sábado, 8 de febrero de 2014

CREADOS PARA VIVIR EN LO ALTO DE UN MONTE


Is 58, 7-10; Sal 112(111), 4. 5. 6-7. 8a-9 (R.: 4a); 1Cor 2, 1-5; Mt 5, 13-16

Señor,…
Ayúdame a no esconderme,
a seguir alumbrando los cruces de la vida
para que sea siempre más seguro el andar
de todos mis hermanos y de cada hermana mía. Amén.

Averardo Dini

No somos la luz, pero podemos alumbrar con la Luz de Cristo

Una de las liturgias que más nos emociona, por su riqueza signica, es aquella -¿la recuerdan?- que empieza con el templo a oscuras, y, de pronto una “Llama” rompe la oscuridad, y luego, se van encendiendo las velas en un  maravilloso contagio luminoso.



¿Qué pasaría si no transmitimos la Luz? La primera cosa que cabe predecir es que cuando se acabe nuestra vela, la luz se extinguiría para siempre, a menos que haya otra vela encendida en alguna parte, que nos permita ir a ella por el fuego que, entonces sí, volvería a iluminar. Así está nuestra responsabilidad, conservar la luz, mantener la oscuridad bajo control, implica “contagiar la luz”, pasarla de mano en mano, cuanto más se distribuya y se amplíe el círculo de los que la han recibido, mayor será la garantía de que la luz nunca se acabe. Llevemos un poco más allá la analogía: cuando se prenden dos, tres, cuatro velas, la luminosidad que se genera es mucho más del doble, el triple y el cuádruple; podríamos afirmar que el efecto luminoso de la luz no es sumativo sino multiplicativo.

Así, frente a un siglo de tiniebla se requieren muchas manos que se acerquen a Jesús y recojan Su Luz, con su propia vela, y la lleven allende todas las fronteras. De quien son las manos que recogen la Luz, son las manos de los Discípulos-Misioneros.



Una vez pasaron por la televisión esta ceremonia. Mostraron una toma que era un paneo en picado, ¡qué maravilla!, ¡qué catequesis! Ahí entendimos lo que significa “Cuerpo Místico de Cristo”, ahí entendimos que todos unimos nuestras manos para “Ser Él”, que entre todos derrotamos la oscuridad. Entendimos que el aporte de cada uno es valioso en esta guerra entre la Luz y las Tinieblas. Entendimos –también- que Jesús no tiene manos, y depende de nuestras manos para servir, acariciar, atender, construir el Reino.

Misterio del Evangelio, Misterio de la alegría

«Cuentan de un famoso sabio alemán que, al tener que -ampliar su gabinete de investigaciones, fue a alquilar una casa que colindaba son un convento de carmelitas. Y pensó: ¡Qué maravilla, aquí tendré un permanente silencio! Y con el paso de los días comprobó que, efectivamente, el silencio rodeaba su casa... salvo en las horas de recreo. Entonces en el patio vecino estallaban surtidores de risa, limpias carcajadas, un brotar inextinguible de alegría. Y era un gozo que se colaba por puertas y ventanas. Un júbilo que perseguía al investigador por mucho que cerrase sus postigos. ¿Por qué se reían aquellas monjas? ¿De qué se reían? Estas preguntas intrigaban al investigador. Tanto que la curiosidad le empujó a conocer las vidas de aquellas religiosas. ¿De qué se reían si eran pobres? ¿Por qué eran felices si nada de lo que alegra a este mundo era suyo? ¿Cómo podía llenarles la oración, el silencio? ¿Tanto valía la sola amistad? ¿Qué había en el fondo de sus ojos que les hacía brillar de tal manera?



Aquel sabio alemán no tenía fe. No podía entender que aquello, que para él eran puras ficciones, puros sueños sin sentido, llenara un alma. Menos aún que pudiera alegrarla hasta tal extremo.

Y comenzó a obsesionarse. Empezó a sentirse rodeado de oleadas de risas que ahora escuchaba a todas horas. Y en su alma nació una envidia que no se decidía a confesarse a sí mismo. Tenía que haber "algo" que él no entendía, un misterio que le desbordaba. Aquellas mujeres, pensaba, no conocían el amor, ni el lujo, ni el placer, ni la diversión. ¿Qué tenían, si no podía ser otra cosa que una acumulación de soledades?

Un día se decidió a hablar con la priora y ésta le dio una sola razón.
-Es que somos esposas de Cristo.
-Pero -arguyó el científico- Cristo murió hace dos mil años. Ahora creció la sonrisa de la religiosa y el sabio volvió a ver en sus ojos aquel brillo que tanto le intrigaba. -Se equivoca -dijo la religiosa-; lo que pasó hace mil ochocientos noventa y un años fue que, venciendo a la muerte, resucitó. -¿Y por eso son felices?
-Sí. Nosotras somos los testigos de su resurrección.



Me pregunto ahora cuántos cristianos se dan cuenta de que ése es su "oficio", que ésa es la tarea que les encomendaron el día de su bautismo. Me pregunto por qué los creyentes no "perseguimos" al mundo con la única arma de nuestras risas, de nuestro gozo interior. Me pregunto por qué a los cristianos no se les distingue por las calles a través del brillo de sus ojos. Por qué nuestras eucaristías no consiguen que salgan de las iglesias oleadas de alegría. Cómo puede haber cristianos que se aburren de serio. Que dicen que el Evangelio no les "sabe" a nada. Que orar se les hace pesado. Que hablan de Dios como de un viejo exigente cuyos caprichos les abruman. Me pregunto, sobre todo, qué le diremos a Cristo el día del juicio, cuando nos haga la más importante de todas sus preguntas:

-Cristianos, ¿qué habéis hecho de vuestro gozo? Porque lo mismo que los apóstoles convivieron con Cristo tres años sin acabar de enterarse de quién era aquel que estaba entre ellos y necesitaron su resurrección y, sobre todo, la venida del Espíritu Santo para descubrirle, nosotros, veinte siglos después aún no nos hemos enterado del estallido de entusiasmo que significó su nacimiento y fue su vida.



Cuando Dios se muestra hay siempre una revelación de alegría. Su llegada al mundo estuvo rodeada de un viento de locura con el que todos los que lo conocieron quedaron trastornados -como comentó Evely-: Isabel, la estéril, da a luz; Zacarías, el incrédulo, profetiza; Juan, el no nacido, salta en el seno de su madre; José, que era sólo un hombre bueno, entiende los misterios de Dios; María, la Virgen, se hace madre sin dejar de ser virgen; los pastores, los despreciados, cuya palabra no tenía siquiera valor en los juicios, se convierten en conversadores con los ángeles; los magos abandonan sus reinos, dejan su tierra y dan todo lo que tienen; Simeón, el viejo, deja de temer a la muerte. Es la alegría. Ninguno sabe explicarla. Todos la viven y se sienten inundados por ella.

Y en la vida pública de Jesús hay un viento de esperanza que crece a su paso- los apóstoles, torpes y egoístas, lo dejan todo y le siguen; Zaqueo, el rico, da su dinero a los pobres; la gente más inculta se siente embelesada oyendo la palabra de Dios y hasta se olvida de comer por seguirle; a la gente se le multiplica el pan entre las manos; el agua se vuelve vino; los enfermos bendicen a Dios; los paralíticos se levantan bailando; los leprosos sienten reverdecer su carne; la samaritana encuentra, por fin, un agua que le quita para siempre la sed; María Magdalena abandona sus demonios y descubre la ternura de Dios; Jesús anuncia a los pobres que son felices y que podrán serlo sin dejar de ser pobres y que lo serán precisamente porque son pobres... y los pobres le entienden; hasta las aguas se calman y las tempestades cesan.


Y Jesús no se cansó de predicar el gozo:
"Os dejo mi paz, es mi paz la que yo os doy, no la que da el mundo" (Jn 14, 27).
"Os doy mi gozo. Quiero que tengáis en vosotros mi propio gozo y que vuestro gozo sea completo" (Jn 15, 11). "Vuestra tristeza se convertirá en gozo" (Jn 16, 20).
"Si me amáis, tendréis que alegraros" (Jn 14, 27).
"No, yo no os dejaré huérfanos, yo volveré a vosotros" (Jn 14, 18).
"Volveré a vosotros y vuestro corazón se regocijará y el gozo que entonces experimentaréis nadie os lo podrá arrebatar. Pedid y recibiréis y vuestro gozo será completo" (Jn 16, 22-24).
"Esto os lo digo para que yo me goce en vosotros y vuestro gozo sea cumplido" (In 15,1 l).

Y es el temor lo que más le disgusta en los suyos. Por eso se pasa la vida calmándoles y tranquilizándoles. "No temas recibir a María", dice el ángel a José cuando vacila en recibir a su esposa (Mt 1, 20). "No temas, cree solamente", dice Jesús al ciego que le pide ayuda (Le 8, 50). "No temáis, pequeño rebaño", repite a los suyos (Le 12, 32). "¿Por qué teméis, hombres de poca fe?", reprende a los apóstoles momentos antes de calmar la tempestad. "No temáis, vosotros valéis más que muchos pájaros", explica a quienes temen por sus vidas (Le 12, 7). "Confiad, yo he vencido al mundo" (In 16,33), recuerda en la última cena.

Incluso después de la resurrección tendrá que dar una tremenda batalla contra el miedo de sus apóstoles. Las piadosas mujeres van hacia la tumba con el alma aplastada por la muerte del Maestro amado con la única angustia de quién levantará la piedra del sepulcro y de sus almas. Los de Emaús han perdido ya todas sus esperanzas. Comentan que "nosotros esperábamos" que fuera el salvador de Israel, pero ya no esperan. "No temáis, soy yo", tendrá que explicar a los doce al aparecérseles, porque aún no les cabe en la cabeza la alegría, porque han podido digerir la muerte de Cristo, pero no su resurrección. Tiene forzosamente que ser, piensan, un fantasma.

¿Y hoy? Han pasado veinte siglos y aún no hemos perdido el miedo. Aún no estamos convencidos de que las cosas puedan terminar bien. Y nos hemos fabricado un Dios triste, un Cristo triste, una Iglesia triste, unos cristianos aburridos.

Cuando en una corrida de toros el público bosteza los cronistas comentan: "La gente estaba como en misa" porque, al parecer, a la misa le van las caras largas y los rostros sin alma.

Julien Green, cuando la idea de la conversión comenzaba a rondarle la cabeza, solía apostarse a la puerta de las iglesias para ver los rostros de los que de ella salían. Pensaba: Si ahí se encuentran con Dios, si ahí asisten verdaderamente a la muerte y resurrección de alguien querido, saldrán con rostros trémulos o ardientes, luminosos o encendidos. Y terminaba comentando: "Bajan del Calvario y hablan del tiempo entre bostezos."»[1]



Esta anécdota de Julien Green nos hace todavía más conscientes de nuestra enorme responsabilidad, que podemos alejar a muchos, que podemos enfriar a los que ya estaban calentándose, a los que estaban a punto de “convertirse”, ¡qué terrible!, ¡qué perdida! Que alguien que estaba a punto de llegar, se devuelva, se arrepienta, se vuelva a enfriar. ¡Que llevemos siempre su Luz entre nuestras manos, es más, que nuestras propias manos se incendien y sean  teas luminarias! (A la mayor Gloria de Dios).

No nacimos para ser sal insípida, sal para botar a la basura. No nacimos para vivir debajo de una olla, de un balde, de un celemín. Nacimos, a la vida de la fe, para ser difusores de la Buena Nueva, de esa Noticia Feliz que nos invade hasta el último poro de esperanza, de optimismo, de confianza en el Amigo-que-nunca-falla.



[1] Martín descalzo, José Luis. RAZONES PARA LA ALEGRÍA (CUADERNO DE APUNTES II). Sociedad de Educación Atenas. Madrid-España  2ª ed. Julio 1985. pp. 205-208

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