sábado, 5 de agosto de 2017

NO DARLE A DIOS NUESTRAS FACCIONES


 Dan 7, 9-10. 13-14; Sal 96, 1-2. 5-6.9; Pe 1, 16-19; Mt 17, 1-9

«Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.» 
Jn 8, 12b

La luz es el símbolo más apropiado de Dios: principio de creación y de conocimiento, hace que cada cosa sea lo que es y la hace ver tal como ella es.
Silvano Fausti

Para este Domingo correspondería la celebración del XVIII Domingo del Tiempo Ordinario, conmemoración que tiene asignadas las Lecturas de Isaías 55, 1-3; el Salmo   144, versos 8 al 18 y la Segunda Lectura está tomada de la Carta a los Romanos –como dijimos en otra parte, la Iglesia ha dedicado 16 Domingos del ciclo A, a la lectura de esta Carta- de ella se leen, en esta ocasión, los versículos  8, 35, saltamos el verso 36, y luego leemos los versos 37-39; el Evangelio correspondiente, es del capítulo 14 de San Mateo, los versos 13 al 21, es decir, “la multiplicación de los panes y peces”. Sin embargo, este año cayó el 6 de agosto, Fiesta de la Transfiguración del Señor en este Domingo, y la conmemoración de una Fiesta tiene Lecturas propias. Ha de tenerse en cuenta, que la ordenación litúrgica, que establece nuestra Santa Madre Iglesia, da jerarquía a ciertas conmemoraciones sobre otras. La Iglesia ha clasificado las conmemoraciones en Solemnidades, Fiestas y Memorias. Si una Solemnidad o una Fiesta llegan a caer en Domingo Ordinario, ellas tendrán precedencia sobre estos. Eso es lo que ha sucedido en este caso: La Fiesta de la Transfiguración del Señor está -jerárquicamente hablando – llamada a priorizarse sobre la celebración de Domingo Ordinario.



“Seis días después Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan”, destacamos el verbo griego “tomar” que se usa aquí παραλαμβάνω, porque no se trata de cualquier tomar, sino de un tomar con gran firmeza y decisión, donde la persona es muy consciente y donde se “elige” para tener algo muy cerca (λαμβάνω es simplemente que ocurre, que sucede, en cambio παραλαμβάνω es recibir, acoger, admitir, aceptar, captar). Así que Jesús designa para que lo acompañen a subir al Monte Tabor, a tres “testigos”, los mismos que lo acompañarán al Huerto de los Olivos; también Moisés, en el capítulo 24 del Éxodo, tomará a Aarón, Nadab y Abihú consigo, para que lo acompañen al Sinaí.

Estamos ante un suceso de “revelación”. Dios, que es para el humano “Misterio”, no se oculta sino que Se descubre para nosotros, Se hace accesible, nos recibe en el seno de su Misterio. Nuestra forma de llevar las cosas, está puesta al revés, he allí la torpeza de nuestra aproximación a Dios: Nosotros lo comparamos con algo “conocido”, alcanzamos a vislumbrar su Grandeza y lo comparamos con lo más grande que conocemos “aquí” en la tierra: un rey. Ahora bien, los “reyes” terrenales tienen poder, riqueza, ejércitos, hacen gala y ostentación, así –pues- nosotros le asignamos a Dios los mismos atributos. En cambio, nuestra manera de acercarnos al Misterio debería ser la inversa: No lo podemos conocer por medio de nuestra decisión de “explorarlo”, de “develarlo”, no podemos aplicarnos a Él tomándolo como objeto de estudio –tal como lo hacen las ciencias naturales, sino que humildes y pacientes tenemos que esperar a que Él se nos dé, es Él mismo quien descorre el velo y –sobreviene entonces- la teofanía; entonces, acogidos a su Bondadosa Revelación, deberíamos leer los rasgos que Él nos manifiesta, los que Él nos brinda.



Dios nos dice: “Este es mi Hijo amado, mi predilecto, escúchenlo”, entonces, ya sabemos hacia dónde mirar, a Quien escuchar; en vez de atribuirle rasgos “humanos”, mirémoslo a Él, leamos sus rasgos y podremos saber cómo es Dios. ¿No es lógico? Si Él nos muestra a su Hijo, es porque su Hijo es la Develación del Misterio de Dios. Por eso podemos afirmar que la nuestra no es una religión mistérica, porque nuestro Dios no es un Dios que quiere permanecer absconditus, sino, por el contrario, un Dios cercano, que nos permite y nos transmite confianza, un Dios que ilumina, con su Resplandor –lo ilumina todo- y se alumbra y se aclara a Sí mismo. Así, cuando Moisés hablaba con Dios, su rostro quedaba impregnado de Luz, así hoy, Dios se nos “revela” en Su Hijo, Luminoso, Resplandeciente. No le demos a Dios los atributos que humana y caprichosamente se nos antojen. Dejemos que Dios sea Dios y –sencilla y humildemente- leamos el Semblante que Él nos manifiesta.



Una vez más, nos hallamos ante la dualidad del mesías humanamente concebido y la del Mesías vaticinado, profetizado, prometido. Una cosa, por un lado, es lo que nosotros creemos nos conviene, aquello que la carne nos infunde ansiar y perseguir, pero- recordémoslo- sólo la Palabra de Dios es Espíritu y Vida. Nuestro conocimiento no proviene de una sapiencia voluntarista, es El quien -en su Magnánima Generosidad- se abre a nosotros, se nos hace el “Encontradizo”. Nosotros también estamos llamados a transfigurarnos; ser creyentes, ser católicos implica un proceso de cristificación, puesto que Él es nuestro paradigma vital. Y, vamos trabajando en la vida para aprender a transparentarlo.

Esa manera de acogernos y disponernos a “acatar” la revelación se conecta directamente con el concepto del “primereo” que nos ofrece el Papa Francisco y que para nosotros es una idea de primer orden: «Primerear»: sepan disculpar este neologismo. La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor (cf. 1 Jn 4,10)(Evangelii Gaudium #24). Así, la revelación, ese salirnos al “encuentro” es un “primereo” en el Amor. Él, Misericordioso, no espera que empecemos a buscarlos, está ahí, alerta, como el padre vela por su hijo, así Dios vela por cada uno de nosotros.



Al lado de ese cuidado Paternal, está su Paciencia, su espera para que lo “aceptemos”, Él no nos va a “tomar” para que subamos al Monte Tabor con Él a la brava, Él no nos coacciona, más bien, nos atrae, nos encanta, nos fascina con su Ternura, con su Cariño, con su Sencillez, con su Amistad. Permite que la cizaña crezca lado a lado con el trigo –como lo hemos venido viendo en las parábolas del Reino-, Papa Francisco nos lo enfatiza con estas palabras: “Acompaña a la humanidad en todos sus procesos, por más duros y prolongados que sean. Sabe de esperas largas y de aguante apostólico. La evangelización tiene mucho de paciencia, y evita maltratar límites. Fiel al don del Señor, también sabe «fructificar». La comunidad evangelizadora siempre está atenta a los frutos, porque el Señor la quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones quejosas ni alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o inacabados.”(Ibid). ¿Por qué sucede esta revelación en la Montaña? Porque la montaña implica un esfuerzo, Dios “está” –por así decirlo (pero recordemos que Él está en todas partes)- en lo alto, allí se pone al “alcance”, hasta allí llega a “primerear”, más, como se suele decir, es todo un Caballero, llega hasta la puerta de nuestro corazón y aguarda a que le abramos, primerea sin violencia, y aguarda paciente. Entonces, nosotros podemos admitirlo. El esfuerzo de subir al Monte no será arduo, más bien, será dulce, porque ¡su yugo es suave y su carga liviana! Es la ascesis. La ascesis es cristificativa, nos transfiguramos en Él, poco a poco para poder transparentarlo. Saturarnos de Él para poderlo comunicar: Nadie puede dar aquello que no tiene.




Aprendamos, con su Transfiguración a no caer en el desaliento. Que ni el atafago, ni las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, nos disipen, o nos extravíen. No queramos imponerle un rostro a Dios ajeno al que le es propio. No desesperemos, tampoco, con los que tienen dificultad en aceptar sus facciones tal como ellas se nos dan, y la Iglesia las atesora y las va transmitiendo. Siempre llevemos como baluarte su Luz conforme Él nos la brinda y, para bien conocerlo, dialoguemos constantes con Moisés y con Elías, con la Ley y los Profetas, con el primer y el Segundo Testamentos (como el dueño de la casa que saca de su arcón cosas nuevas y antiguas); miremos inquebrantables el rutilante Rostro de Jesús, porque quien a Él ve, ve al Padre (Cfr. Jn 14, 9). Bajemos del Monte, con la piel de la cara radiante (Cfr. Ex 34, 29c), para comunicar lo que nos haya mandado y sólo eso.

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