sábado, 27 de febrero de 2016

MISERICORDES SICUT PATER

Éx 3, 1-8a. 13-15; Sal 102(103), 1-2. 3-4. 6-7. 8 y 11; 1Cor 10, 1-6. 10-12; Lc 13, 1-9

διὰ σπλάγχνα ἐλέους Θεοῦ ἡμῶν
…por la entrañable misericordia de nuestro Dios
Lc 1, 78a

Señor, Señor
Dame un año más, cada año un año más,
Para sentir el amor…
Vengo a pedirte un año más.
De una canción de Elior Cymbler

La Misericordia es fruto de un inmenso e indescriptible amor. En el tercer versículo del Evangelio de este Tercer Domingo de Cuaresma encontramos una palabra maravillosamente resplandeciente porque es la palabra que ilumina la dirección de nuestras relaciones con Dios. Tenemos que volver machaconamente a incidir en la esencia de esa relación: El amor. Lo que nos re-liga con Dios y a Dios con nosotros es el amor que siente el Novio por su amada y que su amada –en pie de reciprocidad- debería retornarle. Esa palabra es μετανοέω [metanoeo].


Muchas veces se ha traducido μετανοέω por “arrepentimiento” pero esa expresión representa más bien “el pesar por algo que se hizo y no se debió hacer” o por algo que “se querría haber hecho y se dejó de hacer”, como por ejemplo, cuando nos referimos a nuestros pecados. En cambio, μετανοέω se puede entender como “conversión”, es decir, un cambio profundo que pasa de la indiferencia y hasta el desprecio, al vínculo más entrañable; es pues, un cambio rotundo, no solo en la manera de pensar (que sería el significado etimológico de esta expresión griega), sino –especialmente- en la afectividad, el cambio que señala este verbo es tan definitivo y tan a fondo que va del desamor-a su antagónico. Cuando se ama mucho, el desenlace parece evidente, se trata de la boda. Este matrimonio entre Dios y el hombre se denomina Alianza: בְּרִית [berit]. Es tan rotundo el cambio que lleva del desconocimiento al enamoramiento, de la indiferencia al cariño más vivo.

El salmo de la liturgia de este domingo nos explica que Dios es despacioso, muy despacioso para enojarse y en cambio, es rápido para perdonar (cfr. Sal 103(102), 8). Si vamos tres versos adelante en este salmo nos dirá: “tan inmenso es su amor por los que lo honran como inmenso es el cielo sobre la tierra”.


Un episodio del más tierno amor se retrata hoy en el evangelio con una parábola: La συκῇ higuera (que representa al pueblo que debiera honrar con su amor a Dios) no da fruto, merecería entonces que la arrancaran, ¿para qué tenerla más como estorbo? Pero viene el ἀμπελουργός Hortelano-Encargado y suplica el aplazamiento, comprometiéndose a remover la tierra y añadirle abono (¡perdónalos porque no saben lo que hacen!) y Él abonó la tierra con su Sangre y sus dolores. El Hortelano-Encargado pide plazo y eso es Misericordia, no cegarnos la vida hoy, sino darnos un mañana para que al fin demos cosecha. No se escribe el último día hasta que demostremos incapacidad para superarnos.

En la Primera Lectura hay otro acto de inmenso amor, digamos mejor, de inconmensurable amor: “He visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, he escuchado cómo se quejan por los malos tratos que les dan los capataces. Sí, me he dado cuenta de sus sufrimientos. Por eso baje a librarlos….”.

Todo esto está envuelto en ese manto de amor, ternura y dulzura que es la Zarza ardiendo, la aclaración de que esa es una tierra sagrada, el requerimiento de los pies descalzos; pero, muy especialmente la entrega del Nombre, dejar conocer el nombre era como exponerse hacerse vulnerable, arriesgarse a dejarse dominar, controlar, manipular. Es doblegarse, es comprometerse a que lo dominen y lo gobiernen, a que lo invoquen, a que lo obliguen a comparecer. Dar el nombre en esa cultura era acceder a que lo tuvieran al servicio, era no poder volver a ocultar el rostro y estar condenado a poner la cara cada vez que se le nombrara. Al dar el nombre, da las claves “descifratorias”, es decir, se hace siervo, se hace esclavo, se entrega sin reservas, como se entrega un enamorado, un verdadero enamorado! Ese enamorado es el legítimo, Él es el que Es (lo cual también implica que ¡no dejará de ser! Que será por los siglos de los siglos lo que lleva inherente que es un amor fiel y perdurable; no es amor de un momento, no es amor voluble e inconstante. Es ¡amor verdadero! ¡Amor-Divino!


Entreverada con esta declaración de amor, que también entraña una “petición de mano”, se confunde una aclaración: Hay que discernir entre el mal y las consecuencias del mal. No se les puede confundir. Nosotros, muchas veces, vemos el mal en las victimas de la violencia, en aquel que fue atracado, o robado, o en el que sufre por su pobreza extrema, o en aquel que es víctima del expolio; pero esas son ¡las consecuencias del mal! El mal está en el que roba, en el que ataca, en el que expolia, en el que se enriquece o se aprovecha de la pobreza para victimizar al otro. El mal está en Pilatos que manda matar a los que ofrecían sacrificios, que no eran más malos que otros galileos que no murieron y que siguieron viviendo tranquila e indiferentemente. Tampoco aplastó la torre a 18 personas porque fueran malas, porque no eran más ni menos malas que otros hierosolimitanos.

Cuando el mal ingresa en el torrente sanguíneo de la sociedad esa “sangre mala” puede enfermar cualquier órgano del cuerpo-social y no necesariamente a los más malos, ni tampoco a los directos responsables de esa maldad. La sangre mala victimizará posiblemente a un justo, a un inocente… y no necesariamente -como se lo imaginaba la mentalidad ingenua-mecanicista que el mal le rebotaba al malo y el malo lo pagaba… Parece lo justo, pero de haber sido así, Jesús, amor de los amores, el eterno enamorado de la humanidad, no habría terminado en la cruz.

«Señor, Señor, ten piedad de mí
Y de nosotros… me arrodillo
Y pongo la frente en la tierra…
Dame un año más, cada año un año más
………………………………….
Para sentir el amor…
Vengo a pedirte un año más.»[1]

Danos un año más, a mí y a mi pueblo. Para tener la oportunidad de glorificarte, de amarte, más y mejor, de ofrecer frutos de misericordia, un año más para poderte amar con toda lealtad y con toda honra, a Ti el Poder y el Honor y la Honra y la Gloria por toda la eternidad.


Sólo nos resta hacer énfasis en un detalle: ¿a quién escoge Dios por interlocutor para hablarle desde la zarza que ardía sin consumirse?: ¡a un pastor! Porque el pastor es, por  excelencia, el que cuida, el que protege,  el que defiende del lobo, el que se la juega por su rebaño: Y así era Moisés. Según el estilo del Padre: ¡Misericordioso! Con entrañas que se conmueven más y mejor que las entrañas de una madre. Así son las entrañas de Dios-Padre, “el Entrañable”.




[1] Cymbler, Elior ENTRE EL CIELO Y LA TIERRA. Union Lake Media Corp. Ltda. Bogotá Colombia. 2001

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