martes, 18 de junio de 2024

Martes de la Décimo Primera Semana del Tiempo Ordinario


 

1R, 21, 17-29

Nosotros, hemos llevado al otro extremo la apreciación del pecado y lo hemos convertido en un asunto “puramente personal”, esto es un gran avance si no tenemos el defecto pendular de irnos al otro extremo. Sin embargo, el pecado tiene un matiz social, que es muy difícil, sino imposible de eliminar: Se trata del “mal ejemplo”.  Es inevitable que cuando el pecado se comunica y otras personas se enteran -sobre todo- cuando el pecado es cometido  por una figura pública como un político, un miembro de la farándula, o del “jet set”, la gente del común empieza a pensar que, si personajes tan “notables” así actúan de tal manera, debe ser que “eso no es pecado”, y que si lo es, no importa, porque eso da renombre e importancia y contribuye -como lo hacen siempre los escándalos- a poner al orden del día el personaje, así que su pecado tiene un efecto publicitario que agiliza las ventas de su producto o de su imagen.

 

Se ha llegado al límite que, cuando una de esas “figuras” decae en su fama, su agencia de publicidad le fabrica “un pecado” para que su rating se vuelva a disparar y el interés de sus seguidores se reanime. Uno de los más graves inconvenientes de estas estrategias es que las bases morales de la sociedad se corroen y ya la gente no sabe que le agrada a Dios y qué es lo que Dios manda. Es una especie de Babel moral.

 

Vienen, en consecuencia, estallidos de inmoralidad y todo el mundo quiere apuntarse al pecado de moda, para poder estar en la “onda”. Y, es por esto, que las figuras de relieve, las que llamamos “figuras públicas” conllevan una honda responsabilidad en lo pertinente a las buenas costumbres y en la orientación moral de la comunidad. El daño que causan sus pecados se expande y tiende a adquirir la configuración de una “pandemia”: Las figuras públicas tiene una especie de función de “brújula” en la orientación de los valores y los vicios que azotan a una comunidad.

 

Perfectamente puede suceder que el intenso arrepentimiento y las muestras de recomposición del pecador le ganen -de parte de Dios- la remisión del pecado. Pero el “pésimo” ejemplo, se vuelve un contagio que repercute en sus descendientes, que, siguiendo los malos pasos, terminan por recoger las desgracias que son producto de las acciones que sus mayores les inculcaron y promovieron.

 

Ejemplos de estas situaciones los tenemos tanto en David como en Ajab. Ambos, reconocieron su pecado y se impusieron severas penitencias, tratando de purgar sus asesinas culpas.  Lograron por este camino, detener las consecuencia nefastas de sus actos; sin embargo, la cadena de pecado se había disparado y -como una verdadera onda sísmica- los terremotos en la vida de sus hijos, de sus nietos y de la descendencia que debería haber ocupado dignamente el Trono que por derecho mesiánico les correspondía, eclipsó totalmente su brillo, y recogieron los venenosos frutos que correspondían a su infidelidad, a su idolatría, a su perversión, en fin- a todo el mal cuyas semillas dañosas desperdigaban.

 

Habrá que decirlo nuevamente, aun cuando lo hemos repetido ya n-veces, que no se trata de castigos, porque Dios no es Dios-de-rencores. Se trata de consecuencias, nadie que siembre, digamos, frijoles, esperará recoger una cosecha de nueces o de bananos. Lo que se hace, tiene resultados y da frutos consonantes con el sembradío.

 

Muchos se preguntarán: ¿Cómo se expande esta clase de contagios? Y no se puede dudar ni un instante del valioso papel que pueden jugar los medios de comunicación, donde el Malo los usa -como una “caja de resonancia”- para contaminar las consciencias del pueblo de Dios. Por eso, a nosotros nos cabe la aplicación responsable del “discernimiento”. Todo cuanto se nos propone y todo lo que se impulsa como corrientes de “moda” tiene que ser cuidadosamente sopesado por el “discernimiento” que Dios nos ha regalado, la “voz de la consciencia” juega este papel vital, y hemos de cuidar que la consciencia no sea vulnerada por espejismos que la adulteren.

 

El papel profético, que toca a todos los bautizados, puede como en la perícopa de hoy, ser leído como “enemistad”. Ajab llama a Elías, su “enemigo”, porque los caminos del Malo son cuidadosamente camuflados para hacerlos parecer correctos, los idóneos, los recomendables, y no falta quienes les trabajan a las campañas de la “inmoralidad” para hacer creer a otros que no son actos inmorales, sino el verdadero y pleno uso de la “moral”, y que, aquellos que los señalan como prohibidos, lo que quieren es recortar y coartar la “libertad”, misma que por ser falsa, nosotros la denominamos “libertinaje”. Según ellos, nosotros lo que hacemos es privarlos de sus “derechos”, porque para ellos el mal hay que disfrazarlo de “derecho”, y así llevan a tantos y tantos por los caminos de la perdición. Sí, así es, la bandera que enarbolan es la del derecho -muy legítimo- de irse al Infierno.

 

Llegado a este punto, ellos, muy enojados y poniendo su cara más seria, nos trataran de todo, “retrasados”, “anticuados”, “momias de museo”, “mojigatos”. Y todos los que están sumidos en la “ola”, aplaudirán y les harán coro, para poder seguir cavando, no hacia la superficie, sino hacia el fondo de la Gehena.

 

Sal 51(50), 3-4. 5-6b. 11 y 16

Este salmo es de súplica. Claro está, se suplica por el perdón, casi toda la perícopa está dedicada a reconocerse culpable y a rogar para ser perdonado. Sólo el último versículo -el verso 16- la segunda mitad de la tercera estrofa- tiene otro propósito, ofrecer como exvoto, asumir la misión catequética de anunciar y proclamar esta verdad tan promisoria. Dios es un Dios Misericordioso.

 

En la primera estrofa, el pecador reconoce su culpa decidido a responder por sus faltas. Se trata de una liturgia de expiación: liturgia de arrepentimiento de corazón, de un arrepentimiento sincero, se ha fallado, había una relación armoniosa con Dios, Él nos había otorgado todo lo ancho y lo amplio de su Amistad, nosotros en cambio, hemos defraudado, hemos deshonrado la sagrada “Comunión”, nos hemos caracterizado como quebrantadores de la Ley.

 

La Halajá, identifica como traición profética, como exégesis de la Torah, un conjunto de depravaciones que van desde la profanación del templo, los actos de idolatría, la explotación de los pobres y los delitos políticos, donde también se incluye el “mal ejemplo”

Que perfectamente encaja entre los ejercicios de pastoreo “engañoso” y de tergiversación de las enseñanzas.

 

Quien no asume su pecado tiene la conciencia dañada, deformada, no se abre paso hacia el perdón y -como si fuera poco- desvirtúa al propio Dios, entendiéndolo como un Dios severo, amante de la rigurosidad, con una paternidad endeble, un Dios que no se asume en su Paternidad y, entonces, no nos puede acoger en la filialidad. Ese Dios, es un dios que inspira temor. Dios no nos ha escogido para ser temerosos de Él, pues ningún hijo vive temiéndole a su padre, al revés, a Abbá se le tiene la más sólida y estable confianza.

 

Hay -en la primera mitad de la tercera estrofa- una solicitud dirigida a nuestro Padre Celestial, que Él retire sus ojos de nuestro pecado, que no lo mire más, para que así se inicie el camino del perdón: Al no mirar la falta, la olvidará. Al olvidarla, quedará totalmente borrada toda culpa.

 

¿Qué le pedimos en el responsorio? Al ser conscientes de nuestro pecado, recurrimos a Él para que nos regale de su Misericordia. La Misericordia limpia de la sangre, la del derramamiento de sangre y sus manchas, atestiguan contra nosotros, o que hemos matado o -como marca el pensamiento judío, que hemos comido de lo impuro, por no haber desangrado sistemáticamente los animales que se irían a consumir (hacer Kosher los alimentos).

 

Mt 43-48



Una manera de recortar la Ley y acomodarla según nuestro acomodo es reconocer a Dios como Padre, pero no admitir como hermanos sino a algún sub-grupo de sus hijos, por ejemplo, decir que solo son hermanos los de la misma raza, o los que han nacido en el mismo pueblo, o solo a mis amigos, o excluyendo a los que no sean nuestros vecinos, o a los que no asisten al mismo culto o no hablan la misma lengua.

 

A todos los demás los englobamos en la categoría de “enemigos”. Entonces, adaptamos las palabras, para estar seguros que los únicos “hijos de Dios” son los que yo acepto reconocer por tales, a los demás los excluyo de su Paternidad.


 

Jesús, en el Sermón del Monte, nos da una definición de quienes han de tomarse como hermanos: Nos dice que debemos usar el mismo criterio que usa Dios, que saca el sol y con él alumbra a todos, y también envía su lluvia indiscriminadamente, hace llover sobre “justos e injustos”.

 

Con toda especificidad dictamina: si solo amamos a quienes nos aman, ¿nos podemos pensar acreedores a algún premio? Si sólo saludamos a los “hermanos”, ¿estamos haciendo algo que merezca aprecio? No, eso lo hace todo el mundo, actúan como amigos de sus amigos y derraman su desprecio y su rechazo a diestra y siniestra. Y luego, venimos a sacar pecho y a creernos “los chachos de la película”.

 


Tanto como el judaísmo despreciaba a los publicanos y a los gentiles, y aquí Jesús -como siempre hacia- viene y nos los pone como ejemplo, porque en realidad de verdad, los que más despreciamos y marginamos, son -por lo regular- los que, a la hora de la verdad, tienen una ortopraxis. Nosotros, por nuestra parte, estamos hinchados por nuestra ortodoxia, pero nos falta recorrer el largo trecho que media entre el decir y el vivir conforme con nuestra proclamación. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario