¡Nada me falta! Proclamamos en el Salmo, y sin embargo, vemos a tantos a los que les falta tanto y a veces, todo. ¿Qué manito le vamos a echar a Dios?

 

“Si, ¡hay una especie de “deber de ser feliz”! A condición de que esta felicidad se ponga en lo esencial y se quiera para todos.” (Noël Quesson)

 

Nuestra fe deposita una confianza enorme en nosotros. ¡Hemos de velar por el Honor de Su Nombre! Honramos su Nombre -Tres veces Santo- sí, y sólo sí, vamos por “el sendero justo” y no pretendemos ser sólo ovejas, sino, además, también “asistentes del Pastor”, pastorcitos que sólo hacemos lo poco que podemos, que es “lo que tenemos que hacer”. (Cfr. Lc 17,10). Tampoco se nos pide que obremos más allá de nuestras limitadas fuerzas. Pero ¡cuán fuertes somos, sí ponemos todas nuestras fuerzas al servicio del Aliado!

 

Si la Bondad y la Misericordia del Altísimo nos acompañan por doquier, ¿cómo podemos no dar frutos abundantes de la misma generosidad? Misericordiosos como el Padre (Cfr. Lc 6, 36).

 

Lc 17, 11-19

Los leprosos son los primeros en llamar a Dios por su nombre. Además de los leprosos, sólo el ciego y el malhechor en la cruz pronuncian su Nombre.

Silvano Fausti

En Lc 5, 12-16 se presenta el caso de un solo leproso, que se acerca y se postra ente Jesús para pedirle curación, Jesús lo toca e inmediatamente queda limpio. Hoy asistimos a la curación de la lepra, pero hay variantes:

a)    En este caso se trata de diez leprosos

b)    Se quedan lejos, guardan distancia y piden sanación desde lejos.

c)    No se trata de una ciudad sino de una aldea, en los límites de Galilea.

d)    No se curan de inmediato; los envía a presentarse ante los sacerdotes del Templo, y mientras van por el camino, quedan limpios.

e)    Uno de ellos que era Samaritano, se regresó para agradecerle.

 

Queremos llamar la atención por la palabra que usa el Samaritano para dirigirse a Jesús, le dice “Maestro”.


 

El resultado de la curación es, por no decir más, la gratitud. La pregunta que brota espontánea es ¿por qué los otros nueve no volvieron?

 

Estamos en el contexto de Jesús que trabaja en el magisterio para sus discípulos. Han tenido más que suficientes casos de encuentros con fariseos, escribas, doctores de la ley. Cabe con toda probabilidad decir que los otros nueve eran adeptos al fariseísmo. El fariseísmo, como también lo hemos podido constatar, era una manera de religión que creía que podía comprar tarjetas de “acceso directo a Dios”, pagaderas con la moneda de sus buenas obras, como ellos se visualizaban a sí mismos como los portadores de la “verdad” religiosa, piensan que Dios está comprometido con ellos, y “se la debían”.

 

Los samaritanos, que no son tan minuciosamente observantes, no tiene la misma concepción. Se ven “en proceso”, no dueños monopólicos de la meta. Los fariseos sienten que Dios verdaderamente, les sale a deber. Los samaritanos se perciben como siervos de Dios que les puede pedir, que los llama a ser partícipes, en todo caso, no se piensan “perfectos.

 

Mientras estaban enfermos, se les facilitaba a los diez reconocerse necesitados ante Jesús, por eso lo invocan: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros! Entre sus proclamaciones, lo llamaron Maestro, que en griego es una palabra que enfatiza más una relación social de estar por encima de los demás. Lo llaman ἐπιστάτης que se suele traducir por “Maestro”, pero que en griego suena más como “patrón”, porque ella alude a la capacidad para tener “propiedad”.

 

Pero una vez alcanzan lo pedido, no vacilan en retomar su actitud prepotente, nada tenemos que agradecerle a Dios, ¡Dios nos la debía!


 

Lo que Jesús nos quiere mostrar es quien está más cercanos a la conversión. Y también, que, con determinada jerarquía, todos sucumbimos a la tentación de creernos “patrones” de Dios.

 

Es la tremenda diferencia entre los que creen “poseer” a Dios, y los que están empeñados en buscarlo.

lunes, 11 de noviembre de 2024

Martes de la Trigésimo Segunda Semana del Tiempo Ordinario

 


Tit 2, 1-8. 11-14

La libertad es la capacidad cultivada y aplicada de vivir coherentemente lo que nos enseña el Evangelio: El camino del bien, y saberlo recorrer “hombro a hombro”, valga decir, sinodalmente.

Se ha dado la perspectiva de la Carta. Una Carta Pastoral, para que el “Pastor” sepa cuál es el lineamiento general que lo orienta. Y la perícopa de hoy tiene un marco que la encuadra, se trata de “hablar”, cuando se dice hablar se remite a lo que debe “predicar”, a lo que ha de ser el eje de su enseñanza. Y ¿cuál es? La ortodoxia. Que quiere decir, conforme a lo que la ὑγιαινούσῃ διδασκαλίᾳ [hygiainuse didaskalia] “sana doctrina” nos dice.

 

Luego toma cuatro categorías de interlocutores:

i) πρεσβύτας [presbytas], “ancianos”

ii)   Πρεσβύτιδας [presbytidas] “ancianas”

iii) Νεωτέρους [neoterous] “jóvenes”

iv)  Al propio Tito

 

Estas recomendaciones se dan para desarmar a los “adversarios”, que no tendrán nada cierto que declarar en contra.

 

Se tiene que llevar una vida con tres rasgos i) sobria ii) justa y iii) piadosa. Porque la obra que se adelanta es la conformación del pueblo que camina según el Reino del Padre y de su Hijo, Jesucristo. Un pueblo que no puede tener defecto, sino estar consagrado por entero a las καλῶν ἔργων [Kalón ergón] “Buenas Obras”.


 

Pero no vayamos a pensar que estos planteamientos son llanamente “instrucciones” de orden moral. Lo que pasa es que, en aquel contexto, las comunidades sufrían la constante amenaza hacia la herejía -sin exceptuar Creta, donde se encontraba comisionado Tito-, y donde hacían de las suyas, tanto los gnósticos como los judaizantes. En el capítulo primera de esta carta, ya se denunciaban a los mentirosos, las bestias perversas y los glotones perezosos. (1,12)

 

Tiene que prevenirlos de no incurrir en desvíos alcohólicos. A las ancianas que no les dé por “empinar el codo” y que eviten darse a la calumnia. A las mujeres les advierte y las dirige hacia el amor a sus esposos, el cuidado de los hijos, la sensatez y la pureza sexual y las requiere para que sean buenas administradoras del peculio familiar. Conforme a los cánones de la época, se les recomendaba ὑποτασσομένας [hypotasomenas] “la sumisión” a sus maridos.

 

Fallar en cualquiera de estos aspectos morales siempre va en detrimento del buen nombre de la comunicad que representa, a nadie menos que, a Jesucristo. Se estaría atentando contra la efectividad del Evangelio proclamado. Como lo dice la Carta de Santiago, ejercer el magisterio eclesial hace proclive a las habladurías y a que todo el mundo los enjuicie de la manera más estricta. Gústenos o no, nos parezca o no nos parezca, el Mensaje suele identificarse con el Mensajero. En todo caso, nosotros al ser portadores del Anuncio, no somos “ángeles”, llevamos e Mensaje en “vasijas de barro” (cfr. 2 Cor 4, 7) pero esto no debe dar pie a que nos conformemos con nuestras flaquezas y debilidades, sino a procurar salir de ellas a la mayor Gloria de Dios.

 

La perícopa exceptúa los versos 9-10, que hacen referencia a la esclavitud, quizás al preparar los textos litúrgicos se pensó que ya no estamos en la época de la esclavitud; pero no podemos permitirnos soslayar que todavía muchos trabajadores son tratados como tales, empezando por las explotadas sexuales, y los jovencitos que son llevados a los frentes de combate o simplemente reclutados y expuestos bajo un trato vejaminoso.

 

En toda la carta encontramos un esfuerzo por llamarnos a la coherencia, y no limitar los alcances pastorales sólo a lo “verbalmente comunicado”, sino también a vivir de conformidad con lo enseñado, para que la ortodoxia encuentre un sólido basamento en la ortopraxis. Así queda completo el marco que los Keryx han de darle a la proclamación del Anuncio.

 

Lo que nos lleva a reconocer que la Iglesia no es un ente abstracto, sino una comunidad de persona, nosotros mismos. Lo que se debe abolir es la “doble moral” de predicar una cosa y vivir otra bien diferente.

 

Sal 37(36), 3-4. 18 y 23. 27 y 29

Este es un Salmo del ritual de la Alianza. La Alianza para Dios Memorioso es inolvidable; pero, el ser humano -por el contrario- desmemoriado al extremo, necesita estos rituales de refrendación, para no perder de vista que está asociado a Dios y que Dios no le va a incumplir. En esta Alianza hay un desequilibrio, en cuanto a la capacidad de recordación: de nuestra parte somos olvidadizos; y, la acción de Gracias requiere una retentiva tenaz.

 

¿Cómo podemos perseverar en la Alianza si se nos olvida que Dios nos ha llamado para obrar el bien? ¿Cómo podemos corresponder al Amor de Dios si no tenemos retentiva para que sea el fundamento de nuestra confianza? Si no recordamos los favores y regalos con los que ha adornado nuestra vida ¿cómo podremos saber que Él nos dará todo lo que se nos ocurra ansiar?

 

Si alguien olvida toda la protección y los cuidados recibidos, y si a uno se le escapa que es el heredero incuestionable y que la heredad durará por siempre, ¿Cómo va a descansar confiado en la Alianza?

 

El Señor nos ha ofrecido una tierra, en esa tierra una casa para vivir, y en esa vida, plenitud de serenidad y dichas. Pero, si lo olvidamos, ¿habrá algo que nos sostenga fieles en el bien y distantes de cualquier incorrección?

 

Contra olvido, amor. Dios preserva nuestra memoria haciendo que cada mañana vuelva a florecer el jardín del amor, y que en cada flor recordemos la grandeza de su Ternura. Ese es su Antídoto contra el olvido, en cada momento Él refrenda su Alianza con nosotros y sentimos, entonces, que su Amor dura por siempre y que Él no conoce la infidelidad.

 

Esta recordación-regalo es la vía por la que preserva en alto su Alianza: Así es como el Señor salva siempre a los justos.

 

Lc 17, 7-10



No sabemos cómo caminar los derroteros de Dios y marchar siempre por las vías de la santidad. A veces pensamos que, si hacemos fuerza, hasta tener una hernia, entonces podremos asirnos al pase permanente que nos garantiza la entrada. Por lo general, pensamos muy ingenuamente que, si nos arrancamos lo que más anhelamos, podremos presentar esa amputación a manera de placa que nos allane la puerta. “Señor, déjame entrar que me arranqué un brazo, y tú lo dijiste, supriman cualquier cosa que los pueda llevar a caer, entonces me gané la entrada”.

 

El caso es que así nos vamos descuartizando, miembro a miembro, creyendo que Dios quiere y le agrada que nos cercenemos. Es la religión de la “mutilación”.

 

¡Qué mal hemos entendido nuestra relación con Él! Una y otra vez nos ha dicho; “No le hagan mal a nadie, amo a todas mis criaturas” ¡Respétenlas! Y, hagan todo el bien que puedan. Si tienes que arrancarte lo que te llena de impulsos destructivos contra cualquier persona, porque toda persona es un hermano tuyo, arráncatelo (la intención venenosa del corazón y no las partes del sagrado cuerpo que nos ha entregado). Y no se trata de arrancar de ti las cosas que te he dado, nos diría. “Aun cuando te cueste verlo, aprecio todo lo tuyo, hasta tus defectos. Lo que no soporto es que te dejes manipular del Malo”.


 

Jesús va subiendo a Jerusalén, y, nosotros, equivocamos las señas y vamos subiendo por otra montaña distinta que, nos aleja. ¿Quiere Jesús que lo alejemos de Jerusalén? ¿Lo que Él está buscando es que nosotros lo convenzamos de no ir a Jerusalén? Entonces, para no viciar lo que realmente Él quiere y nos pide, recordamos con cuánta severidad recrimino a San Pedro cuando quiso desviarlo de su Ascenso al Calvario, le dijo, con todas las letras: “El que trata de desviar mi camino es un Diablo” ¡Atrás Satanás! (Cfr. Mc 8, 33).

 

Jesús les propone a sus discípulos una parábola: los lleva -poniéndolos en la condición, no de “mandados”, sino de “mandones”- y les dice que se pongan en esa situación y piensen si, a los sometidos, cuando –ellos como amos lleguen de pastorear sus ganados y atender sus labrantíos-, le van a mandar al sirviente que vaya a descansar, y que él mismo se va a servir su cena y les llevará a ellos sus bandejas respectivas al borde de sus camastros, para que cenen y reposen, y recostados tomen sus alimentos.

 

Ellos bien conocen la lógica de los “amos”, saben que será todo lo contrario, por muy pesado que haya tenido el día, lo obligará a atenderlo, a traerla la cena a él y solo después, y de último, podrá ver de sí mismo. Esa es la lógica de las relaciones. El siervo tendrá que atenerse a su condición de siervo y como siervo responder a todas las demandas del patrón.

 

Ahora bien, el siervo, cuando todo eso se haya cumplido no podrá decirle al amo: ¿Cierto que soy un siervo muy bueno y cumplidor? ¿Cierto que me merezco un premio? ¿cierto que mañana, y de ahora en adelante vas a olvidar mi condición de siervo y será usted el que me sirva y yo el que lo mande?

 

Ahora bien, después de esta parábola, pueden contestar, superando sus imaginarios errores: ¡El siervo sirve porque es siervo! ¡El amo manda y se hace servir porque para eso es el Amo! Así que no vengamos ahora a exagerar y sacar las relaciones de su quicio. Dios nunca nos quedará debiendo.  ¡Nuestros servicios por altos y por calificados que sean, no se originan en alguna clase de bondad que ponga a Dios bajo nuestro control!

 

A nosotros, como criaturas, nos corresponde entender que, ¡a los ojos de Dios, la vida no es una meritocracia! Todo lo que logremos, y nuestros más altos logros, son todos don, ¡pura gratuidad divina! El mérito no es obra del siervo, sino Don del Amo Supremo. Todo lo bueno y lo grande que logremos será obra de Dios que Él en su Magnanimidad dejó pasar por nuestras manos. ¡Y no fruto de alguna nobilísima bondad que poseamos! Todo el tiempo se vale de los “pequeños” y de los más ínfimos, para que -más fácilmente nos demos cuenta que no somos dueños de los dones y los talentos, que, si hay algún carisma rondando, viene del Cielo. Como pasó con el profeta Elías en la Primera Lectura del Domingo pasado: el profeta remarcó que la orza no se vació ni la alcuza se agotó, porque ¡el Señor lo había dicho! (Cfr. 1Re 17, 16) ¡No porque él fuera un “gran profeta”!


 

Si recordamos en los Hechos de los Apóstoles, querían rendir culto y ofrecerle sacrificios en Listra, a Paulo y Bernabé, cuando curaron a un paralítico; ellos los detuvieron y les hicieron ver que no eran más que simples hombres. No trataron de hacerse pasar por “Amos”, sino que se mostraron como “lo que eran”, “siervos de Dios Viviente”. (Cfr. Hch 14, 12-15)

 

Que nosotros también sepamos reconocernos siempre siervos inútiles; que simplemente hacemos lo que nos corresponde” (Cfr. Lc 17, 10de).

domingo, 10 de noviembre de 2024

Lunes de la Trigésimo Segunda Semana del Tiempo Ordinario

 


Tit 1, 1-9

Las cartas pastorales representan un anillo de unión entre el Pablo histórico y las Iglesias de la segunda y de la tercera generación cristiana que viven de su mensaje.

Rinaldo Fabris

En estos tres días -lunes a miércoles- vamos a desarrollar un cursillo relámpago sobre la carta pastoral remitida a Tito. Las Cartas pastorales son cuatro: dos a Timoteo, una a Tito y una a Filemón. Se llaman “Pastorales” porque en ellas se les dan directrices a las personas que están a la cabeza de las comunidades eclesiales, -por eso también se les llama “Cartas eclesiales”- indicándoles cuáles son sus funciones y cómo encararlas, de manera que cumplan ser guías, guardianes y proveedores espirituales para las ovejas de esas comunidades; en el caso de Tito, puesto al frente de la comunidad cretense. Llamarlas cartas pastorales no es de antigua data, fue entre 1753 y 1755 que Paul Anton -eminente coptólogo-, durísimo critico de San Pablo, las designó con este título, que sencillamente registraba con nombre propio, las características que ya en el medioevo se les reconocía.

 

Se trata de Cartas Deuteropaulinas, escritas diez o veinte años después de la muerte de San Pablo (alrededor del año 100), que tienen como propósito darle continuidad al trabajo que había iniciado San Pablo; para “organizar lo que aún faltaba por hacer”. Ese lineamiento proyectivo se fundamenta sobre el nombramiento de diáconos, presbíteros y epíscopos, y también, comisionar a ciertas “viudas” que recibían encargos especiales y liderazgos, el seno de esas comunidades.

 

Las razones que llevan a cuestionar la autoría directa de Pablo son:

a)    El estilo y características se apartan del propio de los escritos proto-paulinos.

b)    Faltan las categorías y términos originarios de San Pablo

c)    Aparecen expresiones y conceptos más cercanos al helenismo.

d)    Se idealiza a San Pablo mostrándolo como “heraldo del Evangelio”.

e)    El cuadro general que entregan las Cartas Pastorales no se avienen con los registros que nos dan los Hechos de los Apóstoles

f)     En estas cuatro cartas sólo se reconoce un encarcelamiento de San Pablo.

 

La hipótesis más viable sobre su autoría es atribuírselas a un fiel discípulo de San Pablo, este habría recogido el esquema organizativo general de las instituciones helénicas y propuesto las condiciones que se pedían a los funcionarios oficiales en sus cargos públicos.


 

Muy lejos de entrar a cuestionar la canonicidad de estas cartas; lo que se quiere aportar es que, desde sus orígenes, la iglesia desarrollo un estilo “continuista” y no de rupturas y discontinuidades, siendo este uno de los rasgos más sólidos que siempre se ha mostrado sano en el pastoreo, donde la gente se imagina que estar cambiando y desgarrar las tradiciones sea lo más saludable. Tampoco aquí se quiere afirmar -el otro extremo- que nunca hay que cambiar, sabiendo que, si descubrimos un error, lo conducente es modificar para erradicarlo y cambiar, lo antes posible.

 

Sal 24(23), 1b-2. 3-4ab. 5-6

Enséñame la lección de tu Encarnación

Hay que distinguir entre los salmos de Entronización del rey y los salmos reales, en estos últimos, se toma un momento especifico de toda la ceremonia de entronización, y no la ceremonia integra.


 

Este salmo se puede estudiar tomando sus dos partes componentes:

a)    Donde se dan las condiciones para ingresar en el templo

b)    Las aclamaciones proferidas cuando se procesionaba para llevar al Templo el Arca de la Alianza.

Toda la perícopa proclamada hoy, proviene de la primera parte. Da las características que se esperan de aquel que quiere entrar al Templo interesado en llegar a ver el Rostro de Dios.

 

Aquí se produce un dialogo litúrgico entre el coro y, diversos “cantores” a los que correspondía ir contestando a las preguntas.

 

Muchas veces no nos fijamos como se debe en la Eucología que va desarrollando la Eucaristía. Por ejemplo, en la plegaria Eucarística II, dice el Sacerdote, “Nos haces dignos de servirte en tu presencia”, y, sin embargo, muchas veces ponemos requisitos de “purificación” como si esa dignidad se pudiera alcanzar con pías acciones y profundos arrepentimientos, o con lavado de manos o algún otro ritual. Y habríamos de adquirir consciencia que esa dignificación no es obra del ser humano, por más virtuoso que sea o se lo proponga. Es el Mismo Dios quien nos dignifica, y no hay nada que podamos hacer para alcanzar ese status. Lo que no quiere decir que Dios no nos tome en cuenta y no nos invite, continuamente, a participar del plan que encierra la Economía de la Salvación.

 

Él, el Señor, nos hace dignos de estar ante Él y servirle: no es por merecimiento, ni por méritos propios, sino por su condescendencia divina. Nos hace dignos al otorgarnos su Espíritu Santo y toda gracia; nos hace dignos revistiéndonos de su Hijo Jesucristo (cf. Rm 13,14). Esto está ratificado en la perícopa: señalando que “Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes”.

 

Cuando hay sinceridad y veneración profunda al buscar las Puertas del Templo, el Señor nos obsequia tres características dignificantes:

i)              Manos inocentes

ii)             Corazón puro

iii)           Cero idolatrías

 

“Recibirá -lo dice el salmo- la Bendición del Señor, Dios, el Salvador, le dará la justificación, lo constituirá “ciudadano del Reino”, porque ha priorizado en su existencia la búsqueda de la Justicia Divina; semejante logro, no es logro humano, sino Don Celestial, por eso insistimos que la fe es virtud teologal.

 

Proponemos poner en el Altar la petición de este Don Magnifico, diciendo:

Enséñame a tratar contigo, Señor.

Enséñame a combinar la intimidad y el respeto,

la amistad y la adoración,

la cercanía y el misterio.

Enséñame a levantar mis dinteles y abrir mi corazón al mismo tiempo

que me arrodillo y me inclino en tu Presencia.

Carlos González Vallés s.j.

 

Lc 17, 1-6

En realidad, si hacer el bien al hermano nos da la vida porque nos hace semejantes a Dios, el hacerle el mal es un verdadero suicidio, porque nos quita la semejanza con Él. En efecto, nuestra vida consiste en ser como Él.

Silvano Fausti



La clave siempre es el amor. Vivir cristianamente consiste precisamente en vivir permitiendo que toda nuestra existencia sea un verdadero jardín de amor, florido con esas flores, y no con otras. Esto es consustancial con la sinodalidad. Podríamos decir que se fundamenta la construcción del Reino en el ejercicio del amor. Y que todas nuestras relaciones interpersonales habrían de estar presididas por ese Espíritu. El Espíritu Santo no es más que el Amor saturándonos.

 

Sin embargo, la vida no es una linealidad d amor y dulzura. Hay desafinamientos, hay rugosidades, se dan inevitablemente las asperezas, eso en la perícopa está diagnosticado con la expresión. “Es inevitable que haya escándalos”.

 

¿Por qué son “escandalo” o sea “piedras de tropiezo”? Porque uno esperaría que todo fuera fluido, todo bien aceitado, sin ninguna desarmonía, sin discordancias. Pero, precisamente esa es la consecuencia del “pecado original”. Si o hubiera existido el “pecado original” todo sería armonioso. La comunicación sería fluida, sin interferencias, sin disonancias. ¿Qué es la concupiscencia? No es una maldad inherente al ser humano, sino la piedra de tropiezo que deja el Malo en el camino para que nos tropecemos.

 

Aquí no le estamos echando la culpa al Malo de lo que pasa. Pero de alguna manera podríamos razonar de la siguiente manera. Fuimos nosotros los que liberamos al Malo de sus cadenas; él estaba completamente maniatado, y era impotente para infligirnos “tropiezos”. Lo malo del “fruto prohibido” era que el Diablo estaba atado a él, y en el preciso instante que arrancamos el fruto para comerlo, rompimos la cadena y se escapó toda su perversión y se derramó por el mundo.


 

Ese reguero es de piedras de tropiezo y por tanto, es imposible que no haya tropiezos. El reguero es de tal orden, que sólo caminando con muchísima atención podremos superar la prueba del “tropezar”.

 

Sin embargo, hay una crema muy eficaz para los tropezones, que, si uno se golpea, no hay herida, ni moretón, ni inflamación ninguna, se llama: “perdón”. No pasa nada, y el pobre diablo queda nuevamente maniatado si tenemos un pote repleto de “perdón”. No importa qué tanto nos tropecemos si nos aplicamos la crema esta de las rodillas para abajo, y a cada tropezón, en vez de renegar y maldecir por el topetazo, aplicamos un generoso emplasto de “perdón”.

 

Al que dé la más mínima seña de arrepentirse, estemos dispuestos a derrochar nuestra crema con generoso humanismo, con paciente fraternidad, con sinodal remedio.

 

No nos vayamos a detener en el número de veces que hay que perdonar. No nos pase lo de San Pedro que andaba investigando hasta que límite se extendía el límite del perdón (él estaba muy farisaicamente propenso a limitarlo a siete veces). Así como le decimos a Dios: “Si cien veces caigo, cien veces levántame” así también, como nos comprometemos en el Padre nuestro, perdonemos siempre para que Dios -a Su Vez- siempre nos perdone. (… todo el viaje a Jerusalén es una catequesis que desarrolla las peticiones del Padre nuestro…) (S. Fausti).

 

Los apóstoles eran conscientes de haber sido educados en una cultura rencorosa, pobre en perdón, rica en resentimientos, y pedían del Señor su fuerza, por eso le piden que les aumente la fe.

 

Pero la fe ¡ya la tenemos! al conocer a Jesús tuvimos conexión al dispensador de la fe que es la generatriz de toda la capacidad de perdón, para ser capaces de siempre perdonar. Nos parece que nuestra fe es pequeña, pero hemos de entender que esa pequeñez es fuente de infinitud porque es el amor de Dios en una capsula diminuta, tamaño de “semilla de mostaza”, pero no significa que se agote pronto, porque de ella mana un raudal que saltará a la Vida Eterna (cfr. Jn 4, 14).

 

Cabe aquí como reforzador, una cita de San Claude de la Colombière, que nos trae Papa Francisco en la Dilexit nos, 126: «Estoy tan convencido, Dios mío, de que velas sobre todos los que esperan en Ti, y de que no puede faltar cosa alguna a quien aguarda de Ti todas las cosas, que he determinado vivir de ahora en adelante sin ningún cuidado, descargándome en Ti de todas mis solicitudes […]. No por eso perderé la esperanza; antes la conservaré hasta el postrer suspiro de mi vida y vanos serán los esfuerzos de todos los demonios del infierno por arrancármela […]. Que otros esperen la dicha de sus riquezas o de sus talentos; que descansen otros en la inocencia de su vida, o en la aspereza de su penitencia, o en la multitud de sus buenas obras, o en el fervor de sus oraciones; en cuanto a mí toda mi confianza se funda en mi misma confianza […]. Confianza semejante jamás salió fallida a nadie. […] Así que, seguro estoy de ser eternamente bienaventurado, porque espero firmemente serlo, y porque eres Tú, Dios mío, de quien lo espero»[1].

 

 

 



[1] S. CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE, Acto de confianza, en Escritos Espirituales del beato Claudio de La Colombière, S.J., Mensajero, Bilbao 1979, 110.