martes, 21 de mayo de 2024

Martes de la Séptima Semana del Tiempo Ordinario


 

Stg 4, 1-10

Después de las Cartas Paulinas, están estas siete cartas que llamamos “católicas”, o sea, universales, porque no están dirigidas a una comunidad en específico, sino que estaban destinadas a que se fueran expandiendo y fueran leídas en todas las comunidades cristianas. Junto con esta, de Santiago, están las dos de Pedro, las tres de Juan y la de Judas.

 

Hoy iniciaremos una exploración de la carta de Santiago que nos tomará cinco días, hasta el sábado. La Carta podría estudiarse con el siguiente esquema:

-Una introducción que incluye el saludo, un llamado a saber enfrentar todas las pruebas y la importancia de mantenerse coherente con el Mensaje de Jesús, cuyo anclaje y referencia central es el Sermón del Monte, que para Santiago es una perspectiva y referencia esencial del cristianismo. Uno siente que en esta introducción se da una mirada somera a todos los temas diversos que se irán tocando a lo largo de la carta. Cap. 1

-Luego toca el tema del peligro de actuar discriminatoriamente y dar preferencia a los adinerados y a los que pueden proporcionar alguna ventaja, despreciando a los pobres; y acto seguido pasa a recalcar que le fe no es discurso bonito sino una praxis de fraternidad y caridad. Cap. 2

-Pasa a considerar el problema de la chismografía como una amenaza para la sinodalidad de las comunidades y el daño que las habladurías pueden causar como fermento de desunión. Y, entonces aterriza en la “verdadera sabiduría”, tema que desarrolla en el discurso de 3, 13-18. Esta temática ocupa el cap. 3.

Este “estudio” que nos va a ocupar esta semana, no trata toda la carta, sino que se enfoca en su segunda mitad. Los capítulos 4-5.

 

Lo primero que nos dice hoy es una mirada diagnóstica; ¿qué es lo que nos hace daño, que es lo que envenena nuestras intenciones? ¿Cuál es la semilla de la discordia? ¿Qué es lo que impide que avancemos sinodalmente? ¡Los malos deseos! A los malos deseos les podemos atribuir las guerras y todas las discordias.

 

¿Por qué no obtenemos lo que anhelamos? ¡Porque no se lo pedimos a Dios y porque si se lo pedimos no lo sabemos pedir! ¡Porque lo que anhelamos está dirigido a conseguir lo que nos daña, los placeres de la mundanidad!

 

¿Cómo sabemos que lo que pedimos es mundanidad? ¡Porque no estamos pidiendo lo que verdaderamente necesitamos sino lo que nos envanece!

 

¡Miren, que maravilla! nos da un criterio claro para saber discernir cuando estamos pidiendo mal. ¡Estamos pidiendo mal si lo que queremos es para “ponernos por encima de nuestros hermanos! ¡El corazón se está torciendo cuando empezamos a “comparar-compitiendo”!

 

Y es muy lógico que esa sea una toxina, porque cuando el corazón anhela ponerse por encima y enorgullecerse, ahí ya ha desaparecido el fraternal deseo de hacer comunidad, de construir fraternidad, de edificar el Reino.

 

Hay personas que quieren tener un pie en ambas barcas, uno en la barca de Dios y el otro en la barca de la mundanidad, del engreimiento, de la jactancia. Así no se juega. Apresurémonos a pasar ambos pies a la única barca que nos permitirá sobrevivir a las turbulencias. “Acerquémonos a Dios y Él se acercará a nosotros” (cfr. Stg 4, 8)

 

El amor consiste en querer hacerle bien al otro y para eso hay que soltar toda propósito egoísta. Liberados de esos fardos podemos poner en práctica el mandamiento del Amor, el resumen de la Torah que nos hizo Jesús: Amar a Dios, al prójimo y a uno mismo, empezando por ahí como base para ser capaz de amar a los demás.

 

Sal 55(54), 7-8. 9-10b. 10c-11a. 23

Este salmo es un salmo de súplica. Conscientes de estar bajo graves amenazas, nos abandonamos en el Señor. Por eso el responsorio es el verso 23, que repetiremos también en la cuarta estrofa: “Encomienda a Dios tus afanes, que Él te sustentará".

 

Existe la muy rimbombante “cultura de la privacidad” que se nos ha enseñado a defender a dentellada limpia; como uno de los grandes valores que estructuran los “derechos del ser humano”. Y ¡lo es! Siempre y cuando no hagamos de ella un ídolo descomunal y agobiante que sea capaz de engullirlo todo y hacer desaparecer bajo su disfraz, la solidaridad, la fraternidad y la koinonía entera.

 

¡La técnica es simple! Consiste en tomar un muñeco relativamente pequeño, de talla “normal”, y conectarlo a una máquina neumática e hincharlo hasta tener un “coloso”. ¿Y qué obtenemos? ¡una ideología! Destrozamos las redes de nervios y las de venas y arterias y capilares. ¿Qué queda entonces del Cuerpo Místico de Cristo? Cada uno en su rincón, bien juiciosos, bien peinados, pero bien incomunicados: ¡fin de la projimidad!

 

Papa Francisco nos ha hecho caer en la cuenta que vivimos en la casa común, ¿qué es la Casa común escatológicamente hablando? ¡La Nueva Jerusalén! Nada de utopías, algo que se tiene que construir cada mañana que nos levantamos. El propósito de tener muy vivo en la consciencia que somos hijos del mismo Padre y que todos, en torno a Jesús formamos la gran familia de Dios.

 

Y ¿cómo va ese proyecto? Este salmo lo declara: “Veo en la ciudad violencia y discordia; día y noche hacen la ronda desde sus murallas; en su recinto, crimen e injusticia, dentro de ella, calamidades, no se apartan de su plaza la crueldad y el engaño”. Sal 55(54), 10-12

 

Leamos otros versos que nos den más co-texto y pensemos en aquella frase de Papa Francisco que se ha hecho bastante famosa: “Estamos todos en la misma barca”. En los tres siguientes versos dice el Salmo:

 

“Si llegara a insultarme un enemigo, yo lo soportaría; //si el que me odia se alzara en contra mía, me escondería de él; // más fuiste tú, un hombre como yo, mi familiar, mi amigo, a quien me unía una dulce amistad; // juntos íbamos a la casa de Dios en alegre convivencia.

(Sal 55(54), 13-15).

Estos podemos ser -como es el caso de la Parábola del Samaritano (Cfr. Lc 10, 25-37) el sacerdote y el levita que desviaron tan sólo un poco su camino para hacer prevalecer el “purismo” de una fe insensible, inclemente y rígida.

 

Mc 9, 30-37



Jesús -no lo olvidemos- ha pasado a una nueva fase de su predicación, no se está dirigiendo al amplio público, está concentrado en la “formación de sus discípulos”. No quiere desperdigar la energía, no porque los más desmerezcan, sino porque tiene que entrenar bien a los que habrán de continuar la tarea, el “Anuncio del Reino”. Y ¡hay que dejar bien puestos los cimientos!

 

Una de las cosas más inexplicables y más difíciles de captar es que el Mesías, el “tan-esperado-Liberador” va a terminar asesinado por manos de los “hombres”. (No dice de los judíos, no dice de los romanos, ¡dice de los hombres! Pero, que suene la fanfarria para alertar, y despertar las conciencia en lo que va a parar esa aparente derrota que es la muerte. ¡Al Tercer día resucitará! El kerigma es lo primero que hay que proclamar, y así nos lo muestra Jesús, pero el kerigma exige ser repasado, por eso Jesús lo repasa con tanta frecuencia, por eso, en los Hechos de los apóstoles se repite incontables veces, y por eso la Iglesia toda, cumple con su misión de retornar “machaconamente”. El “Keryx” tiene como tarea, siempre, revisar que el “cimiento” esté firme, y el Keryx (que es la Iglesia) lo cumple. Recordemos que esta palabra “Keryx” significa “Heraldo”. (Sencillamente queríamos repasar el origen de la palabra “kerigma”).

 

Ya hemos visto en el Salmo, como la infección no respeta a los de adentro, y los mismos co-feligreses caen en el contagio: “juntos íbamos a la casa de Dios en alegre convivencia”. Y en la primera Lectura vimos que la visión “mundana” nos corroe, y desvanece la claridad que debemos tener para erradicar las envidias, la ambición y toda el hambre de placer para poder contener las luchas y los conflictos que Santiago ya en aquel entonces detectaba en el seno de nuestras comunidades.

 

Jesús, que nos conoce tan bien, que al hacerse hombre captó nuestras fracturas, nuestro resquebrajamiento, nos da una fórmula práctica: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”.

 

No se queda ahí. Para ser aún más claro, nos propone un modelo: un Niño. Los niños son los paradigmas perfectos de la consigna que nos propuso el salmo: Dejar en manos de su Papa, de su Abba, todos los afanes. Los niños viven en el Edén, hasta que los inoculamos de ambición.

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