sábado, 1 de agosto de 2015

REY DE OTRO MODO


Ex 16, 2-4. 12-15; Sal 77, 3. 4b. 23-24. 25 y 54; Ef. 4, 17. 20-24; Jn. 6, 24-35

Dejen que el Espíritu renueve su mente y revístanse del nuevo yo, creado a imagen de Dios, en la justicia y en la santidad de la verdad.
Ef 4, 24

La situación del pueblo no se resuelve solamente con la comida. ¿Y el resto?
Ivo Storniolo

En el caso de Jesús, el tema de su reinado, que no es el reinado de una sola persona, sino el de la Trinidad, se tiene que entender que no se trata de coronarlo Rey puesto que ya lo es. Tampoco se trata de concederle la Divinidad porque Él la detenta por los siglos de los siglos. Se trata de poder, digámoslo así, “acceder” a su realeza. Su realeza es lo que resulta desconcertante: Acabamos de verlo alejarse, evadirse. Esquiva su “entronización”:  “Jesús, conociendo que pensaban venir para llevárselo y proclamarlo rey, se retiró de nuevo al monte, él solo.” (Jn 6, 15). Él no quiere este tipo de proclamaciones. Pero, echemos una mirada analítica sobre tal actitud.


Ya hemos dicho que “esta gente” quiere proclamarlo rey porque les ha saciado un hambre, la física; preguntémonos si ¿esa podría ser la meta de Dios?, el montaje de un restaurante popular que otorgue comida gratis. ¿Sería semejante proyecto un “plan Salvífico”? Cierto que algunas personas requieren urgentemente este pan, cierto que este milagro puede socorrer a algunos que están muriendo de hambre, y no son pocos. Seguramente pensando en ellos Jesús señaló: “Denles ustedes de comer” Mc 6, 37a. Para esos que están en la inanición, el pan material es una urgencia impostergable, pero esa es sólo una faceta de la gran tarea salvífica. Cuando nos reta a darles “nosotros mismo” de comer nos señala una tarea que no es la salvífica, no es esa estrictamente hablando la labor divina sino la competencia humana. Dios ilumine esta paráfrasis: “Ocúpense ustedes de esa labor, a mí me compete una mayor, más sublime, más humanizante”.

La economía de salvación no se centra en el hambre inmediata, la salvación es un proyecto más integral, más holístico –si se quiere-, va más allá de las soluciones que llamaremos “parciales”; el ser humano requiere soluciones que lo dignifiquen, que vayan más alto y más al fondo que el pan limosnero. (Queremos insistir que este afán, también es válido, también hay que contestarlo, no es menos importante, pero no es algo que no se habría podido resolver sin que Dios se encarnara. Para aquel que no tiene ni un mendrugo, esa es la primera urgencia, pero para muchos que tenemos resueltas estas necesidades, hay apremios más acuciosos). No queremos de ninguna manera desviar la mirada del pobre a quien Jesús mismo nos enseñó a mirar y a tender con opción preferencial. No podemos ignorar al que pasa hambre física, pero tampoco el Rey de Reyes ignorará al que está saciado de alimento pero sufre otras ansias. Se trata –no lo olvidemos- de poner la realeza de Dios en su justa dimensión para captar por qué rehusaba Jesús el reconocimiento como rey y por qué su reinado es de otra especie.


Vemos, de inmediato, que al hambre física Dios puede contestar con codornices, o puede dejar al retirarse la capa de rocío, algo muy fino que alimenta, como semillas de cilantro, amarillentas y que sustenta muy bien aun cuando no sepamos ni cómo se llama y preguntemos: “¿Y esto que es?” (recordamos que en lengua hebrea ¿Qué es? Suena como “man-hu”). Habría bastado Moisés. Dios podría nutrirnos sin pasar por el pesebre, el destierro a Egipto, su vida en Nazaret y Galilea, sus milagros y sus parábolas, su pasión y su crucifixión, y su entierro y resurrección. Digamos que todos aquellos problemas “económicos” se pueden resolver sin Jesús.

Jesús vino a elevarnos, de nuestro egoísmo y limitación, de nuestra ceguera y nuestras ambiciones, de nuestras avaricias y nuestras idolatrías esclavizantes. Jesús vino y se hizo uno de nosotros para que nosotros pudiéramos alzarnos a la categoría de hijos. Vino a sublimar nuestro “barro” y a dignificarlo como barro-trascendente, barro capaz-de-fe. En fin, digámoslo breve pero contundentemente, vino a participarnos su Realeza, porque sólo así podemos ser capaces-de-Dios.

Si Él se hubiera ocupado de ser Rey, de simplemente llenarnos la pancita, nosotros seríamos más esclavos, más idolatras, cada día habríamos vivido añorando las cebollas y las ollas de carne que comíamos en Egipto. Cada día seríamos más fetichistas, más alienados, menos libres. Sí Él hubiera resuelto todos nuestros afanes alimenticios y de techo y vestuario por arte y golpe de la varita mágica, no pasaría de ser un mago de feria un Jesucristo Superstar, héroe farandulero. Y nosotros, en vez de ser sus hermanos, seríamos cada día más estiércol.


Por eso, lo que Él hace es hacerse a Sí mismo pan-nutricio. Si el alma está en la sangre, nos participa su alma dándonos a beber el Cáliz de su Sangre. Y sigue transhistóricamente haciéndose pan para “cebar leones” –al decir de San Ignacio de Antioquía- porque no nos infunde servilismo sino decencia, fuerza y dignidad. Nos maravillan los santos, admiramos la valentía de los mártires, es que la Eucaristía “ceba leones”.

Reflexionemos, ¿qué mogolla puede sacar de nosotros –barro vil- el destello fulgurante de la santidad y la valentía desmedida de los mártires? ¿Cómo pueden, hombres –comunes y corrientes- obrar milagros y enamorarnos de Cristo y hacer sobrevivir su memoria a través de más de veinte siglos?

Ese es el verdadero estilo de Rey, no rey mundano sino Rey-Celestial. Un reinado basado en la entrega, en la donación, en el servicio, en el perdón y el amor. Un reinado que nos acrece, nos ensalza, nos participa todo lo de Él, para recuperar lo que un malhadado error nos perdió, para deshacer el engaño de la serpiente y abandonar las torpes idolatrías que el Maligno-abundante-en-artimañas desparrama doquiera para nuestra perdición. Jesús vino para rescatarnos la imagen y semejanza según la que fuimos creados. ¡Él pagó el rescate!


Para eso precisamos a Jesús; los pasos no se podrían dar sin Él. Sólo Él es mayor que las añagazas con las que el Ángel-caído quiere fraguar y eternizar nuestra perdición. ¡Sólo su reinado nos hará libres! Él es el Rey que libera, el que no cede a la  tentación y nos enseña también a rechazarla, a superarla. ¡Que entre el Rey de la gloria! ¡Que entre y pase al fondo, a lo más hondo de nuestro corazón!




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