sábado, 22 de febrero de 2014

PUEDE PARECERTE INCREÍBLE O IMPOSIBLE…


Exigencias que nos plantea el mandamiento del amor.
Lev 19, 1-2. 17-18; Sal 102, 1-2. 3-4. 8 y 10. 12-13 (R.: 8a); 1Cor 3, 16-23; Mt 5, 38-48

Ustedes serán santos, porque Yo, el Señor su Dios, soy santo.

Lev 19, 2

…a Mateo le interesa sobre todo formar al cristiano dentro de la comunidad.

Card. Carlo María Martini

«… mientras recuerda la ley antigua, Jesús introduce dos importantes novedades.


La primera es la unión de los dos mandamientos. Para Jesús la caridad es un hecho complejo y articulado. Ahonda sus raíces en una donación a Dios sin reservas: toda persona con sus cualidades, sus proyectos, sus capacidades operativas, debe confiarse a la voluntad de Dios, al proyecto de amor que Dios tiene sobre los hombres. La manifestación visible y dinámica de esta confianza es la dedición a todo hombre considerado como hermano, un prójimo, otro uno mismo…La segunda novedad es la sorprendente y revolucionaria concepción de prójimo… Prójimo no es aquel que tiene conmigo relaciones de sangre, de raza, de negocios, de afinidad sicológica… Prójimo me hago yo mismo en el momento en el que, ante un hombre, aunque sea forastero o enemigo, resuelvo dar un paso que me acerca, me aproxima…

… En el llamado discurso de la montaña se puede encontrar un ejemplo concreto de esta novedad. Allí se describe la vida del discípulo que, precisamente porque ha encontrado el Reino de los Cielos, es decir, la bondad, la misericordia del Padre de Jesús, vive una vida de caridad que cumple y supera la ley antigua. El modelo del discípulo es el amor mismo del Padre: “Sean perfectos como es perfecto su Padre que está en el cielo” (5,48).»[1]



Y Dios creó al hombre. Lo hizo integro e integral. Como producto de su Caída, quedó dividido, fraccionado, su integralidad se perdió. Los trozos eran portadores de “imperfección”, de “incompletitud”. Cada trozo era individualista, cada uno iba por su lado, dominado por su propio egoísmo. Se hizo frágil, se volvió débil, propenso al error, y como si eso fuera poco, se hizo pecador, adquirió esa proclividad al mal que denominamos concupiscencia. En fin, que esa fractura lo hizo vulnerable y lo que era sólo una alienación se multiplico en alienaciones sin cuanta.

A este fenómeno de desgaste y disminución, una especie de entropía, siguió, como fruto de la Gracia, la Voluntad Redentora de Dios. Desde nuestro punto de vista humano, a una falla sigue un castigo; cada equivocación, cada desvió acarrea “su correspondiente correctivo”. No estamos ni a leguas del pensamiento Divino. En la “mente” de Dios, que no olvidemos que es Padre, al ver caer a su hijo, corre a levantarlo, a sanar sus rodillas si se ha rapado, a consolarlo, a animarlo para que se incorpore y vuelva a procurar aprender a caminar, a correr.



Así, exactamente ha procedido Dios Padre: Nos dio a su Hijo para redimirnos. (En otra parte hemos examinado la pregunta ¿Cómo pudo poner a su Hijo en esa “tortura”? ¿Cómo pudo exponerlo a tanto vejamen, a tanto dolor, al sufrimiento de la cruz? A nosotros nos cuesta entenderlo porque nuestros hijos son personas diferentes de nosotros, pero en la dimensión Divina Dios-Padre y Dios-Hijo, en virtud de su Amor tan pleno y perfecto, son la misma Persona, aunque son dos “personas” distintas”. Dios Padre no nos redimió encargándole eso al Hijo, nos redimió con Él mismo, dio su –para decirlo de alguna manera- su más amada Mano y su más amado Brazo, por nosotros, para que fuéramos “recuperados” de nuestra caída.


Cabe también –lógico- la pregunta, si éramos tan integrales, ¿cómo pudimos caer? Ser integral no implica una especie de invulnerabilidad. A este asunto también respondemos reconociendo la grandeza de la Creación de Dios. Dios no creó títeres, ni esclavos. Dios no es un niño inquieto que compra su colección de “muñecos” para hacer con ellos lo que se le antoje. Nos hizo “libres” y quizás nunca alcancemos a penetrar la fantástica dignidad que Dios nos dio al poner frente a nosotros, como lo leímos la semana pasada: la dualidad, la bifurcación, la oportunidad dual: agua y fuego, y nos infundió la “intelección” para el discernimiento, nos dejó entender qué nos conviene entre fuego y agua, el primero como sinónimo de fuego que consume, que destruye, que produce dolor, que nos hace mal; la segunda como fuente para saciar la sed, para lavar, limpiar, vivificar. No nos mandó sin instrucciones, nos dio las señas necesarias: Comer de todos los árboles del huerto, excepto del Árbol del Bien y del mal. Cfr. Gn 2, 16-17.



Dice Benedetti en su poema “Croquis para algún día” que:

«De tanto pueblo y pueblo hecho pedazos
seguro va a nacer un pueblo entero,
pero nosotros somos los pedazos.»

Y aplica, nos parece leer entre líneas una certera reflexión teológico-antropológica, que anida una profecía brillante, luminosa, radiante, que con seguridad nacerá un pueblo entero, aquí nosotros no leemos un entero cuantificador (mucha gente que conforma un pueblo), nosotros entendemos allí, con la palabra “entero” un pueblo integral, un pueblo virtuoso, capaz de remontar sus alienaciones, de escalar las cimas de lo moral, de sobreponerse a su fragilidad. Y el vate nos lo confirma cuando a continuación leemos:



Tenemos que encontrarnos,
cada uno somos el continuo del otro
en las junturas quedará la historia
de una buena esperanza remendada.

La esperanza es que seamos capaces de dejar que la redención rinda sus frutos. Jesús ha sembrado su Sangre en nuestros corazones, en el centro mismo de nuestra “tierra fértil” y nosotros estamos llamados, invitados, a las Bodas del Cordero. De nosotros depende –otra vez optar entre Agua y Fuego- si nuestro corazón quiere dar agrazones o almíbar.

La esperanza es que lleguemos a ser comunidad integrada que habrá superado sus propio-centrismos, sus intereses creados y fomentados individualistamente. Que entendamos la verdad del cristianismo. Cabe recordar que lo hemos convertido en “ritos”, en lavarnos las manos hasta los codos, en declarar corbán, no sólo lo que podría servir para ayudar a nuestros padres, sino para ayudar a cualquier prójimo sin distingos entre judíos y samaritanos, sin discriminación alguna.



No basta bautizar a los hijos, no basta casarse por la Iglesia, no basta ir a misa todos los domingos, no basta vivir piadosamente las semanas Santas y las Navidades; porque el Mandamiento central, el que nos hace cristianos, es el Mandamiento Nuevo: el del Amor.

Otra idea que hemos trabajado y que consideramos necesario retomar aquí, tiene que ver con la supuesta inalcanzabilidad de la ley “perfeccionada”, “plenificada” por Jesús. Se dice, entonces, que nadie puede vivir según esa ley: ¿Quién puede poner la otra mejilla para recibir una segunda cachetada? Y, aun cuando nuestra cultura nos la ha mostrado como “ley imposible”, si se puede vivir según ella lo dicta. Cada uno de los “Santos” del canon, nos ha mostrado que es posible vivir como nos enseñó Jesús, que es posible –con esfuerzo tesonero- ir poniendo nuestros pies en sus tiernísimas huellas, poner nuestro siguiente paso allí donde Él pisó primero.

Vivir la Ley Plenificada como la perfeccionó Jesús es respetar la vida y la honra, el buen nombre de todos nuestros prójimos; es respetar la relación con nuestra pareja, respetarla  no sólo con nuestros cuerpos sino también con nuestros pensamientos porque ni una mínima infidelidad mental puede manchar ese respeto; es, también, esforzarnos en la indisolubilidad conyugal comprendiendo que la separación, la disolución del vínculo afectivo entre aquellos que han llegado a ser “una sola carne” equivale a un descuartizamiento, es arrancarse la otra mitad, es desmembrar sin anestesia los miembros, los órganos, los sentidos, por eso tan importante y tan vital la decisión cuando  damos el paso de entregarnos al otro para ser su otra mitad porque con la pareja elegida se empiezan a entretejer nervios y huesos y músculos, la vida entera.



Y una de las actitudes más importantes consiste en revalorizar la palabra. Recordemos que “en el Principio era la Palabra y aquel que es la Palabra, estaba con Dios y era Dios”, la palabra es entonces un “absoluto”, es lo que llama al ser a su existencia, también a su misión. La palabra más allá de su función fónica y semántica, trasciende hacía lo ontológico, compenetrando el nombre del ser con la palabra que lo menciona (metafísica de la interrelación entre nombre y ser). «Jesús dice: no basta no jurar falsamente, si el corazón no está purificado de la continua doblez que lo anima, del deseo de aparecer ante los demás por lo que no es, de basarse siempre en las palabras, de hacer ver las cosas como no son, esto es, de la continua mentira de la vida.»[2]


«Es bueno para el alma no cultivar los odios. Pero también es bueno para el alma, levantarse y llorar los pecados: es un modo de reconstruir lo dañado. Amar a que me quiere es la cosa más fácil y placentera. Amar al que me hace mal y llorarlo, no con lágrima de rabia, sino de pena, es más difícil. Pero es mejor, y es una manera de expresar el amor…»[3]

Por eso dar paso al “Reino de los cielos”, pedir que venga a nosotros, rogar al Padre Celestial que se haga su Voluntad así en la tierra como en el Cielo, significa aceptar esa que parece una locura: el verdadero cristianismo, ese que está lleno de absurdos, absurdos increíbles, que tantos han dicho que es sólo para locos, y es cierto, cristiano sólo puede ser el que está loco de amor, del amor que le infunde el Espíritu Santo. Es un Amor que es vida, y es vital, que está lleno de vida y comunica vida.

Que pobre es nuestra fe si se limita a ritos. Que pobre es nuestra fe si es de sólo rezos cuando Dios está esperando que nuestras oraciones se vuelvan actos, verbos. Lo primero que nos pide es orar pero añadiéndole el elemento esencia, una acción que nos toca a nosotros, si queremos que la oración sea escuchada, lo primero que tenemos que hacer es una acción. Creer. Allí donde no se cree, donde impere la incredulidad, no habrá milagros.

Creer tiene otras implicaciones: Creer es creer que la muerte no tiene la última palabra, que la violencia no tiene la última palabra, que el desamor no tiene la última palabra. Que la última Palabra es luminosa, es de vida, es de fraternidad, es de replanteamiento de las relaciones interpersonales. Es creer que la solidaridad y la fraternidad de todos los seres humanos será posible, derrotando los egoísmos, las envidias. Creer implica aceptar que va a nacer un pueblo nuevo, un pueblo que no mate a la gente de hambre, de desempleo, que no mate a la gente por negocio, por poner en primer lugar la ganancia, los propios intereses.

Creer es ver al ser humano como ser social, pero no solamente como un agregado de personas que le temen a la soledad y que por no estar solos cohabitan odiándose. La sociedad  es un proyecto de estar juntos para cuidarnos unos a otros, para velar por todos y que todos seamos recíprocamente cuidados, defendidos, protegidos. Creer es comprometernos a vivir como comunidad, no despedazados, pulverizados como producto de la caída, sino reunificados, re-ensamblados: El Señor puede tomar nuestro barro y romperlo y, deshacer la vasija y volverla a formar, pero esta vez sin fisuras, esta vez blindada, vacunada contra las insidias del Malo. ¡Que la preciosísima y poderosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, le ate las manos al Malo y lo vuelva absolutamente impotente!



Creer es aceptar una metanoia profunda y radical que nos lleve a vivir el Evangelio, que nos capacite para cumplir línea por línea y letra por letra el Sermón del Monte. Que permita que sepamos que es posible lo que a simple vista parece imposible; porque así sea imposible Dios mismo lo hará posible; porque para Dios no hay imposibles, y “en las junturas quedará la historia”. La historia será un pasado vergonzoso, cuando el hombre era lobo para el hombre. Todo eso será cuando aceptemos “cada uno ser el continuo del otro”, porque no somos todos sino el mismo, el integro, el integral, el hombre como salió de las Divinas Manos, uno, no-deshilachado, no-desflecado, no troceado. El corazón del hombre troceado no descansa sin la ley del talión, ya lo dijo Gandhi, “ojo por ojo y el mundo terminará ciego”.

«Si el hombre no  se abre a la potencia de Dios y sólo quiere hacerse honesto por sí mismo, no logra ni siquiera llegar al límite decente, justo, de honestidad.»[4]  



«…tú pretendes saber amar al prójimo, saber formar comunidad; pero si a un cierto punto no sabes también convivir con quien te da fastidio, con quien te es hostil, es inútil que digas que amas al prójimo, tienes que reconocer tu incapacidad para formar verdaderamente comunidad.»[5]

«Por eso, el quehacer del hombre que desea acercarse sinceramente a Dios ya no puede ser otro que el conocimiento y el amor a Jesucristo. Ir por este mundo recogiendo las huellas que Jesús dejó a su paso por la tierra.»[1a]

[1a] Amígó, Mnsr. Carlos. QUIERO CONOCER MEJOR A DIOS. Ed. Planeta. Santafé de Bogotá-Colombia 1ª reimpresión 1992. p.



[1] Martini Card. Carlo María. POR LOS CAMINOS DEL SEÑOR. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá – Colombia 1995. pp. 73-74
[2] Martini Card. Carlo María. EVANGELIO ECLESIAL DE SAN MATEO. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá – Colombia 1996 p. 95
[3] Muñoz, Héctor. CUENTOS BÍBLICOS CORTITOS. Ed. San Pablo 1ª reimpresión Bs.As.- Argentina. 2004. P. 65.
[4] Martini Card. Carlo María. EVANGELIO ECLESIAL DE SAN MATEO. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá – Colombia 1996. pp. 94-95
[5] Ibid. pp. 96-97

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