sábado, 26 de agosto de 2017

IMPLICACIONES DE RECIBIR LA LLAVE

 Is 22,19-23; Sal 137,1-2a.2bc-3.6.8bc; Rm11,33-36; Mt 16,13-20.



¿y vosotros quién decís que soy yo?". No permite que se atrincheren tras las opiniones de otros, quiere que digan su propia opinión.
Raniero Cantalamessa OFM Capuch.

La Iglesia no es para salvarse. La Iglesia es para salvar. No es para salvarme yo, es para salvar al otro.
Gustavo Baena. s.j.

Así como la fe puede verse desde un doble ángulo, ya sea como una aceptación intelectual de los Misterios de Jesucristo –lo cual es sólo una parte de la fe-, o –además de eso- como un compromiso con el mundo para lograr su transformación, para hacer de él un mejor lugar para vivir; así también, el Evangelio puede verse como el recuento de la historia Salvífica de Jesús para ofrendar su Vida al Padre por nuestra Redención, o –sin descontar lo anterior- reconocer en el Evangelio un mensaje que se nos ha legado y que constituye la Misión de la Comunidad Creyente: La Enseñanza de Jesús, “Él es el origen, guía y meta del universo. A él la gloria por los siglos.” (Rm 11,36), un derrotero para poder cristificar nuestra vida y hacernos, –no dioses- sino, arropados en la humilde aceptación de nuestra fragilidad pero asistidos por la Gracia del Espíritu Santo que nos inhabita, lograr ser imágenes vivas del Hijo. Esa Misión nos “convoca” –y recordemos que la Iglesia es la Comunidad de los Convocados puesto que la etimología de esa palabra deriva del verbo griego “llamar”- al descentramiento de nosotros mismos, en favor del otro, del semejante, del prójimo, del necesitado, en un proceso de generosa renuncia del egoísmo en aras de darle a otros esa Herencia que nos dio el Divino Maestro.


En el Domingo XIX del Año, vimos a San Pedro procurando forzar a Jesús a darle una prueba que fuera el soporte de su fe, pero, sobrecogido y superado por sus propios temores, constató su endeblez y la necesidad de estar siempre “cogido” de la Mano de su Señor. En el Domingo XX vimos con estupor que –en muchos casos- pertenecer a la Comunidad de Fe, haber pertenecido a la Iglesia “toda la vida”, no garantiza que podamos adentrarnos en el Misterio de Jesús con mayor éxito que los foráneos, y eso nos lo mostró la cananea de fe tenaz y con humildad a toda prueba.  Ya en esa reflexión del Domingo XIX del ciclo A, nos proponíamos no juzgar con excesiva dureza a San Pedro, puesto que todos a nuestra manera y cada quien en su circunstancialidad personal, nos hemos hundido y hemos fracasado al tratar de “caminar sobre las aguas”, y más, cuando el viento de las crudas inclemencias nos ha hecho trastabillar. Si, hoy, al reflexionar el Evangelio del XXI Domingo volvemos a identificarnos con Simón-Pedro, al reconocer que Jesús nos entrega la “Llave” y nos encarga la responsabilidad “administrativa” que conlleva ser el “mayordomo”. Es así como el “compromiso” se da a San Pedro para que entendamos que se nos la dio a cada uno de nosotros y comprendamos que la Iglesia no son sus jerarcas sino que todos somos la Iglesia. [Discerniendo bien lo que se entregó a Simón-Pedro y a sus sucesores con exclusividad, por su primado]. « ¿Qué significan «comunidad sacramental» y «sacramento original»? Significan que el pueblo de los bautizados, reunidos en una misma fe y en una misma obediencia alrededor de sus jefes, los sucesores de los Apóstoles, es hoy como ayer el signo sensible y el instrumento de que se sirve el Señor para transmitir a los hombres su Vida personal y divina, para extenderla cada vez más lejos, para interiorizarla cada vez más en las generaciones humanas.»[1]

No podemos desatender la manera –a veces cicatera y encarnizada- como nos exceptuamos de ser Iglesia para descargar sobre otros nuestra responsabilidad. «…no debemos mirar la Iglesia con ojos miopes, sino con los ojos de la fe; cada uno de nosotros debe mirarse a sí mismo y a los demás con los ojos de la fe, para ver en sí mismo  y en los demás la gloria de Cristo –que ya resplandece en nosotros- con gratitud y con alegría... debemos, pues, superar la lamentación, es decir, esa actitud que capta sólo la institución exterior de la Iglesia, con todas sus inconsistencias, sus incoherencias, sus pecados (los pecados de sus miembros que somos nosotros), y sus lentitudes… No debemos mirar con ojos miopes solamente los fenómenos negativos (que son muchos y todos los conocemos y hasta podríamos enumerarlos), no debemos mirar solamente los fenómenos negativos del mar en tempestad que rodea esta nave gloriosa y que a veces nos asusta (el avanzar del secularismo, la pérdida de prestigio de la iglesia en la sociedad, etc.)… no debemos, sin embargo, desprendernos del sufrimiento y del recto juicio sobre las cosas que no están bien en la Iglesia…nos damos cuenta, con dolor, de cuánto el aspecto visible de la Iglesia deja resplandecer sólo en parte esa gloria y, por tanto justamente, sufrimos y gemimos. Y debemos orar: “Señor, venga tu reino, ¡sea santificado tu Nombre!”… estamos llamados a empeñarnos para que, en nuestra vida personal y en nuestras actitudes, resplandezca algo del fulgor de la gloria de Jesús.»[2]


Tampoco la profecía de Isaías se refiera sólo a Sebná, mayordomo del palacio, personaje tristemente célebre en la historia del pueblo escogido por desviar fondos del “erario público” para construirse una suntuosa tumba. El norte del “servidor” (un mayordomo no es otra cosa que un servidor, como es el “mayor de la casa”, tendrá que ser el servidor más comprometido), de estar encargado del bienestar del pueblo ha pasado a estar comprometido con el cuidado y el culto de la propia personalidad que no son otra cosa que idolatría, auto-idolatría. Así que Dios llama a otro, A Eliaquim (cuyo nombre significa “Dios levanta”) que sirvió en el palacio de Ezequías y figura en la genealogía de Jesús (Lc 3, 30) y quien también, como San Pedro, fue convocado para llevar en su hombro “la llave”. También él es una alusión a cada uno de nosotros.

Viene allí la explicitación del significado de “la llave”, elucidación que sirve al doble caso de Eliaquim y de San Pedro: “lo que וּפָתַח֙ abra nadie סֹגֵ֔ר lo cerrara, lo que él וְסָגַ֖ר cierra nadie lo פֹּתֵֽחַ abrirá” (Is 22, 22), o, con mayor explicites, como lo dice Jesús: “lo que δήσῃς ates en la tierra, quedará δεδεμένον atado en el cielo, y lo que λύσῃς desates en la tierra, quedará λελυμένον desatado en el cielo”(Mt 16, 19). He aquí la trascendencia de la Misión. Las obras de aquí resuenan con intensa repercusión en el Allá; no son dimensiones ajenas, excluyentes y disyuntas sino planos resonantes de la realidad-una que es la vida-empezada-aquí–continuada-Allá. Esta potestad ha sido entregada en la persona de San Pedro a la Iglesia. «Atar-desatar expresa entre los rabinos la totalidad del poder, bien sea el de prohibir y permitir (=establecer reglas), bien el de condenar y absolver (=excluir de la comunidad y admitir en ella). El poder de las llaves confiado a Pedro, pero también al conjunto d la comunidad (Mt 18,18) es por tanto un poder espiritual. Lo que constituye su peso es que Dios lo ratifica.»[3]

Así pasamos en el Evangelio de San Mateo a la Segunda Parte, capítulos 16 a 28, que se ocupa de la Comunidad, de su construcción, del cuidado especial de los discípulos para poderles encargar la obra continuadora. Desaparece de escena la gente y, permanecen –como co-protagónicos- los discípulos y los contradictores. San Pedro, toma la voz –a nombre nuestro- para declarar que Jesús es el hijo del Dios-vivo.


De esta manera y con esta declaración Jesús deja de ser un salvador en solitario, para comisionarnos portadores de la salvación, hijos de Dios porque somos hermanos de Jesús Cfr. Mt 12, 49-50. Es así que al ser Iglesia, al hacernos Comunidad de fe, nos remangamos y nos ponemos manos a la obra. No nos reducimos al aleluyatismo estéril sino que, poniendo los pies fuera de la barca, empezamos a caminar con los ojos fijos en Su Rostro. Sólo así, confiados en la firmeza de Su Mano que nos coge antes de hundirnos, que nos salva, para que salvemos, que confía en nosotros y nos encarga sus Llaves, podremos reconocerlo Señor y Dios nuestro, podremos identificarlo como el Mesías.

«Aparentemente la fe consiste en suscribir unas verdades teóricas, especulativas e ideales. Pero hay un gran peligro de querer reducir la fe a una ciencia puramente nocional y muchos parecen no superar este estadio. Contra esta posición esterilizante se ha reaccionado afirmando de infinitos modos que la fe es un compromiso,… la fe será inserción en este mundo o huida de él, o las dos cosas a la vez… No existen, pues, dos clases de fe católica: una mística e interior y otra comprometida y conquistadora. Es la misma fe teologal que a la vez busca a Dios e irrumpe en el universo para mejorarlo en su mismo orden... El compromiso temporal pone a prueba la fe, pero también pone al descubierto su autenticidad y sinceridad. La Iglesia cree hasta el punto de querer que sus hijos trasformen las instituciones deficientes, reformen el mundo, lo dispongan y abran en lo posible, a su destino total... nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos, empleándola en el esfuerzo sin desfallecimiento, por un mundo mejor. Esta continua presencia en el mundo es una viva confesión de la Verdad de la Caridad: en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos para con otros (Jn 13, 35).»[4]



[1] De Bovis, André. s.j.  LA IGLESIA, SACRAMENTO DE JESUCRISTO. http://www.mercaba.org/FICHAS/IGLESIA/
i_sacram_de_JC.htm
[2] Martini, Carlo María.  LA IGLESIA UNA, SANTA, CATÓLICA Y APOSTÓLICA. Ed. San Pablo Bogotá-Colombia 2005. pp. 14-16
[3] Le Poittevin P. Charpentier, Ettienne. EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO. Ed Vebo Divino. Estella
-Navarra 1999. p. 51
[4] De Bovis, André. s. j. FE Y COMPROMISO TEMPORAL. En SELECCIONES DE TEOLOGÍA Tomo II Facultad de Teología San Francisco de Borja. San Cugat de Vallés-Barcelona. 1963 pp.296-300

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