sábado, 4 de marzo de 2017

COMETÍ LA MALDAD QUE ABORRECES


Gn 2,7-9;3,1-7; Sal 50,3-4.5-6a.12-13.14.17; Rom 5,12-19; Mt 4,1-11

Jesús será rey, pero en la cruz. Allí se revelará como libertad absoluta, colocando su vida al servicio de todos, sin dominar a ninguno.
Silvano Fausti

Al iniciar la lectura del Santo Evangelio nos encontramos, que es el Espíritu quien “lleva” a Jesús al desierto con un extraño propósito: “para ser tentado por el diablo”. ¿Qué hemos leído en la Primera Lectura, tomada del capítulo 2 del Génesis? Que Dios creó al hombre y lo puso en el Jardín del Edén, donde habitaba el “animal más astuto de todos los del campo”, y es precisamente la serpiente la que “tienta” a Eva. Podríamos reconocer en esta forma figurada,  con la que nos habla la Sagrada Escritura, que para que el ser humano lo sea, requiere ser “contextualizado” en un ámbito donde “cobra” sentido enfrentado al dilema de la elección, a la irrevocable situación de tener que decidir: un contexto de libertad.


Así pues la humanización del ser humano no puede producirse fuera del espacio de la libertad: “Él hizo al hombre en el principio y lo dejó librado a su propio albedrío. Si quieres, guardarás sus mandatos, porque es prudencia cumplir su voluntad; ante ti están puestos fuego y agua, echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida: le darán de lo que él escoja” Eclo. 15, 14-17. Dios-y-Señor nuestro pone aparte, es decir, “consagra” –según nos narra la Primera Lectura- un solo árbol de todos los del Jardín: “el árbol del conocimiento del Bien y del Mal”. Nosotros entendemos en esta fórmula, la capacidad y la autoridad de discernir entre lo que es bueno y lo que es malo. La arrogancia humana, que se traduce en desobediencia, consiste en creer que nuestras capacidades son tales, que somos capaces de reconocer y optar correctamente frente a esta disyuntiva. Como Dios-Padre sabe que no podemos, Él mismo nos indica lo que no debemos hacer, de donde se desprende lo que sí: podemos: verlos y comer de todos los demás árboles hermosos. La gama de opciones es muy amplia, sólo hay una limitante: nuestra incapacidad para ser más que humanos. Podemos y debemos perfeccionarnos en el espacio de lo humano, humanizándonos cada vez más; pero frente a la decisión y el reconocimiento ante los dilemas éticos, es Dios Quien nos instruye. A nosotros cabe el humilde reconocimiento y aceptación, el hombre tiene que ob-audire, obedecer, oír y acatar. ¡Cómo nos cuesta la obediencia!


Como fuimos modelados de barro, somos frágiles. El que nos rompe, el que nos quiebra (recordemos que eso significa la palabra diablo: “el que divide”), tiene que iniciar mintiendo, tiene que decir que Dios prohibió todos los árboles, para confundir y hacer pensar que no hay libertad, o, como mínimo, que si la hay está terriblemente restringida. Sólo engañando al ser humano puede hacer mella en nosotros. ¡Ya sabemos que tratará de engañarnos! ¡Ya sabemos que su sucia táctica “astuta” será mentirnos! En el Evangelio nos admira su conocimiento de la Palabra: ataca a Jesús apelando precisamente a lo que dice la Escritura (aun cuando tergiversándolo).

No entendemos que el ataque del diablo a Jesús fue un momento del que salió airoso y que en lo sucesivo estuvo libre de cualquier acechanza. Creemos que esta es la manera “figurada” como el evangelista nos presenta que Jesús, como ser humano que se hizo, fue continuamente amenazado por tres clases de acechanzas: tener, aparecer, ser poderoso. Estos ataques son presentados como acciones buenas, diciendo que es lo que está mandado, con “citas” fragmentarias que no toman en cuenta la organicidad de toda la Enseñanza. ¡Tengamos cuidado! Con fragmentos bíblicos también nos puede confundir el Malo.


Todavía otro detalle: El Malo prefiere para su ataque los momentos críticos de nuestra vida. Cuando nos ve débiles, cuando nos ve llenos de problemas, cuando nos descubre tratando de acrecentar nuestra espiritualidad, es entonces cuando procura hacer efectivo su zarpazo. Como Jesús ayunaba, y ya iba por los cuarenta días y cuarenta noches de su “ejercicio espiritual”, en ese preciso momento lanza su arremetida.

¿Qué pasa si en medio de nuestra debilidad y pese a todo, caemos, sucumbimos a la tentación? El Salmo nos instruye en la concomitancia social del pecado a la vez que nos modela la actitud de contrición. Se pone en la línea de la segunda fase del proceso salvífico, se refiere al arrepentimiento condicionante para alcanzar la justificación. Cuando el  Salmista se reconoce pecador y ruega a Dios su compasiva misericordia, añade el ruego por el pueblo todo, por la ciudad integra. Sabe que su falta afecta a los demás, sabe que su pecado repercute como mal ejemplo, sabe que está cometiendo una transfusión de sangre contaminada en el organismo social. Tener, aparentar y poder acarrean dominación, expolio, explotación, sometimiento, (habrá casos en que no, suponemos, pero la estructura pecaminosa de la sociedad nos revela esa consecuencia irrefrenable, que quizás explica los niveles de corrupción, descomposición e injusticia social a los que ha se llegado; y, que el Maligno se refocila en mostrarnos a través de los mass-media). Nosotros podemos argumentar que el pecado es un asunto absolutamente personal, pero también en eso ha metido el Pérfido su cizaña mentirosa: el pecado siempre trasciende, el pecado es un virus que se disemina imparable, es semilla de abrojo que lanzamos a diestra y siniestra. La sustancia pecaminosa del pecado es esa, que lastimamos a otros, que contagiamos y regamos la cepa maligna hasta fronteras insospechadas. El ruido contaminante del pecado reverbera allende nuestras fronteras personales, allende nuestro espacio de ubicación y, lo más grave, trascendiendo el tiempo, se peca ahora y el efecto venenoso perdura. El pecado siempre daña el “hermano” ese otro hijo de Dios como nosotros y lo daña más tarde o más temprano. Es por este conducto que la maldad se ha desparramado y se ha colado por los intersticios de la sociedad integra. El pecado es pecado porque daña a nuestro prójimo y por eso precisamente es que constituye un acto de desamor a Dios.


O sea, que ¿este proceso es absolutamente irreversible? No es eso lo que estamos afirmando. No podemos dejar al margen el aporte que nos prodiga la Segunda Lectura, esta vez tomada de la Carta a los Romanos. Esta Epístola nos explica la dialéctica de la salvación: pecado, arrepentimiento y redención; a la caída de Adán contrapone, mostrándonos la esencia absolutamente sanadora y reconstructiva del sacrificio de Dios en la Cruz. «Merece atención la insistencia con que San Pablo une la justicia y la gracia en un mismo bloque. Lo que él quiere dejar muy en claro es el sentido de la gratuidad de la salvación. Dios decide interrumpir el torrente impetuoso del pecado con tan gran poder que su gesto redentor va hasta su origen, hasta Adán.»[1] .

En resumen, si el delito de uno trajo la condena de todos, también la justicia de uno traerá la justificación y la vida. Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos.” (Rm 5, 19)








[1] Mesters, Carlos. CARTA A LOS ROMANOS. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia 1999. p. 37

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