Quisiéramos poner a capitanear las reflexiones de hoy, un cuento de Anthony de Mello, intitulado “Uno de vosotros es el Mesías”:
El guru, que se hallaba meditando en su cueva del
Himalaya, abrió los ojos y descubrió,
sentado frente a él, a un inesperado visitante: el
abad de un célebre monasterio.
“¿Qué deseas?”, le preguntó el guru.
El abad le contó una triste historia. En otro
tiempo, su monasterio había sido famoso en
todo el mundo occidental, sus celdas estaban llenas
de jóvenes novicios, y en su iglesia
resonaba el armonioso canto de sus monjes.
Pero habían llegado malos tiempos: la gente ya no
acudía al monasterio a alimentar su
espíritu, la avalancha de jóvenes candidatos había
cesado y la iglesia se hallaba
silenciosa. Sólo quedaban unos pocos monjes que
cumplían triste y rutinariamente sus
obligaciones. Lo que el abad quería saber era lo
siguiente: “¿Hemos cometido algún
pecado para que el monasterio se vea en esta
situación?”
“Sí”, respondió el guru, “un pecado de ignorancia”.
“¿Y qué pecado puede ser ése?”
“Uno de vosotros es el Mesías disfrazado, y
vosotros no lo sabéis”. Y, dicho esto, el
guru cerró sus ojos y volvió a su meditación.
Durante el penoso viaje de regreso a su monasterio,
el abad sentía cómo su corazón se
desbocaba al pensar que el Mesías, ¡el mismísimo
Mesías!, había vuelto a la tierra y
había ido a parar justamente a su monasterio. ¿Cómo
no había sido él capaz de
reconocerle? ¿Y quién podría ser? ¿Acaso el hermano
cocinero? ¿El hermano
sacristán? ¿El hermano administrador? ¿O sería él,
el hermano prior?
¡No, él no! Por desgracia, él tenía demasiados
defectos...
Pero resulta que el guru había hablado de un Mesías
“disfrazado” ... ¿No serían aquellos
defectos parte de su disfraz? Bien mirado, todos en
el monasterio tenían defectos... ¡y
uno de ellos tenía que ser el Mesías!
Cuando llegó al monasterio, reunió a los monjes y
les contó lo que había averiguado.
Los monjes se miraban incrédulos unos a otros: ¿el
Mesías... aquí? ¡Increíble! Claro
que, si estaba disfrazado... entonces, tal vez...
¿Podría ser Fulano...? ¿O Mengano, o.…?
Una cosa era cierta: si el Mesías estaba allí
disfrazado, no era probable que pudieran
reconocerlo. De modo que empezaron todos a tratarse
con respeto y consideración.
“Nunca se sabe”, pensaba cada cual para sí cuando
trataba con otro monje, “tal vez sea
éste...”
El resultado fue que el monasterio recobró su
antiguo ambiente de gozo desbordante.
Pronto volvieron a acudir docenas de candidatos
pidiendo ser admitidos en la Orden, y
en la iglesia volvió a escucharse el jubiloso canto
de los monjes, radiantes del espíritu
de Amor.
¿De qué sirve tener ojos si el corazón está ciego?
Sof
3,14-18
Sofonías
es la españolización del nombre hebreo צְפַנְיָה֙ [Shafanyahu] “Yah lo esconde”, “Yah lo
protege”, “Yah lo atesora”. Su profetismo corresponde a la década del 640-630
a.C., esto quiere decir, previo a la reforma Deuteronomista. Combate las
costumbres extranjeras, los cultos paganos, no menciona al rey y critica a los
ministros y a la corte. La perícopa se ha tomado de una sección del profeta que
podríamos señalar como “promesas de salvación”. En medio de la “perversión
importada”, el profeta convoca a los “humildes de la tierra” para guarecerse de
la ira de Yahveh. ¡Cómo buscarlo? Apegándose a su Justicia, guardando la Ley,
cumpliendo los Mandamientos.
Aparecen los עַנְוֵ֣י [anauv] “mansos”, “humildes”, “pobres” ya no vistos tanto como una categoría socio-económica, sino, más bien, como el sector social de “los que se acogen en Dios y se fían de Él para que sea su Defensor, para que Él los redima”. Ganan un nuevo significado, ya no son los “carenciados”, ahora son “los que creen”, “los que practican la justicia”, “los que son solidarios y comparten”, “los que tiene verdadera fe”. Connotan debilidad y pobreza y se convierten en los antagonistas de los “avaros”, “los opresores”, “los monopólicos”, “los idolatras”, “los ambiciosos”, “los acaparadores”.
La
promesa de Salvación que contiene la perícopa consiste en anunciar que el
Mesías vive junto a ellos, prácticamente como קֶ֫רֶב [quereb] un “vecino” (aquí está presente la idea de que Dios es
nuestro Prójimo”), que se nos ha pasado desapercibido, “alguien mezclado entre
la comunidad y muy cercano”, un “Salvador גִּבּוֹר [gibbor] Poderoso”. Es pues, una profecía mesiánica; entre tus
vecinos comunes y corrientes está Él, el Mesías.
רָנִּי֙ בַּת־צִיֹּ֔ון [ranni bat siyon] “Alégrate hija de Sion”; es un evidente paralelismo respecto de la oración del Arcángel San Gabriel cuando saluda a María: Χαῖρε, κεχαριτωμένη, ὁ Κύριος μετὰ σοῦ. [Khayre, kejaritomene, o Kyrios meta sou], “Alégrate, llena de Gracia, el Señor es contigo”. En ambos casos el llamado a la Dicha, al Regocijo, proviene del Mesías que está allí, Presente.
Is
12, 2-3. 4bcd. 5-6
Según
los Estudiosos, nos hallamos ante una adición post-exilica. Nuevamente nos
encontramos con קֶ֫רֶב [quereb] “el
vecino”, “el que vive al lado”, “el que está entreverado con los otros
cercanos”, si quieren, para darle mayor significado, “el Hijo del artesano”,
“un Fulano que no tiene nada de especial, se ha criado por aquí, con los otros
niños, hijos de los vecinos”.
En la primera estrofa aparece la entrega, el darse por entero, el poner toda la confianza, un atenerse completamente. Y se nombra al Mesías con un título que lo muestra como un “Manantial”, como “Fuente inagotable”.
En la segunda estrofa se nos encomienda la misión, siempre
hay que aportar algo (uno también tiene cinco peces para donar), uno tiene que
demostrar que verdaderamente se confía en Él.
Dos acciones se nos piden
1)
Dar gracias e invocar (Valga decir, eucarística
y latréutica).
2)
Contar sus prodigios, proclamar el
Nombre del Mesías. Hay, aquí, un envío “profético”, una misión “kerigmática”.
Se llama Emmanuel, es Dios con nosotros, no es Dios lejano,
es “Dios-vecino”, alguien que no hay que hacerle antesala ni pedirle cita en el
Palacio; es Alguien con quien hemos cultivado la confianza, amigo y cercano de
toda la vida; merece que le demos serenata con nuestros más ruidosos
instrumentos, y que gritemos proclamándolo hasta quedar afónicos por la algarabía.
Que los que nos oyen queden convencidos por el estrepito de nuestro griterío.
Lc
1, 39-56
Si
existe una persona que, nos van describiendo como es, y llegamos a enterarnos
que vendrá, trayendo un cargamento de libertad, de sanación, de Salvación, es
muy probable que empecemos a aguardarlo, ansiando su llegada. Por el contrario,
si no tenemos noticia de su existencia, es casi imposible que anhelemos su
venida y, muy, pero muy improbable que nuestra “fantasía” alcance a concebir un
asomo de tan positivo “Personaje”. Este cuadro, nos da la oportunidad de
valorar el Primer Testamento, porque no es simplemente un apéndice previo, algo
que se había dicho y narrado anteriormente; sino, los primeros Mensajes que
Dios nos envía para que podemos tener Esperanza, esperanza significa
precisamente “ponernos a la espera”.
Otro componente, importantísimo, es tener a la mano alguna “idea” de a Quien estamos esperando. ¿Cómo encaja en los antecedentes? Es vital que Dios nos anunció la Venida de Su Mesías. Los hagiógrafos comunicaron lo que ellos alcanzaban a vislumbrar, pero -entendamos que- es casi imposible, con los elementos que tenían a la mano hacerse a una “imagen” aproximada. Personajes como Moisés, Sansón, David, permitían una pálida idea, pero siempre basada sobre cierto plano de violencia y rodeada de nacionalismo Israelita. Solemos referirnos a Él como descendiente del linaje de David.
Mesías
-lo decimos sin cansarnos- porque es esencial para la comprensión de la
continuidad de la historia de nuestra fe- significa Ungido, y, Ungido significa
Rey, también Sacerdote y, también, Sacerdote-y-Rey. El imaginario popular lo
tiñó con un colorido de guerrero y caudillo, y de esta mistura fue brotando una
expectativa, una esperanza mal concebida.
Zacarías
fue un profeta menor que profetizó en los tiempos de Darío I, que enlaza los
anuncios del Primer Testamento, el judaísmo naciente y la Apocalíptica. Su
nombre significa “Yah se acordó”. Aquí, en la perícopa aparece otro Zacarías,
un Sacerdote, hombre justo, descendiente de Aarón, de la línea de Abías; era el
esposo de אֱלִישָׁבַע, [Elisheva] “Dios ha prometido”. Estos dos personajes dan vida
a San Juan el Bautista, יוֹחָנָן
(Yoħanan) (el fiel de Dios), de quien solemos decir fue el “precursor del
Mesías y quien enlaza el Primero con el Nuevo testamento. Tan pronto este bebé
-estando aun en el vientre de su Madre- experimenta que el Mesías ha llegado,
da un salto de alegría, como nos lo comunica la “prima Santa Isabel”. La prima
de Nuestra Señora pronuncia un fragmento que hemos incorporado al Ave María:
¡Bendita tu entre las mujeres y bendito el fruto de tu Vientre!
Acto
seguido, María Santísima proclama el Magnificat, que podemos entenderlo en la tradición
judía- como un Salmo de Acción de Gracias, un Salmo Eucarístico. Estrechamente
ligado y con suficientes síncresis respecto del Cántico de Ana, la madre de
Samuel (1Sam 2, 1-11). Los mansos, los humildes, los pobres vuelven a hacer su
aparición como antagónicos con relación a los poderosos, los saciados, los
ricos, aquellos que al final de cuentas serán despachados manivacíos. Hace ya
50 años que Arturo Paolí escribió: «…aquí y allá, se ven signos, pequeños
brotes, de una Iglesia oculta que está en le Iglesia como un fruto de pulpa
sabrosa y blanda dentro de una cascara demasiado grande. Estos brotes bastan
para darme la esperanza e infundirme el coraje necesarios a fin de seguir
luchando para que toda la Iglesia entre en la perspectiva de María.»
¡50 años son un nano-submúltiplo de las unidades de tiempo en el reloj de Dios! ¡No desesperéis! ¡Ya despuntan sus retoños!
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