sábado, 6 de agosto de 2016

ELEGIDOS POR EL ENAMORADO DIOS


Sab 18, 6-9; Sal 32, 1 y 12. 18-19. 20. 22; Hebreos 11, 1-2. 8-19; Lc 12, 32-48

Nadie enciende una lámpara y la cubre con una σκεύει vasija”, o la pone debajo de la cama, sino que la pone sobre un candelero para que los que entren vean la luz.
Lc 8, 16

Vamos a tratar de acercarnos a las Lecturas del Domingo XIX Ordinario, ciclo C, aferrándonos a una palabra o expresión de cada una de ellas:

De la Primera lectura tomemos la palabra “promesas” (Sab 18,6).  ¿Quién ha prometido? Se les había anunciado la Pascua con antelación a los antepasados y en su acaecer pudieron reconocer que las promesas eran “firmes”, o sea, confiables, se dieron cuenta que podemos contar con lo que Dios nos ha prometido, porque Dios no defrauda.

Pero ahí no paraba lo prometido, había más que esperar: La salvación de los justos, la aniquilación de los enemigos. Y también se cumplió.

Al cumplimiento de las Promesas debe, como es lógico para los corazones agradecidos, conllevarnos a la celebración, esta celebración se hace con himnos, los mismos que entonaron nuestros mayores. Nosotros nos honramos en seguir celebrando aquellas victorias y las más Recientes elevando nuestros cantos a Dios.

Del Salmo 32 vamos a tomar la expresión “Pueblo Elegido”. El pueblo elegido recibe un título importante, trascendental: Se dice de él que sus “ciudadanos” son אַשְׁרֵ֣י “felices”, “dichosos”, “bienaventurados”. No es un pueblo triste y lánguido, un pueblo abandonado y descuidado, ¡nada de eso! Es, por el contrario un pueblo ¡privilegiado! Mimado, favorecido. A Él, nuestro Dios Santo, imploramos que manifieste su bondad con nosotros. El Señor se manifiesta Poderoso-Fuerte-Fiel porque –sin revocar su Elección- borró todas las fronteras y se hizo un Pueblo escogido allende los límites de Israel, y vino a buscarnos más allá de las montañas y los mares, para hacerse un rebañito, hasta encontrarnos a nosotros y prodigarnos su paternidad, para que sabiéndonos hermanos, viviéramos en Comunidad haciéndonos fraternos, solidarios, amándonos como verdaderos hermanos, con un amor “Samaritano” que no repara en nacionalidades, ni en otras premuras, sino que da prioridad al ser humano porque puede ver en él al otro, a otro hijo de Dios, y en el otro al Otro, al que nos acunó en su Dulzura de Padre.


De la Segunda Lectura tomaremos la palabra “Fe”. Hagamos un esfuerzo por entender de qué se trata la fe. Pongamos a un lado las definiciones tradicionales y activemos lo más devoto del corazón pidiendo auxilio al espíritu Santo: ¿Dinos Señor qué es la fe? ¡Permítenos Padre Celestial, conscientes que la tierra que pisamos es Tierra Sagrada, acercarnos con los pies desnudos! (Descalzarse se puede entender en este contexto como gesto de profunda y reverente humildad), para abrir nuestro pecho a la acción de tu don. ¡La fe! «”Con la fe el hombre se abandona a Dios libremente”… La fe en nuestra vida lo es todo, es el bien sumo; sin ella no hay en nosotros nada divino. Si no tenemos la fe quedamos inmersos en el pecado, en la incredulidad, en el desconocimiento de Dios, en el sinsentido de la vida. Con la fe, en cambio, comenzamos a existir»[1] Ante todo la fe no significa -para nada- mudarnos a vivir al Templo (quizá, su aceptación nos implique visitarlo mucho más a menudo, y a algunas personas las puede conducir a vivir en comunidad, en el “convento”), ni colocarnos de espaldas a la vida, a la realidad, «La fe no desengancha al hombre de las realidades cotidianas, pero le hace verlas con otra luz, con mayor objetividad, con discernimiento certero de lo que conviene.»[2] «La fe es un don de Dios y que adviene como gracia del Espíritu Santo. Pero no conviene abusar de esta idea, pues Dios se deja encontrar por quien lo busca y abre la ´puerta de la fe a quien golpea en ella.»[3]


Consideremos un cuentito intitulado “Explicar a Dios”

A los 20 años de edad John Dee empezó a escribir su gran libro sobre Dios. Cuando cumplió 30 años terminó el primer tomo. Pasaron cinco años más y concluyó el segundo. Al llegar a los 40 dio cima al tercero. Se desesperaba el filósofo, pues su obra debía tener 50 tomos. En menos no se podía definir a  Dios.

Un día John Dee salió de la biblioteca a respirar el aire mañanero. Una muchacha que volvía del mercado lo miró al pasar. El resto de la historia es corto: las historias de amor son siempre cortas. Se enamoró John Dee de la muchacha y de aquel amor nació un hijo. “Este es el libro de Dios- afirmaba John Dee, mientras mecía en sus brazos al pequeño. Quizá después vendrán otros volúmenes, pero éste basta para explicar a Dios-.[4]

Esta es una manera de enfocar la fe que nos deja ver que no consiste en ausentarse de la vida sino –todo lo contrario- consiste en dar vida, en enamorarse para hacerse fecundo, ya que la fe está en la dinámica del amor, el amor también es la “sangre” que vigoriza la vida de la fe; la fe no es quietismo, mucho menos ausentarnos de la realidad, «La fe es dinámica. No se queda estancada. Es un caminar con avidez hacia la luz… Conforme nos acercamos más y más a Jesús –que es el único camino hacia el Padre-, nos extrañamos nosotros mismos de cómo vamos conociendo más y más los planes de Dios; cómo lo vamos entendiendo mejor y ya no nos asustamos de su manera de ser “tan rara”. Es señal de que Dios se nos está confiando… Dios quiere algo más para nosotros. No quiere una fe quieta. Desea para sus hijos una fe gozosa, como la de Bartimeo, que al saber que Jesús lo llamaba, saltó, lanzó al aire su capa, y se acercó a Jesús sin la luz en los ojos, pero con una claridad meridiana –su fe- en el corazón.

La fe no es para quedarse pidiendo limosna a la vera del camino. La fe es fuerza poderosa dentro de nosotros, “garantía de lo que se espera, prueba de las cosas que no se ven”, que nos hace recibir en el corazón, antes que en las manos, lo que Dios tiene preparado para cada uno de sus hijos.»[5] La fe nos introduce en el amor, amando a Dios, aproximándonos progresivamente a Él, haciendo de nosotros sus fieles acompañantes, y, con ese trato asiduo, lo vamos reconociendo, familiarizándonos con Él. Y Él nos corresponde, haciéndose presente en cada momento de la vida.


Dos rasgos importantes de la fe nos señala y subraya el fragmento de la Carta a los Hebreos que leemos en esta ocasión: La fe nos lleva a salir, a dejarlo todo, a partir en busca de lo “prometido”, aun cuando no lleguemos a entrar en la “Ciudad de sólidos cimientos”, como Abrahán, como Isaac, como Jacob. Y, por otra parte, como Sara, nos capacita para aceptar aun lo que nos parece imposible, aun cuando no lleguemos a ver “la incontable descendencia como las arenas del mar” y sólo podamos “verla y saludarla de lejos”. La fe es pues un dinamismo que nos hace caminar en pos de “una patria mejor” (Cfr. Hb 11, 8-19).

Tener la fe, haber recibido firmes promesas y haber sido designados para ser su Pueblo Escogido es haber recibido la heredad de hijos, “El Padre ha tenido a bien darnos el reino”. ¡Qué gran herencia! Verdaderamente hemos recibido muchos tesoros de valor incalculable, hemos sido llamados a ser coherederos con el Propio Jesucristo, el Hijo de Dios. Pero, ¡atención! “Al que mucho se la da, se le exigirá mucho, y al que mucho se le confía, se le exigirá mucho más”.


¿Qué nos cabe a nosotros en ese dinamismo de una virtud que viene de Dios, de una elección con la que hemos sido honrados por Dios? El evangelio nos responde: Vender nuestros bienes, estar listos (con la túnica opuesta y las lámparas encendidas), no en estado permanente nerviosismo, ni en zozobra y angustia; permanecer en vela, permanecer vigilantes (porque el Malo quiere colarse por algún boquete), no descuidarnos pensando que el “Amo tarda”, sino actuar siempre con fidelidad y prudencia, cumpliendo con nuestro deber. Alimentando oportunamente “la servidumbre”, o sea, a los semejantes, porque el que está puesto como administrador, no es más que otro siervo en quien el Señor ha delegado –provisionalmente- una función.


Así que ¡Ea!, pues, salid de vuestra biblioteca, id a respirar el “aire mañanero” (no importa que sea por la tarde o por la noche; en los temas de fe a cualquier hora hay “aire mañanero”), tal vez pase “Alguien” que nos voltee a mirar y en nuestro pecho se eche a arder el resplandor de la fe. Nos gusta pensar que somos una vela y que el Señor pasa y con su amorosa antorcha, pone a arder nuestro pabilo. Y no olvidéis jamás que una vela se enciende, no para ponerla debajo de un cajón, sino en lo alto, donde sirva para alumbrar a los demás.








[1] Martini. Carlo María. LAS VIRTUDES DEL CRISTIANO QUE VIGILA. Ed. San Pablo. Bogotá –Colombia 1ª ed 2003. p. 48
[2] Amigó. Carlos. QUUIERO CONOCER MEJOR A DIOS. Ed. Planeta. Santafé de Bogotá 1992. pp.47.48.
[3] Galilea, Segundo. LA LUZ DEL CORAZÓN Ed. San Pablo Santafé de Bogotá-Colombia. 1995 p. 23
[4] Agudelo C., Humberto A. VITAMINAS DIARIAS PARA EL ESPÍRITU 2. Ed. Paulinas. 3ª reimp. 2005 p.315.
[5] Estrada, Hugo s.d.b. MEDITACIONES BÍBLICAS Ed. Centro Carismático Minuto de Dios. Bogotá – Colombia. 1987. Pp. 51-53

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