sábado, 7 de mayo de 2016

SOMOS CUERPO MÍSTICO MISERICORDIOSO


Hech1,1-11; Sal 46,2-3.6-7.8-9; Ef 1,17-23; Lc 24,46-53

… la desaparición de Jesús no como un viaje hacia las estrellas sino como un entrar en el misterio de Dios.
                                                                  Benedicto XVI

Su alejamiento de nosotros genera un remolino que nos lleva hacía Él.
Silvano Fausti

καὶ ἦσαν διὰ παντὸς ἐν τῷ ἱερῷ εὐλογοῦντες τὸν Θεόν. “… y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.” Lc 24, 53; pero en Hechos (dijimos que era el Segundo Tomo del Evangelio según San Lucaso Evangelio del espíritu Santo) Hech 1, 11, leemos: τί ἑστήκατε βλέποντες εἰς τὸν οὐρανόν “Qué hacen ahí plantados mirando el cielo? Recogemos aquí el último versículo del 1er tomo y luego ponemos el verso 11 del capítulo 1 del 2do tomo: Bendecir es bueno, justo es alabar al Señor, Quien es digno de toda alabanza; pero… no basta; mirar al cielo es dirigir nuestra atención a Quien de por Sí, merece toda nuestra atención, pero ¡no podemos quedarnos “congelados” en la contemplación!

Hemos insistido –en otro lugar- que la dicotomía entre contemplación y acción es una falsa dicotomía. Este giro del 1er al 2do tomo de San Lucas, apunta –a nuestro modo de ver- a esa dualidad que se puede plantear mal si se formula en términos de artificiosidad. Esta contemplación, para nosotros, se podría ver como un acto de “carga de la pila”, para así poder con toda δύναμιν energía proceder a la acción, Dicho de otra manera, obtener la fuerza de la contemplación para pasar a la acción fortalecidos. La pregunta sería, entonces, ¿a qué acción?


ἔσεσθέ μου μάρτυρες ἔν τε Ἱερουσαλὴμ καὶ ἐν πάσῃ τῇ Ἰουδαίᾳ καὶ Σαμαρίᾳ καὶ ἕως ἐσχάτου τῆς γῆς. “ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del orbe”. No hay límite para nuestro accionar, testimoniar se debe en toda la tierra, allende todas las fronteras, porque la fe no tiene “divisiones políticas”, abarca el orbe entero; pero si hay una precisión sobre el contenido. Si queremos saber con precisión el contenido del testimonio, debemos ir a Efesios 1, 20-23, a la Segunda Lectura de la liturgia de este Domingo; allí –en el himno que aparece- tocamos  los fundamentos del kerigma, el núcleo de lo que proclamamos:

a)    Cristo fue resucitado de entre los muertos
b)    Fue sentado a la derecha en el cielo
c)    Por encima de todo principado, potestad y dominación
d)    Por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo sino en el futuro
e)    Y todo lo puso bajo sus pies
f)     Lo dio a la Iglesia como cabeza sobre todo.
g)    Ella es su cuerpo.

Hay que prestar mucha atención a esta feliz frase paulina. Nosotros llamamos a este Domingo el de las “continuidades”: Jesús se va, lo cual no quiere decir que nos abandona (como insistimos rotundamente el Domingo previo); quiere decir que cambia su modo de estar con nosotros, deja de ser Jesús-Resucitado-visible, para pasar a ser Presencia de Espíritu Santo: «la desaparición de Jesús a través de la nube no significa un movimiento hacia otro lugar, sino su asunción en el ser mismo de Dios…»[1] ¡Jesús “continúa presente! Lucas “continua” en su Segundo tomo –el de los Hechos- la evangelización continuando en el Espíritu Santo la presencia que el Hijo no muestra más. La presencia del Espíritu no es un “contentillo” tan invisible como abstracto, nada de eso. Su presencia es ¡concreta y objetivada! Se hace presente en nosotros con sus dones, se hace presente en la Eucaristía, especialmente presentando los dones materiales al Padre, en la epíclesis; también se personifica en las ministros, en los santos, en todas las personas que viven con profunda coherencia su fe, en los mártires.


Pero, de todas estas continuidades es particularmente esencial para nosotros que la Cabeza –Cristo- se continúa en su Cuerpo, y ese Cuerpo es la Iglesia, somos nosotros. La Iglesia pasa a ser la continuadora del accionar de Nuestro Señor en el tiempo post-pascual, ese es nuestro gigantesco compromiso, nuestra misión: Jesús nos envía a ser sus testigos.

El Evangelio nos complementa con otras dos pautas kerigmáticas, que no se deben perder de vista:
a)    En ese Nombre se predicará la “conversión”, es decir, que la conversión se predica en el Nombre que está por sobre todo nombre,
b)    Y en su Nombre- se predicará el perdón de los pecados.

Reclamamos que conversión significa un cambio profundo, no se puede simplificar, reduciéndola a la “confesión verbal” de los pecados. La conversión es (como decímos en aquella oración) “la enmienda de mi vida para nunca más pecar” (nos referimos al acto de contrición). El pecado debe entenderse correctamente para alcanzar la conversión, consiste en hacer daño a otro; no en el quebrantamiento de una “norma”, no se empecina en la formalidad legalista de un elenco regulativo, sino en el aspecto ético, en el sentido de fraternidad, en la consciencia de projimidad. Ampliamos la idea haciendo notar que el pecado es –en particular- un mal que causamos porque perdemos de vista a nuestro prójimo, perdemos de vista que dañamos a nuestro hermano, a nuestro prójimo y eso, no es guardar el mandamiento del Amor, cuando amamos estamos alertas, despiertos y vigilantes para no dañar a nadie con nuestros actos, ni con las repercusiones de nuestros actos. Y aquí hay un compromiso ético-religioso muy profundo: el problema no es si me descubren, si saben que fui yo, si puedo salirme con la mía porque nadie me desenmascaró. Ese no es el punto, ¡definitivamente no! Ser descubierto o quedar impune ante los ojos humanos no nos evita pecar. El pecado está expuesto a los ojos de Dios, y Dios lo mira desde nuestra consciencia, que es el “santuario de Dios en nosotros” (porque Él ha puesto su morada y habita en nosotros.


Por eso al considerar la misión debemos tener en cuenta que «Lo importante es ayudar a nuestros hermanos a descubrir que ellos no son cosas, que no son objetos, que no son sub-hombres, sino que son hijos de Dios y que tienen una cabeza para pensar.»[2] Esta es la misión, ¡a eso nos ha enviado! El encargo de aguardar en Jerusalén hasta que el Padre nos enviara su Espíritu Paráclito, ya se ha cumplido (es la que conmemoraremos el próximo Domingo); por eso, no podemos continuar absortos en el firmamento, engolosinados en la contemplación quietista, aguardando “la segunda venida”. Sino responder y comprometernos con el envío: ir a cumplir nuestra misión, cristificarnos practicando la Misericordia. Así seremos Cuerpo Místico al asumir la reproducción de los rasgos misericordiosos de Aquel que es nuestro Modelo, donde “Nombre por encima de todo nombre conocido” también significa status de modelo perfecto y “perfección en la Misericordia”. La ascensión del Señor, más que el acto de pasar de un lugar abajo a un lugar más alto, es la atracción que ejerce Jesús hacia nosotros y nos inspira a perfeccionarnos a su imagen y semejanza, para lo cual Dios-Padre, al crearnos, nos dio todas las potencialidades: nos creó capaces de Amor, idóneos para la Misericordia y nos llamó a ser cuerpo de la Cabeza que es el Señor. Nos propuso vivir en ascesis –no la del que quiere salvarse sólo y dejar a los otros tirados a la vera del camino- la verdadera ascesis es ascensión moral, espiritual, ascenso en sabiduría, practica de la misericordia y la fraternidad, valga decir, la continua perfección evangélica.



[1] Benedicto XVI. JESÚS DE NAZARET. SEGUNDA PARTE. Ed. Planeta. Santafé de Bogotá – Colombia 2011 p. 332
[2] Câmara, Dom Helder. EL EVANGELIO CON DOM HELDER.  Editorial Sal terrae Santander-España 1985  p. 188

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