martes, 5 de septiembre de 2023

Martes de la Vigésimo Segunda Semana del Tiempo Ordinario

 


1Tes 5, 1-6. 9-11

A partir de mañana vamos a dejar nuestro estudio sobre la 1Tesalonicenses para empezar a ver la Carta a los Colosenses.

 

Podríamos resumir diciendo que toda la Primera Carta a los Tesalonicenses está escrita en clave de Acción de Gracias. En torno a esta gratitud hay una constante: la preocupación del Apóstol de los Gentiles por evitar que se distraigan, se preocupen de otras cosas, se descuiden y “llegue la hora”, encontrándolos dormidos, no alertas, como toda La Carta les previene.

 

Eso fácilmente le sucederá a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, pero los fieles tesalonicenses viven alertas, porque son “hijos de la Luz e hijos del día”. Estos discípulos de Tesalónica viven en la claridad y su conducta entera está bajo el Resplandor de Jesucristo. No se aflojan, no se descuidan, no se entregan a lo disoluto. Inclusive cuando se duermen, lo hacen de modo tal que se mantienen en guardia.

 

Los convida a permanecer siempre νήφωμεν [nefomen] que tiene un doble significado, “no embriagarse”, y también, “no dejarse arrastrar por las visiones que produce la pecaminosidad”, estas son como alucinaciones que hacen ver el pecado como si no lo fuera. Los borrachos carecen de este discernimiento para distinguir el bien del mal y fácilmente caen en los engaños del “Patas”.

 

Contra estas seducciones ignominiosas, San Pablo da dos instrumentos:

1)    Animarse unos a otros. A veces nos profesionalizamos como repetidores de fórmulas, frases de cajón que se usan como parapeto para simular una militancia en le fe, pero no entregamos una voz de aliento y una palabra verdaderamente entusiasmante de cimentación en el Señor.

2)    οἰκοδομεῖτε [ecodomeite] “construyan la casa”, pero aquí lo que quiere decir es adquirir la disciplina de la “resistencia”, dando a los hermanos el apoyo para que no caigan, para que tengan bases buenas y sólidas para enfrentar las acechanzas del mal y las flaquezas. Darse unos a otros alicientes para no caer, para permanecer de pie frente a todos los embates. Como al construir una casa, se le dan soportes de firmeza y se la edifica resistente, con verdadera solidez.

 

Concluye San Pablo con la aseveración de que él sabe que ellos ya están poniendo en práctica este par de consejos.

 

Sal 27(26), 1bcde, 4. 13-14

Este es un salmo del Huésped de YHWH. Es decir, el Fiel que reconoce el Templo como Vivienda del Altísimo, quiere pasar todo el tiempo que le sea posible, bajo los mismos aleros que dan cobijo al Señor.  Lo que persigue y se fija como ideal consiste en “habitar en la casa del Señor por los días de su vida.

 

Ese fiel sabe que la vivienda que tiene en la tierra es, sencillamente una morada transitoria, que aquí no habitamos sino como peregrinos, como transeúntes. Así que en este salmo lo que le ruega a Dios es que lo conduzca -por su Misericordia- a la vivienda que le tiene deparada en la Vida-Perdurable.

 

Pero, entretanto, es indispensable vivir con “resistencia”, llevar una vida perseverante en la fidelidad del Señor, acogerse a Su Ley y guardar Sus Enseñanzas, cumpliendo los Mandamientos y desvelándose en obras de Misericordia. Con la palabra de San Pablo, podemos decir que este salmo nos hace conscientes y nos inspira el sentido de responsabilidad de vivir acordes con la “sobriedad” que nos deja desenmascarar los engaños del Malo.

 

Sólo el Señor nos defiende, nos guarda y nos tiene unas “banquitas” alrededor de su Trono. Una sola cosa le pedimos a Dios -nosotros los que queremos llegar a ser sus huéspedes- habitar en la casa del Señor, gozar de Su Dulzura, contemplando la Perfección Intachable de la Nueva Jerusalén, allá, en el País de la Vida.

 

Lc 4, 31-37



ἐξουσίᾳ [exousia] “autoridad”

Examínenlo todo y quédense con lo bueno.

1Tes 5, 21

 

¿Recuerdan ustedes en el Evangelio según San Mateo, cuando Jesús nos prevenía de llamar a alguien padre en la tierra, hacernos jefes, o designar a alguien como nuestro guía, o mandamás, aquí en la tierra? (Cfr.Mt 23, 9-12). Allí lo que está comprometido es el concepto de autoridad. Al crearnos Dios nos trasfirió autoridad sobre la Creación. Infortunadamente el pecado ha deshecho esta atribución. Por eso Jesús nos alertaba contra las “autoridades” y las “jefaturas” que constituimos socialmente. Autoridad y obediencia son una dupla interconectada y mutuamente dependiente.

 

La autoridad, contra lo que muchos piensan -pura ideología- no es un “don” de mando, no es una voz despótica, no tiene que ver con órdenes gritadas, ni con humillación, ni con prepotencia e insolencia. La autoridad no dimana del atropello y la violencia. Meditemos muy cabalmente, los seres humanos no somos un auto que se puede poner en manos de un conductor supuestamente capacitado. La autoridad no se logra por coacción, ni siquiera por persuasión. Nosotros tenemos un Conductor que se llama “consciencia” y todos nuestros actos recaen sobre su arbitrio y responsabilidad. Ante el Gran Tribunal no se puede decir: es que, a mí, mi capitán, me ordenó, o mi jefe me dijo, o a mí me lo recomendaron en un programa de televisión muy visto, o, así lo leí en un best-seller, o tal o cual líder vivía exhortándonos en esa dirección, o eso fue lo que me enseñó un youtuber.

 

El objetivo de la autoridad no es ni el mando, ni la obediencia en sí; sino la capacidad de lograr la plenificación de la heredad. En sí, la palabra autoridad proviene de la raíz augere que connota llevar a su desarrollo, hacer que aumente, propender a su crecimiento. La autoridad libera y fomenta el legado. La autoridad es connaturalmente creativa, lleva lo que se genera como germen, al desarrollo de su plenitud, en lo cual se incluye desbrozar, limpiar y suprimir las circunstancias limitantes. Si vamos a mirar en el depósito de la verdad, lo que encontraremos es que la única verdadera autoridad está en Dios. Nosotros -a veces- asumimos una supuesta delegación de la autoridad, transferida bajo una determinada “legalidad” a ciertos personajes; pero -vayamos a la Palabra de Dios- para encontrarnos que, en el fondo, nada ni nadie diluye ni aminora la responsabilidad de cada quien -asesorado por la voz de su consciencia- en los actos de su existencia.

En síntesis, cuando obro el mal -a ciencia y consciencia- el único responsable soy “yo”; yo y mi consciencia. Ahora bien, está la situación del “era que yo no sabía”, pero resulta -como se dice a nivel civil, que “el desconocimiento de la norma no exculpa de la comisión del delito”. A menos que, sea imposible que yo me informe (ignorancia insalvable). Y es por eso, que la persona debe luchar a brazo partido por educar su consciencia para poder ejercer el discernimiento de sus actuaciones.

 

¿Qué constata la perícopa de hoy? Que la autoridad está en Dios. Que la Palabra de Jesús está llena de autoridad. Que la autoridad real de Jesús tiene que ser acatada por los “espíritus inmundos”, y eso es lo que caracteriza a Dios como autoridad Suma. La impureza es el influjo que ejercen los espíritus inmundos; desbrozar estos es el ejercicio de la más eficaz autoridad.

 

Frente a la autoridad Divina, el mal es impotente, inane, nulo, infructuoso. Todos los supuestos poderes de la tierra se rinden ante Su Autoridad. ¿Cuál era la fama que se esparcía sobre Jesús? Que Él es Dios, porque sus acciones -y la autoridad con que las ejercía- lo autenticaban como Dios.

 

De donde sacó Jesús esta autoridad: Cuando Jesús se bautizó, bajó sobre Él el Espíritu Santo y Dios lo ungió, declarándolo, no sólo Hijo Suyo, sino, además, su εὐδοκέω [eudoqueo] “motivo de Orgullo”, “Su Predilecto” (Cfr. Lc 3, 21-22)

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