sábado, 30 de abril de 2016

PROCESO DE UNIVERSALIZACIÓN DE NUESTRA FE


Hech 15, 1-2. 22-29; Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8; Ap 21, 10-14. 22-23; Jn 14, 23-29

Primero está la experiencia de aprender a ser libres. Re-educarnos para la libertad, porque solo se puede amar libremente. La experiencia de acampar en una tienda de campaña es maravillosa. Anochecer hoy aquí, y mañana, recoger la tienda y mudarse a un lugar distinto. De tal manera, si se sostiene este estilo de vida, desembocamos en el nomadismo. El pueblo judío vivió esta experiencia en su errar por el desierto durante cuarenta años. Después de haber vivido en Egipto y haberse habituado  al sedentarismo y a la esclavitud, Dios los liberó y los sacó del cautiverio. Este “origen”, que aparentemente se podría tomar como una fase de la existencia de este pueblo, en realidad vino a definir toda su identidad. Lo marcó.

Una primera consecuencia es la de vivir un proceso depurativo. Ellos se habían acostumbrado al sabor de la esclavitud, de tal manera que –una vez liberados- reniegan de su nueva condición de “libres” añorando las cebollas que comían en Egipto, aunque fueran esclavos. Esto nos pasa a todos. Llegamos a caer en un “círculo vicioso”, cualquiera que sea, por ejemplo, el alcoholismo, o la ludopatía, y –después- aun a sabiendas de estar esclavizados, tendemos a retornar empecinadamente a la “manía”. Es preciso vagar 40 años por el desierto, para salir airosos y superar la adicción. Vagar por el desierto cuarenta años es toda una depuración, la mayoría de los que salieron, murieron por el camino, y los que “entraron en la tierra prometida” eran, ya, una nueva generación. Así, este nomadismo en verdad, creó un “nuevo pueblo”, una “Nueva Humanidad”.

La segunda consecuencia es que el pueblo no vagó por el desierto solo. Dios caminó siempre con él. Iba delante de ellos como una nube, de día, y de noche, como una columna de fuego. Esto no lo hemos valorado en profundidad, pero está directamente relacionado con esa palabra maravillosa de Papa Francisco: Dios nos “primereó”. Nosotros no escogimos a Dios sino que fue Dios quien nos escogió a nosotros. Él buscó a Moisés para que liderara este proceso, sacudió el yugo faraónico, y se hizo nómada junto con su pueblo escogido, vagando con ellos durante esos 40 años.

De ahí para acá, nómada no es ya el signo de otro pueblo, es nuestro signo, nuestra marca de identidad. Y esa es la tercera consecuencia. Por eso permanentemente la liturgia vuelve sobre la peregrinación, sobre el procesionar. Así las “procesiones” son estilizaciones del nomadismo que nos caracteriza. Hay una canción religiosa que canta así, definiendo nuestra condición de identidad:

Nos hallamos aquí en este mundo,
este mundo que tu Amor nos da,
más la meta no está en esta tierra,
es un cielo que está más allá.

¡Somos los peregrinos! …

Así fue como Dios se llegó hasta Abrahán y lo conminó a salir de la tierra de sus padres, y le prometió una Tierra prodiga, así le hablo a Israel y lo llevó en su vagabundeo y lo trajo de nuevo a su tierra a reconciliarse con su hermano; le salió al paso a Moisés en la zarza ardiente, y toda la Biblia nos está mostrando un Dios que no nos deja, un Dios que nos acompaña, nos cuida y se nos revela.


La cúspide de la historia de salvación es el momento histórico cuando Dios decide “encarnarse” y revestirse de la naturaleza humana. En ese momento Dios pasa de ser exclusivamente espiritual y toma nuestra carne y nuestra sangre porque redimir lleva conexo asumir todo lo humano. Como han afirmado los teólogos, “lo que no se asume no puede ser redimido”. Sólo llegando hasta la profundidad del dolor y del pecado, hasta el límite, allí donde radica la “muerte” física, puede asumir lo que significa “ser humano”, y, allí en esa altura, después de ese ascenso, todo lo humano fue asumido. Entonces, Jesús parte, su crucifixión es su glorificación, a la vez que la de su Padre, pero coincide con su “irse”, y entonces, ahora sí, ¿Dios nos abandona? ¿se cansó de acompañarnos?

¡Pues no! Lo que hace Dios es darse nuevamente en Otra de sus Divinas Personas: El Espíritu Santo. El Amor de Dios –que es, por ser verdadero Amor, un Amor-Fiel- jamás se cansa de nosotros, jamás desiste de su Amor. ¡Su Amor es a prueba de tiempo!

La declaración esencial del fragmento evangélico joánico radica en los versos 25 y 26 que son la médula de esta perícopa: “Les he dicho esto mientras estoy con ustedes. El Defensor, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que les he dicho.” Notemos que en torno al verbo “decir”, podemos contar cuantas veces reaparece este verbo en la perícopa, y en torno a ella se teje todo el fragmento, porque el papel protagónico corresponde a “la Palabra”, y la acción correspondiente dimana de este verbo. La Palabra es la Enseñanza por antonomasia de nuestra fe. Y esa misma Palabra requiere recordación (anámnesis), el Espíritu Santo tomará a su cargo esa función. Sin embargo, la Palabra no se agota en la Palabra misma, la Palabra es portadora de su fuerza que es la Paz (v.27).

Todo esto está envuelto en la idea de Dios que permanece, Dios que no se va, que no abandona. Jesús anuncia su partida (v. 28), en el mismo verso 28 anuncia que su partida es simplemente preámbulo de su regreso y promete “volveré a visitarlos”. No podemos descuidar que la perícopa inicia con esta profecía-promesa: “Vendremos a él y habitaremos en él” (v. 23d). Nos damos de bruces con una idea central: “habitaremos en él”, estrictamente hablando no dice habitar en él, dice haremos nuestra μονή “morada”, pondremos nuestra “tienda” en él. Una vez más la idea base: Dios a nuestro lado, mejor todavía, Dios viviendo en nosotros, Dios inhabitandonos. Emmanuel, Dios con nosotros.

En el fragmento que tomamos del Apocalipsis como Segunda Lectura se nos manifiesta que en la Nueva Jerusalén no habrá templo. Mientras Jesús estuvo con nosotros, el Templo era Él. Al irse, vendrá el Paráclito y acampará en nosotros, nosotros seremos su tienda de campaña, para acompañarnos ; y luego, en la Nueva Jerusalén, El Padre y el Cordero son el Templo y ellos brillan de manera tal que -ya son innecesarios el sol y la luna- sino que la Luz que todo lo iluminará será la Luz Gloriosa de Dios. Esa Gloria se convertirá en Luz de todos los pueblos y naciones.

Pero todos estos “seres” de Luz, las tiendas de campaña, la paz, todo requiere un piso. Si el piso es una montaña –por ejemplo, podemos ascender, si el piso es escarpado, podremos escalar, pero la condición está en tener un piso. En este caso, el piso sobre el que nos movemos es el Amor. Por eso el Evangelio inicia por ahí: Si alguien me ama… y continúa si alguien no me ama. Es el amor el que apuntala la relación entre los seres humanos y es el Amor el que sostiene la conexión entre Dios y los hombres. No podremos jamás competir en Amor con Dios, definitivamente Él –en cuestiones de Amor- es imbatible. Pero “amor con amor se paga” y Dios espera siempre nuestra respuesta. Como asumió la humanidad, Él conoce nuestras fronteras y nuestros alcances, ni pide ni espera más de lo que le podemos dar. Pero espera nuestro amor, espera que seamos capaces de guardar su Palabra. Como somos débiles hasta la fragilidad, nos dio el Espíritu Santo para que nos la enseñara y nos la repasara. Esa Palabra no es su caprichosa Palabra, es la Palabra que Jesús ha recibido del Padre. No nos pide nada que no podamos soportar, nada fuera de nuestro alcance.


Todo este tiempo Pascual, hemos tenido - como Primera Lectura- perícopas tomadas de los Hechos de los Apóstoles. Al Libro de los Hechos de los Apóstoles  se le ha llamado también “el Evangelio del Espíritu Santo”, y así es, no en vano Él es el protagonista de esta obra Lucana que es como el segundo tomo de su Evangelio. En ella se narran las primeras páginas de la historia del cristianismo. Sus inicios ya nos ponen en contacto con la venida del Espíritu Santo como lenguas de fuego sobre los apóstoles. Así estas lenguas de fuego son la forma embrionaria como la Luz Gloriosa de Jesucristo, el Cordero de Dios, llegará a ser la Luz de todos los pueblos. Parece que esta historia pesa sobre los hombros de San Pedro y San Pablo y otros discípulos como Esteban y Felipe, Bernabé, Judas Barsabas y Silas; pero no es así. Toda la obra nos muestra la Acción del Espíritu Santo “enseñándonos y recordándonos” todo cuanto nos enseñó Jesús. Hoy, nos narra cómo el Espíritu Santo se remonta superando el judaísmo para no imponer cargas insoportables a los paganos conversos; esta es la vía para que el Evangelio pueda llegar a ser un día, Luz de todos los pueblos y naciones.

Superar las limitantes de la circuncisión que se erigía como un factor discriminatorio respecto de los “gentiles”, esta queda abolida porque “el Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponerles más cargas que las estrictamente necesarias”; ¿necesarias a qué fin? Al fin de ser verdaderos discípulos de Jesucristo. En una relación cifrada en el Amor.

Por eso esta fue la vía para que el cristianismo no fuera exclusivo de una raza y de un pueblo, sino que se hiciera católico, porque católico significa “universal”, dado gratuitamente a todos los que lo quieran aceptar, viviendo enmarcados en el Amor de guardar su Palabra.


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