lunes, 3 de julio de 2023

El Apóstol Santo Tomás



Ef 2, 19-22

Tenemos hoy, una alegoría arquitectónica. Se nos refiere la estructura de la Iglesia asimilándola a la de una edificación.

 

Para estudiar mejor este “sermón” a los Efesios podríamos repartirlo en dos partes: La primera parte iría hasta 3, 21 (suprimiendo 1, 1-2, que, según los más entendidos, se trata de una adición posterior); y la segunda, de 4, 1 hasta 6,24.

 

Después de afirmar que Cristo es el Centro de la totalidad (1, 20-23); inicia señalando como Jesús entra a recogerlo y compendiarlo todo (2,1-18) configurando un solo cuerpo. La perícopa de hoy, recopila todo esto a manera de conclusión, como se ha dicho, en una alegoría mampostera. Lo primero que concluye es que los paganos han sido integrados con plenitud de derechos, de manera que ya no pueden ser vistos como extraños, ni como foráneos, sino como conciudadanos, todos parientes de la familia de Dios. Vistos desde la óptica del albañil, son piezas y materiales legítimamente constitutivos de la construcción.

 

No están en el aire, ni puestos ahí, al lado, sin integrarse; sino que ellos también, constituyen y se entraban con la ἀκρογωνιαίου [acrogoniau] “Piedra Angular”, Piedra que articula y encaja las demás, de allí su importancia fundante. Ninguna parte de una edificación está simplemente allí, sino que todas se funden gracias a su Unidad Funcional, que a veces puede parecer -sencillamente ornamentales- pero no por eso, menos vital al todo de la composición que en su interdependencia genera el concepto de Unidad Estructural.

 

¿Qué clase de edificio se forma? ¡Un Templo! Ese Templo, del que nos hacemos parte, está “reservado” a Dios, no puede ser, en otro horario, restaurante, y más tarde sala de cine o galería. Y, se pone -como desenlace- una idea de gradualidad: no nos convertimos en parte integral del Templo, de una vez, sino que nos “vamos integrando” paulatinamente, hasta que nos hacemos “residencia” idónea de Dios.

 

Sal 117(116), 1. 2

Si todos los que estábamos marginalizados por la exclusividad del pueblo elegido, ahora estamos “estructurados” junto con ellos, ¡qué más podemos hacer que rebozar de jolgorio ensalzarlo!

 

Y esta “incorporación” no es provisional, no se trata de ser formaletas mientras se seca la argamasa; ¡no!, somos verdaderos “compatriotas”, y esta es una Alianza imperecedera.

 

De estos dos puntos se desprende nuestro compromiso evangelizador.

 

Jn 20, 24-29

A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara una gota.

Atribuida a la Madre Teresa de Calcuta

 

El nombre Tomás viene de la palabra aramea תום [tom] que significa “gemelo”; en griego Δίδυμος [dídimos]. Gemelo de todos nosotros, que llevamos nuestra vida en la incapacidad de depositar la fe y superar la increencia. Anda por allá desarticulado, marginado, desgarrado de la comunidad. Una de las maneras típicas de mostrar nuestra deserción: quedarse separado, no volverse a reunir con “esos”. En el lenguaje proxémico significa: “no pertenezco”, “me declaro desvinculado”.


 

Cuántas veces blandimos con arrogancia el argumento de la sensorialidad confiándonos tozudamente en la garantía de nuestros cinco sentidos como si ellos fueran realmente infalibles y como si con ellos pudiéramos abarcar realmente todo el universo. Siempre vamos por ahí muy “científicos” exigiendo la comprobación experimental, por vías de “repetición” -bajo las mismas condiciones- de aquello que estamos empecinados en rechazar.

 

Santo Tomás es precisamente nuestro gemelo: Es curioso y nos hace reflexionar, ya que ante las dudas de este “gemelo” el Señor podría haber acudido en cualquier momento, nos preguntamos ¿por qué hubo de esperar “ocho días”?

 

La vez anterior, cuando se presentó en medio de ellos, era el atardecer del “Primer Día” de la semana. Es decir, de alguna manera podemos argumentar que estaban reunidos y se instituye con esta visita del Resucitado, la celebración en Día Domingo, de la Cena del Señor. Y, se nos está indicando, la importancia de encontrarnos en Comunidad para revitalizar la fe: Así podemos acceder a lo que no pueden los sentidos, pero que la presencia de los hermanos creyentes, permite “intuir”. Recordemos que la palabra intuición nos habla de una capacidad de “visión interior”, aparentemente emparentada con la “introspección”, que es totalmente diferente, porque en ese caso la palabra alude a la capacidad de revisarse uno mismo y valorar las propias acciones o los pensamientos de uno mismo. En cambio, “ver adentro”, es darse cuenta de lo que no se puede ver en el exterior, pero se puede saber “indubitablemente” porque se proyecta en la pantalla epistémica de nuestro Yo-trascendente.

 

Claro que quien rehúsa creer, se revuelca con la misma desesperación que el condenado a muerte defendiendo su vida. Aquí, en todo caso, el desesperado, lo que defiende es su cerrazón.

 

Mientras uno persista en el aislamiento, mientras uno encienda velas idólatras a la soledad y se crea que separado y recluso en su intimismo podrá atraerse la Misericordia; el Señor, por su parte mantendrá su mutismo, pero no dejará de contemplarnos compadecido, ansioso y nostálgico de tenernos cerca de sus mimos y ternuras. Recordemos que Él no quiere que se pierda, ni uno sólo de los que el Padre le entregó (cfr. Jn 6, 39), sino reconducirnos a todos a sus Verdes Prados Celestiales.

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