sábado, 26 de diciembre de 2015

LA ESCUELA DEL AMOR


Eclo 3, 2-6. 12-14; Sal 127, 1-2. 3. 4-5; Col 3, 12-21; Lc 2, 41-52

… podemos afirmar que la decisión de Jesús de quedarse en el templo era fruto sobre todo de su íntima relación con el Padre, pero también de la educación recibida de María y de José.

Benedicto XVI


La Primera lectura nos da a conocer la profunda unidad que hay entre padres e hijos ante los ojos de Dios. Los frutos de los padres resuenan en los hijos, los hijos son eco de la rectitud en las  acciones de los padres. Uno no cosecha sólo para sí, se cosecha para las generaciones venideras acrecentando honra y riqueza.


El Salmo alude a la recompensa para quien se mantiene fiel al Señor. El galardón se muestra en la esposa y en sus hijos. Pero el galardón no se queda allí, va mucho más allá y alcanza para todo el pueblo de Dios.

Estos frutos son don de Dios; Dios los entrega a sus elegidos. Ser elegido engendra un compromiso. Vayamos a la Segunda Lectura donde aprendemos que El elegido debe ser: magnánimo, humilde, afable y paciente; debe soportar a los demás y ser capaz de perdonar siguiendo las enseñanzas y el ejemplo de Dios. Ahora bien, el compromiso por excelencia es el amor, quienes han sido elegidos viven el amor que liga los seres en la suprema unidad.

¡Aún hay más! Los que Dios ha elegido alcanzan la cima de la gratitud, ¿por qué rebozan en gratitud? ¿Quién tiene mayor motivo para agradecer que aquel que forma parte del Cuerpo Místico de Cristo y por lo mismo, la paz del Ungido reina en su corazón?


La elección destraba la puerta para ser capaces de vivir a plenitud la palabra de Dios. Para permanecer, ἐνοικέω habitar, morar en “lo del Padre”. Cuando Jesús se queda en el Templo, está allí para “oír” con claridad la enseñanza de Dios para de esa manera alcanzar la meta de decir y hacer todo en el nombre del Señor su Padre Dios (Cfr. Col 3, 17). Cuando uno está enriquecido con la sabiduría que proviene de la palabra de Dios está, además, en condiciones de διδάσκον enseñar y νουθετέω aconsejar con πάσῃ σοφίᾳ· plena (entera) sabiduría como leemos en la Segunda Lectura, tomada de la carta a los colosenses.(Cfr. Col 3, 16). Lo cual tiene una consecuencia, tenemos razones muy sobradas para ser y estar agradecidos por esa elección, por esos dones, por esas comprensiones y entendimientos que hemos alcanzado. La expresión de esa gratitud revierte en ψαλμοῖς ὕμνοις ᾠδαῖς πνευματικαῖς “salmos, himnos y cánticos espirituales”. Al agradecer a Dios-Padre hagámoslo con conciencia de que nuestras gratitudes son llevadas ante el Altar de Dios en la bandeja que porta el Mismísimo Dios-Hijo.

Esta Segunda lectura no deja de lado el tema de esta liturgia. También nos trasmite las instrucciones acordes a nuestra naturaleza de fieles, o sea de los que hemos alcanzado la gracia de la fe por haber sido elegidos como herederos de esa Gracia: Recomendaciones como esposos, esposas y como padres e hijos. Recomendaciones que están escritas en tónica de amor, de respeto a la autoridad, en clave de obediencia y de moderación en la exigencia. En el marco de ser familia estas pautas nos dirigen y orientan todo nuestro ser de cónyuges y la relación paternal-filial.

Al mirar hacía el Evangelio que leemos en esta festividad de la Sagrada Familia, modelo para toda familia humana, el primer detalle que encontramos es, en la dialéctica continuidad-discontinuidad, que significa el salto del Antiguo al Nuevo Testamento apreciamos que la sagrada Familia conserva el respeto y cumplimiento de las “convenciones” cultuales establecidas: “solían ir cada año a Jerusalén para las festividades de la Pascua,… según la costumbre”.

La ruptura en la continuidad se da en el hecho de que “…el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo supieran…”(Lc 2, 43c). Este quiebre del concatenamiento histórico dura sólo tres días (recordemos una vez más que tres días es “un tiempo de salvación” y, como nos comenta el Papa Emérito, citando a Rene Laurentin, son una callada alusión a los tres días que pasó Jesús entre su muerte y su Resurrección); pasados esos tres días en el Templo –sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas- Jesús retoma en el mismo punto donde había interrumpido: καὶ κατέβη μετ’ αὐτῶν καὶ ἦλθεν εἰς Ναζαρὲθ, καὶ ἦν ὑποτασσόμενος αὐτοῖς. “Entonces volvió con ellos a Nazaret y siguió sujeto a su autoridad” (Lc 2, 51a). Retoma la obediencia a sus “padres terrenales”, sólo momentáneamente interrumpida para mostrar su obediencia siempre coherente con Aquel a Quien nunca desacató.

En ese hogar, con María y José, «…el Señor aprendió a ser abrazado y besado, amamantado y amado, a tocar y hablar, a jugar, caminar y trabajar, a compartir los minutos, las horas, las noches y los días, las fiestas, las estaciones, los años, las expectativas, las fatigas y el amor del hombre. En el silencio, en el trabajo, en la obediencia a la palabra, en comunión con María, José y sus parientes, Dios aprendió del hombre todas las cosas del hombre. El misterio de Jesús en Nazaret es el gran misterio de la asunción total de nuestra vida de parte de Dios: nos ha desposado en todo, haciéndose una carne única con cada una de nuestras situaciones concretas. Nazaret es el misterio que redime la condición creatural de la insignificancia de su limitación.»[1]


Así, el hogar debe ser una escuela de fe, de amor, de perdón y comprensión. En ella todos son maestros y todos son aprendices. Aprendemos a sobre-llevarnos, a respetar nuestras diferencias, nuestros ritmos. Aprendemos también a sintonizar con la palabra y con el silencio. Aprendemos la fe y la oración; a confiar en Dios y a abandonarnos en Él. En el seno de la familia aprendemos a acercarnos a la Palabra, a saborearla, a degustar su “Lectura Orante”. En fin, también en su seno aprendemos a vivir y sobrellevar las dificultades, el dolor y la tristeza; y lo que es más importante, aprendemos a apoyarnos, a ser consuelo mutuo y a superar lo que la vida nos impone como retos o tareas. Nunca podremos perder de vista que fue como familia que Jesús, María  y José soportaron el éxodo y el destierro en Egipto.

Aún hay una frase final que nos propone atesorar en el corazón todas cuantas experiencias vivamos en la familia, porque son la cosecha de la vida, que no se mide en pesos, sino “en crecimiento, en saber, en estatura y en favor de Dios y de los hombres”.





[1] Fausti, Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE LUCAS. Ed. San Pablo. Bogotá- Colombia. 3ª ed. 2014 p. 74

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