viernes, 26 de agosto de 2016

ODA A LA HUMILDAD



Ecle 3, 17-18. 20. 28-29; Sal 67, 4-5ac. 6-7ab. 10-11; Heb 12, 18-19. 22-24a; Lc 14, 1. 7-14

“Cuando la imagen Divina, Dios Hijo, vio como el ángel y el hombre, que fueron creados conforme a Él, es decir, a imagen de Dios (sin ser la imagen de Dios) se perdían por una apropiación indebida de la imagen, dijo ¡Ay! Sólo la miseria no despierta envidia… Quiero ofrecerme a los humanos como el hombre despreciado y el último de todos… para que ellos por celos, ardan en deseos de imitar en mí la humildad, mediante ella alcanzarán la gloria…”
Guillermo de St. Thierry


Estamos tan acostumbrados a nuestra “lógica” y desde ella juzgamos todo, discernimos y optamos. Pero, es tan supremamente importante para nuestra salvación tratar de aprender de la Lógica de Dios. Porque Dios no piensa como nosotros y en realidad la Liturgia de este Domingo es un verdadero curso de Lógica Divina. Esa lógica, desde nuestro punto de vista es por lo menos paradojal. Nos parece que está patas arriba y eso se debe a que la nuestra se apiló sobre el poder, la arrogancia y el egoísmo. Las heridas que quedaron en Adán-Caído.

Sin embargo, la redención no es otra cosa que el Sacrificio de Dios Humanado para que pudiéramos reconocer las pútridas bases que soportan nuestro estilo de pensamiento. ¿Cómo y qué podemos hacer para enderezar nuestro entendimiento?

¡No es fácil, no es fácil! Decir humildad es fácil, pero la frontera entre la sincera humildad y la humildad fingida, la humildad actuada, es muy tenue. Por otra parta la humildad no puede vulnerar la dignidad; por muy humilde que se sea, jamás se puede olvidar que somos “hijos de Dios”, y tampoco que somos –en virtud del bautismo- “Sacerdotes, Profetas y Reyes”. Por un lado está el abismo de la humildad falaz y –del otro lado- el precipicio donde la persona es denigrada, negada en su dignidad, envilecida. La humildad, por eso, es en la verdad: La humildad está entre las virtudes cristianas y está entre las herramientas perentorias para la construcción del Reino.

Si el albañil requiere la espátula para su obra, a los obreros del Reino les urge la humildad. Veamos cómo se la uso en las fases fundamentales de la Redención: Nos gustará disfrutar del siguiente relato intitulado “Tres árboles sueñan”[1] que parece ilustrar la famosa frase de Marcel Aymé, “La humildad es la antecámara de todas las perfecciones”. (Perfección que se busca como meta propuesta por Jesús: Sed perfectos como mi Padre es perfecto (Mt 5, 48); y no como arrogancia comparativa con nuestros hermanos a quienes nos aconseja San Pablo ταπεινοφροσύνῃ ἀλλήλους ἡγούμενοι ὑπερέχοντας ἑαυτῶν, “en humildad, tened a los demás por superiores a vosotros,” (Flp 2, 3b)) Vale la pena –a medida que leemos- ir teniendo en cuenta que la humildad de los tres árboles jamás les impidió mirar hacia arriba, y tener aspiraciones; porque mientras la soberbia entorpece el Camino, las aspiraciones legítimas nos ennoblecen, nos alzan, nos levantan, acercándonos a los Ojos y a la Sonrisa del Paternal Orgullo de Dios.


«Érase una vez, en la cumbre de una montaña, tres pequeños árboles amigos que soñaban en grande sobre lo que el futuro deparaba para ellos.

El primer arbolito miró hacia las estrellas y dijo: "Yo quiero guardar tesoros. Quiero estar repleto de oro y de piedras preciosas. Yo seré el cofre de tesoros más hermoso del mundo".

El segundo arbolito observó el pequeño arroyo en su camino hacia el mar y dijo: "Yo quiero viajar a través de mares inmensos y llevar conmigo a reyes poderosos. Yo seré el barco más importante del mundo".

El tercer arbolito miró hacia el valle y vio a hombres agobiados de tantos infortunios, fruto de sus pecados y dijo: "Yo no quiero jamás dejar la cima de la montaña. Quiero crecer tan alto que cuando la gente del pueblo se detenga a mirarme, levanten su mirada al cielo y piensen en Dios. Yo seré el árbol más alto del mundo".


Los años pasaron. Llovió, brilló el sol y los pequeños árboles se convirtieron en majestuosos cedros. Un día, tres leñadores subieron a la cumbre de la montaña. El primer leñador miró al primer árbol y dijo: "¡Qué árbol tan hermoso!", y con la arremetida de su hacha el primer árbol cayó. "Ahora me deberán convertir en un cofre hermoso, voy a contener tesoros maravillosos", dijo el primer árbol.

Otro leñador miró al segundo árbol y dijo: "¡Este árbol es muy fuerte, es perfecto para mí!". Y con la arremetida de su hacha, el segundo árbol cayó. "Ahora deberé navegar mares inmensos", pensó el segundo árbol, "Deberé ser el barco más importante para los reyes más poderosos de la tierra".

El tercer árbol sintió su corazón hundirse de pena cuando el último leñador se fijó en él. El árbol se paró derecho y alto, apuntando al cielo. Pero el leñador ni siquiera miró hacia arriba, y dijo: "¡Cualquier árbol me servirá para lo que busco!". Y con la arremetida de su hacha, el tercer árbol cayó.

El primer árbol se emocionó cuando el leñador lo llevó al taller, pero pronto vino la tristeza. El carpintero lo convirtió en un pobre pesebre para alimentar a las bestias. Aquel árbol hermoso no fue cubierto con oro, ni contuvo piedras preciosas. Solo contenía pasto.

El segundo árbol sonrió cuando el leñador lo llevó cerca de un embarcadero. Pero pronto se entristeció porque no era el mar sino un lago. No había por allí reyes sino pobres pescadores. En lugar de convertirse en el gran barco de sus sueños, hicieron de él una simple barcaza de pesca, demasiado chica y débil para navegar en el océano. Allí quedó en el lago con los pobres pescadores que nada de importancia tienen para la historia.


Pasó el tiempo. Una noche, brilló sobre el primer árbol la luz de una estrella dorada. Una joven puso a su hijo recién nacido en aquel humilde pesebre. "Yo quisiera haberle construido una hermosa cuna", le dijo su esposo... La madre le apretó la mano y sonrió mientras la luz de la estrella alumbraba al niño que apaciblemente dormía sobre la paja y la tosca madera del pesebre. "El pesebre es hermoso" dijo ella y, de repente, el primer árbol comprendió que contenía el tesoro más grande del universo.

Pasaron los años y una tarde, un gentil maestro de un pueblo vecino subió con unos pocos seguidores a bordo de la vieja barca de pesca. El maestro, agotado, se quedó dormido mientras el segundo árbol navegaba tranquilamente sobre el lago. De repente, una impresionante y aterradora tormenta se abatió sobre ellos. El segundo árbol se llenó de temor pues las olas eran demasiado fuertes para la pobre barca en que se había convertido. A pesar de sus mejores esfuerzos, le faltaban las fuerzas para llevar a sus tripulantes seguros a la orilla. ¡Naufragaba!. ¡Qué gran pena, pues no servía ni para un lago! Se sentía un verdadero fracaso. Así pensaba cuando el maestro, sereno, se levanta y, alzando su mano dio una orden: "Calma". Al instante, la tormenta le obedece y da lugar a un remanso de paz. De repente el segundo árbol, convertido en la barca de Pedro, supo que llevaba a bordo al Rey del cielo, tierra y mares.

El tercer árbol fue convertido en sendos leños que por muchos años fueron olvidados como escombros en un oscuro almacén militar. ¡Qué triste yacía en aquella penuria inútil, qué lejos le parecía su sueño de juventud!

De repente un viernes en la mañana, unos hombres violentos tomaron bruscamente esos maderos. El tercer árbol se horrorizó al ser forzado sobre las espaldas de un inocente que había sido golpeado sin misericordia. Aquel pobre reo lo cargó, doloroso, por las calles ante la mirada de todos. Al fin llegaron a una loma fuera de la ciudad y allí le clavaron manos y pies. Quedo colgado sobre los maderos del tercer árbol y, sin quejarse, solo rezaba a su Padre mientras su sangre se derramaba sobre los maderos. El tercer árbol se sintió avergonzado pues, no solo se sentía un fracasado, se sentía además cómplice de aquél crimen ignominioso. Se sentía tan vil como aquellos blasfemos ante la víctima levantada.

Pero el domingo en la mañana, cuando al brillar el sol, la tierra se estremeció bajo sus maderas, el tercer árbol comprendió que algo muy grande había ocurrido. De repente todo había cambiado. Sus leños bañados en sangre ahora refulgían como el sol. ¡Se llenó de felicidad y supo que era el árbol más valioso que había existido o existirá jamás pues aquel hombre era el Rey de reyes y se valió de él para salvar al mundo!


La cruz era trono de gloria para el Rey victorioso. Cada vez que la gente piense en él recordarán que la vida tiene sentido, que son amados, que el amor triunfa sobre el mal. Por todo el mundo y por todos los tiempos millares de árboles lo imitarán, convirtiéndose en cruces que colgarán en el lugar más digno de iglesias y hogares. Así todos pensarán en el amor de Dios y, de una manera misteriosa, llegó a hacerse su sueño realidad. El tercer árbol se convirtió en el más alto del mundo, y al mirarlo todos pensarán en Dios.»



[1] Agudelo C. Humberto A. VITAMINAS DIARIAS PARA EL ESPÍRITU 2. Ed Paulinas-CORESPAD. 3ª re-imp 2005 p. 229

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