sábado, 2 de abril de 2016

SOBRE LA RELACIÓN ENTRE MISERICORDIA, PERDÓN Y ENVÍO


Hch 5, 12-16; Sal 117, 2-4. 22-24. 25-27a; Ap 1, 9-11a. 12-13. 17-19; Jn 20, 19-31
2º Domingo de Pascua

La resonancia política del poder de Cristo podemos captarla en la extraordinaria nostalgia que invade a la humanidad, nostalgia de unidad del género humano, nostalgia de fraternidad universal.
Mons. Carlo María Martini

Domingo 2º de pascua
Este año, en el Cuarto Domingo de Cuaresma, hemos leído del Evangelio de San Lucas, el capítulo 15, los versículos 1-3 y luego 11-32 que nos narra la parábola del hijo pródigo. Una de las cosas más sorprendentes –que puede sonar hasta chocante- en dicho relato, es la total ausencia de recriminación por parte del Padre, el Papá nada le reprocha a su hijo, todo lo contrario del hermano mayor quien está envenenado de rabia, lleno de rencor, reñido a tal punto con su hermano que no quiere participar de ninguna manera en el recibimiento porque no le perdona que “halla derrochado los bienes con mujeres de mala vida…”. Este hermano ha perdido totalmente el sentido de fraternidad, para él, su hermano es un zutano, no su consanguíneo. Está –por decirlo de alguna manera- en la misma situación que Caín respecto de Abel, o en una situación análoga a la de los hermanastros de José en Gn 37, 3-4, cuyo encono por la predilección que su papá le tenía a José, los lleva a fraguar su muerte de la cual se libra al ser vendido como esclavo a una tribu de Ismaelitas que acertó a pasar por allí. Recordemos que esa envidia se vio intensificada por el sueño que tuvo José y que se los contó (Gn 37, 5-11).

Si Dios es Padre Nuestro, uno de los vínculos más poderosos que nos unen a los Ojos de Dios es la fraternidad. Y para ser hermanos no necesitamos tener el mismo tipo de sangre; todo lo contrario, desde que Jesús –Nuestro Hermano- derramó su sangre por nosotros, el tipo de sangre es lo de menos, todos los seres del género humanos somos hermanos de sangre en la Sangre de Jesús. Esta hermandad católica (Universal) hay que trabajar para activarla pues es uno de los atributos divinos que permanece conculcado como consecuencia del pecado. Está como adormecido en el fondo del corazón, no está muerto, por eso nos identificamos con la víctima, con el débil, con el personaje del programa de televisión, con el protagonista de la película, por eso queremos ser generosos cuando se dispara una campaña para favorecer a los que por algún motivo han caído en desgracia. Ahí está ese hermoso sentimiento, más que hermoso debemos decir “divino”, porque nos viene connaturalmente en las entrañas, como ADN trasmitido por nuestro Padre Celestial, nuestro Creador. Si somos sus hijos somos portadores del gen-misericordioso.

Para señalarnos lo importante que es este “atributo”, Jesús está recordándonoslo a cada paso en el Evangelio. Es una de las enseñanzas esenciales que nos comunica. Su vida, según la vemos retratada en los relatos de los Evangelistas, sus enseñanzas según nos las preserva la Iglesia y el ejemplo que nos ilustran sus Santos, están renovándonos con permanente frecuencia, que tenemos que cuidarnos unos a otros, despojarnos del egoísmo y la envidia, socorrer a quien lo necesita y aportarnos gestos de acogida y consolación mutua. Aún ir más lejos, alegrarnos –hasta el extremos de hacer fiesta-porque un hermano estaba perdido y lo hemos encontrado, estaba muerto y ha resucitado.

Por eso el coprotagonista de la perícopa que leemos este Segundo Domingo de Pascua es Tomás, apodado Δίδυμος el gemelo, didimo -el apodo- es gemelo en griego, Tomás significa lo mismo en hebreo. Es un prójimo muy cercano, tan cercano que es el siguiente nacido del mismo vientre. Esto es lo que nos quiere recordar este personaje, que tiene tanto de nosotros mismos, “incrédulo” y “arrogante” él se las da de mucho porque –con ese cientifismo propio de quien algo ha estudiado, aun cuando sepa muy poco- él, “…hasta no ver, no creerá”. Pero interviene Jesús, imagen perfecta del Padre, nada le reprocha, con amable y acogedora consecuencia le ofrece las pruebas que había pedido: meter sus dedos en las llagas (como introduce su dedo el hijo en el anillo que su papá le hace poner para restituirle su filiación, su autoridad filial y los derechos que ella conllevaba), y le ofrece el costado para que lleve su mano hasta tocar el corazón y sienta en las yemas de sus dedos los latidos resucitados del corazón Misericordioso.

Esto nos conduce al inicio de la perícopa, cuando Jesús entra, sin que las puertas trancadas (por aquellos que se encierran con miedo que las próximas víctimas  de la persecución sean ellos), le puedan detener el acceso, si fuera un cuerpo común y corriente, no podría pasar, pero es un Cuerpo Glorioso. Les muestra sus Heridas, en manos y costado, ellos no tienen asco de sus llagas precisamente porque son puro testimonio de Su Amor. Por el contrario se llenan de alegría porque les demuestran que el Amor es más poderoso que la muerte. Viene lo más importante para nosotros, ¡el “Envío”!

Es una transferencia de autoridad (¡nunca olvidemos que la verdadera autoridad es la del servicio!), con estas doradas Palabras: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. La “energía que transmite es un poder de ¡Paz! Y, al hacernos portadores de esa fuerza,  nos envía a diseminarla. Nuestra misión es la de ser sembradores de Paz. Lo cual tiene un enlace esencial con otra frase Suya, un versículo más abajo: “Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos”. Aquí es de vital importancia entender bien el sentido del pecado, del pecado hay que superar una visión ingenua. El pecado no es un incomprensión en la manera de mover las fichas en el juego de parques, tampoco es una falta reglamentaria en el manejo de un balón en la cancha; el pecado es, en sí mismo, el daño que hacemos al prójimo, al prójimo presente o futuro con el daño sobre la naturaleza y los dones que el Creador ha puesto a nuestra disposición, o, el daño que nos podemos causar a nosotros mismos. No consiste, por tanto, en una violación “legal”, sino en la maldad que lo inspira, en la lesión que infrinjamos al otro, pariente o prójimo, cercano o lejano, en el espacio o en el tiempo. Pecado es descuidar al otro, actuar como si no fueran nuestros hermanos o, actuar como malos hermanos, como Caines.

Por eso el perdón no es un formalismo que nos soluciona el problemita de habernos cerrado la Puerta de la Vida Celestial como consecuencia de nuestros desatinos; sino el proceso de restablecer la salud de nuestras relaciones fraternales. Es muchísimo más que decir unas cuantas plegarias, o encender unas cuantas lamparitas. El perdón del cual hemos recibido el ministerio con esas Palabras de Jesús nos precisa vivir un transcurso de reparación, de sanación de rencores, de reconciliación, de reconstrucción del tejido social, de obras de indemnización, de desagravio. Nos compromete a ser sinceros e irrestrictos animadores de la paz. «Les da a todos los miembros de la Iglesia el regalo de ser ministros del perdón divino. La Iglesia porque es fruto de la resurrección de Jesús, o mejor dicho, del perdón del Resucitado que le da su Santo Espíritu, tiene el poder de perdonar los pecados, es decir, de liberar de todo lo que arrastre a la muerte definitiva (8,24) de liberar de toda esclavitud (8,32), de todo lo que paraliza y vuelve a uno incapaz de decisión (5, 1-9), de la gloria vana (5, 41), de la mentira asesina (8, 40-47), del miedo y la desesperación ante la muerte (11, 25-36)»[1]








[1] Cárdenas Pallares, José PARA SEGUIR EL VUELO DEL ÁGUILA. PISTAS PARA LEER A SAN JUAN Ed. Tierra Nueva. Quito Ecuador. 2001. p. 118

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