sábado, 25 de mayo de 2024

Sábado de la Séptima Semana del Tiempo Ordinario


 

Stg 5, 13-20

Llegamos al final de la Carta Católica (o sea, Universal) de Santiago. Hoy leemos sus últimos ocho versículos. Se nos habla de la oración, pero también tiene un ojo fijamente puesto en los enfermos.

 

La oración puede equipararse con el “entrenamiento” del deportista, como esa ardua dedicación que nadie ve, que nadie aplaude, pero que se hace con miras a la superación. En la oración sí hay alguien que ve y oye, ¡es el Señor!

 

Cuanto más sería es la dedicación de un deportista, más serio es el trabajo que da en sus “entrenamientos”. Además, no es sólo ejercicio y práctica del deporte en cuestión, sino que se añaden abstenciones y disciplinas como evitar ciertos alimentos, llevar una vida sana y juiciosa, creo que a veces, se toman determinados suplementos alimenticios y el deportista que estamos mirando, revisa toda su vida a la luz de su calidad de deportista. Y, ningún esfuerzo se escatima. No es necesario que gane la copa, o la medalla, estos “entrenamientos” superan el estrecho criterio de la “presea”, de la “victoria”; gran parte de este trabajo se hace por superación, por probarse a sí mismo la responsabilidad y la dedicación; a veces el deportista en sus “entrenamientos” lo que persigue es demostrarse que puede ir escalando metas personales y que puede superar las dificultades y las evasiones y deserciones del falso deportista. Todo eso prueba que en su corazón hay fuerzas que él mismo no sospechaba, lo que conduce a poder declarar que “todo se puede alcanzar con perseverancia”. ¡La analogía con la oración se hace evidente!

 

La oración es -sin lugar a dudas- una disciplina que conduce al crecimiento espiritual. Luego vendrá la respuesta de Dios, y podremos comprar un armario especial para atesorar medallas y trofeos. Pero, antes que nada, está el desarrollo de una personalidad orante, la espiritualidad.

 

Diremos entre paréntesis que la oración no es una actividad competitiva: mi vecina ora cinco horas, yo tengo que superarla en una hora y llegar a seis. ¡No! Este entre-namiento es entre Dios y el orante, trabajas arduamente, no en relación con el prójimo, sino atendiendo a ser cada vez “mejor amigo de Dios”.

 

Con mayor razón si uno atraviesa un sufrimiento, ha de dedicarse con mayor ahínco al “entrenamiento”, no derrotarse a sí mismo en la auto-conmiseración, no hacer un curso intensivo de auto-compasión: sino, orar con alma vida y “sombrero”.

 

Pero no solamente ora y se ora, en las duras y en las maduras; al contrario, en épocas de bonanza es cuando con mayor detalle puede uno concentrarse músculo por músculo -empezando por los que se descubren ser los más débiles- para fortalecer cada debilidad desenmascarada. Y cuando la situación nos lleve a estar contentos, entonces, a cantar himnos, nos recomienda Santiago.

 

Cuando alguno esté enfermo, hay que llamar al presbítero, para que lo unja, con oraciones y en el Nombre del Señor se restablecerá. Pero, claro, hay que ponerle fe. Además, si tiene pecados cargados en su consciencia, quedará perdonado: ¡La unción de los enfermos tiene poder absolutorio!

 

Ordena también la confesión, no personal, sino que debe haber uno que se confiesa y otro que en el Santísimo Nombre absuelve, será el presbítero, que ha sido separado en la comunidad y ungido para esa facultad vicaría que le encomienda el Señor.

 

La oración de los “justos” tiene enorme poder.

 

Elías, el profeta, en nada diferente a otro ser humano, oró con fe y contuvo la lluvia durante 42 meses. ¡Se imaginan la calamidad para una cultura agrícola de ausencia de lluvia por tres años y medio! Sólo se interrumpió la sequía cuando él volvió a orar y pidió lo contrario, entonces, la tierra, por fin fructificó.

 

Concluye señalando las gracias que se alcanzan con la labor evangelizadora de enseñar la palabra y recuperar a los extraviados de su desencaminamiento; aquel que se dé a esta tarea logrará salvarse de la Oscuridad Eterna y cavará una honda sepultura para muchos de los pecados que entorpecen y abruman su relación con Dios.  

 

Sal 141(140), 1b-2. 3 y 6

Si decimos que es un salmo de súplica ¿si se entenderá bien a qué clase de salmos nos referimos? Esta categoría de salmos de súplica es la más abundante del salterio.

 

No es indispensable, pero podríamos quemar en nuestro pebetero un poco de incienso, sólo para visualizar como la oración es como el humo del incienso: también la oración deja flotando en el ambiente una estela de agradable olor; también el humo del incienso se eleva al Cielo como nuestras manos -que al atardecer de cada día-, en el momento de examinar nuestra consciencia- marcan el ritmo orante de nuestra existencia.

 

Hay una amenaza triple que se cierne en contra de nuestra vida espiritual: las palabras venenosas que haya aprendido nuestro corazón y haya puesto en depósito para repetirlas.  

La segunda es dejar que nuestro caminar esté salpicado de pecaminosidad sin desterrar las piedras de pecado que los salpican; y, por último, juntarnos con impíos que se dan a la tarea de importar piedras afiladas para sembrarlas en nuestra vida y así envenenarnos el corazón.

 

En la segunda estrofa de la perícopa de hoy, le pedimos a Dios que designe un guardián riguroso para nuestra boca y, que les ponga un centinela a los labios para librarnos de las palabras dañosas. No basta, necesitamos de un blindaje poderoso: Que nuestra mirada esté continuamente dirigida hacia Dios, vueltos los ojos a las realidades Celestiales y que nos acoja en su Santo Templo, permitiéndonos ser asilados tras los muros de su Fortaleza.

 

¿Qué clamamos en el versículo responsorial? Que nuestra plegaria no se quede represada en el dique de mi egoísmo, sino que con verdadero poder “ascendente” llegue hasta Él, verdaderamente como si nuestros rezos tuvieran la misma fuerza ascendente que tiene el incienso que Le dirigimos.

 

 

Mc 10, 13-16

 

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Mt 5, 3



Llevar los niños ante Jesús para que Él los tocara. Era seguramente un gesto muy seguro, donde no podíamos ver segundas intenciones, ningún daño se podría esperar de las Manos del Salvador. Hoy por hoy, en cambio, nos cuidamos de todo contacto que un extraño -fuera del círculo familiar- pueda tener hacía uno de nuestros pequeñines. Ciertamente que vivimos en una situación distinta y en circunstancias muy diferentes. Pero, cuanta falta les hace a los niños capitalizar la atención de un adulto y saberse y sentirse reconocidos como personas y -más en la Comunidad Eclesial- saber que son importantes en la familia de los que tienen fe.

 

Los discípulos inmediatamente gatillan una reacción de rechazo. Se ponen nerviosos porque seguramente el “Maestro” no querrá ser interferido por niños que le hagan perder “tiempo”. En aquellas culturas donde un niño era visto como un cachorrito molesto, como un “bichito” perturbador. Los niños estaban férreamente puestos al cuidado de sus madres que debían -sobre todo- garantizar unas políticas de contención y freno, que, además -dependiendo de su éxito- conducían a la aprobación: ¡que niño tan bien educado! Alago, que se hacía extensivo a la progenitora: “Se ve que la mamá lo tiene bien educadito!

 

Y Jesús, que para nada estaba implementando políticas populistas para caerle bien a las familias y garantizar el voto en la próxima ronda electoral. Exige que los acojan, “libera a los niños”, los considera votantes y destinatarios principales de su Mensaje.

 

Se nos ocurre que al llegar aquí es sumamente importante recordar cuál era la esencia del mensaje de Jesús: ¡El Reino!

 

La confianza es el sine qua non de la fe: sin confianza no se puede creer. Se pasa a creer cuando se tiene primero que todo confianza. Un niño -a menos que se lo crie melindroso- es dado a la confianza. Su naturaleza le hace ser naturalmente cercano y a creer en el otro. Si nos fijamos bien, un niño bajo una crianza sana -no producto de la constante zozobra- parte del principio “mi prójimo es bueno, puedo confiar en él”.

 

Cuan desfasada puede ser una formación que ve en el mendigo, en el marginado un peligro y lo “bautiza” como ¡el coco! Para satanizar el menesteroso. Una cosa es una sana prevención y otra cosa es vivir encarcelado en el “cuarto del pánico”.

 

Qué poderosa moraleja nos da Jesús, es fascinante que nos lo dice con una claridad meridiana, (muchos verterán galones de disimulo para irse por las ramas y no fijarse en la centralidad de este mensaje). Pongámoslo entre signos de admiración porque, si el Mensaje esencial de Jesús es el Reino, tenemos que estudiar con gran precisión, quienes son sus destinatarios: ¡En verdad les digo que quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él!

 

Tenemos que acudir al Mensaje cristocéntrico confiadamente, “pobre en el espíritu” es aquel que no vive prevenido, el que puede confiar. Sin dudar de él, con plenitud de Fe. ¡Dejemos que Jesús nos imponga las Manos!

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