sábado, 25 de febrero de 2017

PORQUE SÓLO ÉL TE PUEDE SOSTENER


Is 49,14-15; Sal 61,2-3.6-7.8-9ab; 1Cor4,1-5; Mt 6,24-34

No tengas miedo pues Yo estoy contigo;
No temas, pues Yo soy tu Dios.
Yo te doy fuerzas, Yo te ayudo,
Yo te sostengo con  mi Mano Victoriosa.
 Is 41,10.

Antes de todo, tratemos de visualizar cómo se articula este VIII Domingo Ordinario con los Domingos precedentes: ¿En qué nos habíamos quedado? En una especie de Mandamiento cúspide: Buscar una perfección, una plenitud como la del Padre Celestial. Y, ¿quedó atrás? ¿Pasó la semana VII del Tiempo Ordinario(A), y pasó a la historia ese mandato? ¿Daremos vuelta a la página dejando atrás la temática del Sermón de la Montaña? Tal vez tengamos esa percepción, pero no es así. En realidad ese lineamiento que nos da Jesús nos tendría que acompañar por todo el camino y recordemos que Él es el Camino, la Verdad y la Vida. «Cuando… opto por obrar contra los mandamientos, preferiría que Dios no existiera y por consiguiente estoy dispuesto a prestar fácilmente oído a las objeciones acerca de la fe. No pocas objeciones derivan lamentablemente del hecho que nuestra vida cristiana, nuestros comportamientos no son conformes con el Evangelio.»[1]

Procurar la Perfección de Nuestro Padre es transitar los caminos de la Fe y la Fe precisamente radica en entendernos hijos en el Hijo. «La fe en nuestra vida lo es todo, es el bien sumo; sin ella no hay en nosotros nada divino.»[2] La fe es el amor a Dios, amamos a Dios cuando sabemos fiarnos de Él y reposar confiadamente en sus Manos. Precisamente las Lecturas del Domingo VIII Ordinario del ciclo A tienen ese norte. Si miramos la Primera Lectura, lo que encontraremos allí es el resplandeciente Amor de Dios Padre-Madre: Puede que haya una madre desalmada, pero la fidelidad del Amor de Dios está garantizada por Su Palabra, “Yo nunca me olvidaré de ti, dice el Señor Todopoderoso” (Is 49, 15).

¡Así es! La Fe consiste  en ese abandonarnos en las Manos de Dios, en esa entrega de niño que confía en el Padre. Muchos se niegan a asumir esa docilidad confiada porque la ven como “infantilismo sicológico” y piensan que deben aparentar auto-solvencia para exhibir “madurez”. Ya nos lo enseñó el Maestro, “si no os hacéis como niños, no entrareis en el Reino” (Mt 18, 3).

Dirijamos, ahora, nuestra atención al Salmo: el salmista (Palabra de Dios que nos enseña cómo quiere que nos relacionemos con Él), nos orienta en la dirección de depositar toda nuestra confianza solamente en Dios Nuestro Señor: «En el texto hebreo, aparece seis veces, al comienzo del verso, una partícula adverbial de sonido ronco y gutural, que se traduce por “solamente”: “Solamente un Dios”… “Solamente Él”… “Sólo Dios”… “Sólo Él”… Releamos el pasaje, descubriendo este absoluto que se repite. Nada de medias tintas. Sólo Dios. He ahí la herencia que nos trasmite Israel.»[3]


Y junto al rotundo rechazo de la desconfianza en Dios, encontramos, en unidad dialéctica, evitar la preocupación. ¿Para qué hemos de preocuparnos si el Padre Celestial se ocupa? Y ¡se ocupará en su debido momento! «Dios, como el maná cotidiano, nos da cada día la fuerza para las cargas de ese día, para que aprendamos a vivir con confianza.»[4] Aquí está contenido un mensaje de paciencia y esperanza, está también la aceptación de los ritmos de Dios; y, es que Dios tiene su Tiempo. Nos trae automáticamente a la memoria la expresión de Jesús: “Mi hora no ha llegado todavía”; (Jn 2, 4c). No tenemos que incurrir en la angustia, sino saber aguardar a que llegue el “momento de Dios”.

Aún otra idea, pilar de la fe, se nos ofrece en este conjunto: No tenemos que luchar contra la vida y sus sorpresas, no siempre agradables. La vida nos trae experiencias que, habríamos querido no tener, y contra  las que nos revolvemos y gastamos –en vano- nuestras preciadas energías que habríamos debido enfocar con fe, al servicio de la construcción del Reino. «Normalmente desperdiciamos el noventa por ciento de las energías en tratar de evitar lo que de todos modos acontece y luego descubrimos que es un bien.»[5].


Tampoco podemos dejar la Segunda Lectura al margen de nuestra reflexión: Hay un punto en el que la Primera Carta a los Corintios nos ha traído pendientes: La fe no es un tema individualista sino un tema comunitario: Se trata de tener fe al lado de los que nos rodean, en medio de ellos y –quiérase o no- influidos por ellos. En la fe –insistimos- en el amor a Dios, nuestros prójimos, los más próximos y los más lejanos- nos tocan, nos afectan. Ni siquiera el eremita ama a Dios en absoluta soledad, posiblemente busca el silencio y la quietud, pero busca a Dios ante los ojos de sus prójimos, que no están allí, pero lo miran. En el fragmento de la carta que estamos considerando, leemos: “…poco me importa que me juzguen ustedes o cualquier autoridad humana…”; sin embargo, lo que nos ha pedido en el renglón anterior es “Que todos nos consideren como servidores de Cristo y encargados suyos para administrar las obras misteriosas de Dios” (1Cor 4,1).

Aún hay más: Esta alusión nos lleva el foco de Aparecida (V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe), Discípulos y misioneros, que se podía entender como dos enfoques o dos ministerios diversos, y, ahora caemos en la cuenta que todo verdadero discípulo es forzosamente misionero; y no sólo caemos en la cuenta sino que estamos señalados para difundir esta manera de creer, de vivir la fe, de actuar dentro de ella. Creer, amar a Dios, significa llevar el anuncio con coherencia.

Y llevamos la fe no sólo anunciándolo con palabras, sino vivenciándolo y haciendo viva la experiencia. Sobreponiéndonos a nuestra fragilidad, combatiendo nuestras flaquezas, apoyándonos en Él, convencidos que de Él dimana toda la fuerza indispensable para podernos sobreponer a nuestra inestabilidad. Si nuestra fuerza nos lleva a superarnos no tenemos motivo de arrogancia; no es que seamos más fuertes, sino que Dios en su ingente Misericordia nos lo concedió: “¿Por qué te sientes orgulloso como si no lo hubieras recibido? (1Cor 4, 7d).

Se brinda con todo esto la oportunidad de volvernos sobre la hermosísima oración del Padre Charles de Foucault: «Padre mío, me abandono a Ti. Haz de mí lo que quieras.
Lo que hagas de mí te lo agradezco, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo.
Con tal que Tu voluntad se haga en mí y en todas tus criaturas, no deseo nada más, Dios mío.

Pongo mi vida en Tus manos. Te la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón,
porque te amo, y porque para mí, amarte es darme, entregarme en Tus manos sin medida, con infinita confianza, porque Tu eres mi Padre». ¡Dios, nuestra Roca de Salvación!




[1] Martini, Carlo María.  LAS VIRTUDES DEL CRISTIANO QUE VIGILA. Ed. San Pablo. Bogotá – Colombia 2003.
[2] Ibid. p. 48
[3] Quesson, Noël. 50 SALMOS PARA TODOS LOS DÍAS. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia 1996 pp. 78-79.
[4] Fausti, Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE MATEO. Ed. San Pablo. Bogotá-Colombia 2011. p. 121
[5] Ibid

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