jueves, 31 de diciembre de 2015

NUESTRA MADRE NOS INSPIRE CÓMO SER Y QUÉ HACER


Solemnidad de María Santísima, Madre de Dios
Nm 6, 22-27; Sal 66, 2-3. 5. 6. 8; Gal 4, 4-7; Lc 2, 16-21

«Somos madres de Cristo cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por medio del divino amor y de la conciencia pura y sincera; lo generamos a través de las obras santas, ¡que deben brillar ante los demás para ejemplo!»
San Francisco de Asís


En 1968 el Papa Paulo VI instituyó la Jornada Mundial de la Paz, proponiendo para tal efecto el primer día del año civil. Este año 2016 celebramos su Cuadragésima Novena edición, con el lema “Vence la indiferencia y conquista la paz”. Escuchemos cómo lo propone el Papa Francisco en el primer párrafo de su Mensaje: «La paz es don de Dios, pero confiado a todos los hombres y a todas las mujeres, llamados a llevarlo a la práctica…  no perdamos la esperanza de que 2016 nos encuentre a todos firme y confiadamente comprometidos, en realizar la justicia y trabajar por la paz en los diversos ámbitos.»

«En la Constitución pastoral Gaudium et spes, desde el momento que “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”[1], la Iglesia deseaba instaurar un diálogo con la familia humana sobre los problemas del mundo, como signo de solidaridad y de respetuoso afecto»[2]. 

«En esta misma perspectiva, con el Jubileo de la Misericordia, deseo invitar a la Iglesia a rezar y trabajar para que todo cristiano pueda desarrollar un corazón humilde y compasivo, capaz de anunciar y testimoniar la misericordia, de «perdonar y de dar», de abrirse «a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea», sin caer «en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye»[3]

El romano-argentino Pontífice nos llama a enfrentar la “globalización de la indiferencia”…«la indiferencia provoca sobre todo cerrazón y distanciamiento, y termina de este modo contribuyendo a la falta de paz con Dios, con el prójimo y con la creación.»[4] «Conscientes de la amenaza de la globalización de la indiferencia, no podemos dejar de reconocer que,… se dan también numerosas iniciativas y acciones positivas que testimonian la compasión, la misericordia y la solidaridad de las que el hombre es capaz.»[5] Lo que más nos interesa de esta cita del Mensaje papal para la Jornada Mundial son los tres valores sobre los que pivota la construcción y el esfuerzo de un corazón pacifista en el mundo y la hora que nos ha tocado vivir, y estos son: compasión, misericordia y solidaridad. Son las herramientas de la paz, a un tiempo que, los antídotos de la indiferencia en su escalada globalizante.

¿Están todos los corazones igualmente dispuestos para vivir estas virtudes? Sin embargo, sin discriminar ni descalificar a nadie, «Los de la ciudad, los de los poderes, los instalados, los de las cosas, los que “no son gente”, esos siguieron dormidos en sus laureles. A esos no les tocó el rocío de la mañana. A esos no se les puede despertar a media noche. ¡Acaban de acostarse rendidos de tanto trabajar!»[6]

¿A quién nos dirigiremos? Quienes son nuestros destinatarios privilegiados? Pues no nos toca dar la respuesta a nosotros. Vayamos al Evangelio y miremos ¿a quién se quiso dirigir Nuestro Señor?, ¿a dónde apuntó su opción preferencial?: «En la noche de la historia los testigos fueron una buena gente, los pastores. Gente despreciada, gente tenida por marginados. Fueron testigos de la Buena Nueva, de la Gran Noticia, los que vivían despojados de todo, -en eterno éxodo-, los que dormían al sereno de la noche. Fueron testigos del don de María al mundo los que tenían el corazón lleno de estrellas, como las que cubrían su cuerpo, los que estaban acostumbrados a ver la luz en la oscuridad de la noche.

En la noche escucharon la Gran Noticia. Y en la noche les llovió Paz. Porque eran buena gente. Paz porque ya la llevaban en su corazón sin poderes. Ellos descubrieron la nueva Estrella, el Mesías esperado… De su misma raza fueron los que descubrieron la señal. Pastores como Abrahán, como Moisés, como David… La señal del Mesías, Rey, Sacerdote y Profeta, es una mujer. Es una madre. Es una virgen.»[7]

¡Esta Virgen-Madre es la Madre de Dios! En su ejercicio maternal, su corazón vivió un doloroso éxodo que lo fue traspasando como espada, hasta llegar al pie de la cruz, donde nos recibió como sus hijos, desde ese momento, en adelante, para siempre. El Catecismo ha rescatado el esplendor de la Lumen Gentium para explicarnos que María es, en consecuencia de su maternidad de Jesús, también Madre Nuestra y Madre de la Iglesia: En el numeral 1655 del Catecismo de la Iglesia Católica leemos: “Cristo quiso nacer y crecer en el seno de la Sagrada Familia de José y de María. La Iglesia no es otra cosa que la "familia de Dios". Desde sus orígenes, el núcleo de la Iglesia estaba a menudo constituido por los que, "con toda su casa", habían llegado a ser creyentes (cf Hch 18,8). Cuando se convertían deseaban también que se salvase "toda su casa" (cf Hch 16,31; 11,14). Estas familias convertidas eran islotes de vida cristiana en un mundo no creyente”.

Avancemos otro paso, vayamos a los numerales 964 y 965: 964 El papel de María con relación a la Iglesia es inseparable de su unión con Cristo, deriva directamente de ella. "Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte" (LG 57). Se manifiesta particularmente en la hora de su pasión:

«La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie, sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de madre que, llena de amor, daba amorosamente su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima que Ella había engendrado. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26-27)» (LG 58).

965 Después de la Ascensión de su Hijo, María "estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones" (LG 69). Reunida con los apóstoles y algunas mujeres, "María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra" (LG 59).

Bajo el acápite María icono escatológico de la Iglesia, en el numeral 972, encontramos este iluminador texto: “Después de haber hablado de la Iglesia, de su origen, de su misión y de su destino, no se puede concluir mejor que volviendo la mirada a María para contemplar en ella lo que es la Iglesia en su misterio, en su "peregrinación de la fe", y lo que será al final de su marcha, donde le espera, "para la gloria de la Santísima e indivisible Trinidad", "en comunión con todos los santos" (LG 69), aquella a quien la Iglesia venera como la Madre de su Señor y como su propia Madre:

«Entre tanto, la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (LG 68).

¿Acaso María fue constituida en Madre de Dios, Madre nuestra y Madre de la Iglesia simplemente para que ella detentara estos honrosos títulos? ¿Para que nosotros viviéramos sujetos bajo su hiperdulía? ¡No, y mil veces no! «¿Dónde encontrar a Dios? ¿Qué rostro tiene Dios? ¿Cómo emprender un camino, un éxodo hacia el Dios verdadero? Desde la noche de Belén, desde las pajas y los pañales y el pesebre, desde la joven al lado del niño acompañada por otro joven, José, Dios se escapa a lo establecido, a lo viejo, a lo hecho, a lo ya encontrado. Dios, en Jesús, se ha hecho nuevo: Buena Nueva para el corazón joven, para el corazón en ritmo del Espíritu… María es lugar imprescindible para encontrar a Jesús. María es la nueva casa de Dios donde se encuentra al Emmanuel. María es el signo, la señal, la estrella que anuncia el día. Ella conduce a Jesús. Ella es Buena Noticia de la Gran Noticia. Ella es “gente sencilla y humilde”, a quien Dios ha revelado su gran secreto: Jesús»[8]


«Ella, la Madre, ha aglutinado a la comunidad dispersa, ella ha hecho unidad de la primera comunidad creyente, ella ha creado la armonía entre los hombres que su Hijo había escogido para ser sus testigos en el mundo… María sabe que el amor de Dios se da en la unidad, en el encuentro de los hombres… Es la comunidad orante con María quien va a dar origen  a la Iglesia. Es la comunidad orante con María quien va a atraer de nuevo la fuerza del Espíritu, pues donde está María se hace presente el Espíritu y donde está la comunidad se hace presente el Espíritu… Volver al origen de la comunidad de Jesús es ir a sus raíces. Volver a la pureza de la comunidad cristiana es encontrarse con Pentecostés. Es encontrarse con el fuego que purifica y el viento que remueve y renueva todo»[9]

Siguiendo la propuesta de San Francisco esta sería la misión: asumir, también nosotros los que nos sentimos discípulos de Jesús, el rol maternal; asumir con tal intensidad este “seguimiento” como si Jesús fuera, más que nuestro Hermano Mayor, nuestro propio hijo, «… recibir el Espíritu y la Palabra divina en nuestro corazón, hacerla crecer en nosotros por la oración y el amor, dar a luz a Cristo en el mundo mediante nuestras buenas obras y la atención maternal a nuestros hermanos»[10]. Lo que nos lleva de nuevo a los tres valores que neutralizan la indiferencia: compasión, misericordia y solidaridad; que son los rasgos de los constructores de Paz.



[1] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, #1.
[2] Cf. Ibid . #3
[3] Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia MISERICORDIE VULTUS, 14-15.
[4] S.S. Francisco. MENSAJE DEL PAPA PARA LA XLIX JORNADA MUNDIAL POR LA PAZ. Vaticano, 8 de diciembre de 2015.
[5] Ibid, # 7.
[6] Mazariegos, Emilio L. EN ÉXODO CON MARÍA. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia 1997. p. 38
[7] Ibidem.
[8] Ibid, p. 41
[9] Ibid, pp. 127-128
[10] K. Esser, TEMAS ESPIRITUALES (Col. Hermano Francisco 9), Oñate, Ed. Franciscana Aránzazu, 1980, p. 295

sábado, 26 de diciembre de 2015

LA ESCUELA DEL AMOR


Eclo 3, 2-6. 12-14; Sal 127, 1-2. 3. 4-5; Col 3, 12-21; Lc 2, 41-52

… podemos afirmar que la decisión de Jesús de quedarse en el templo era fruto sobre todo de su íntima relación con el Padre, pero también de la educación recibida de María y de José.

Benedicto XVI


La Primera lectura nos da a conocer la profunda unidad que hay entre padres e hijos ante los ojos de Dios. Los frutos de los padres resuenan en los hijos, los hijos son eco de la rectitud en las  acciones de los padres. Uno no cosecha sólo para sí, se cosecha para las generaciones venideras acrecentando honra y riqueza.


El Salmo alude a la recompensa para quien se mantiene fiel al Señor. El galardón se muestra en la esposa y en sus hijos. Pero el galardón no se queda allí, va mucho más allá y alcanza para todo el pueblo de Dios.

Estos frutos son don de Dios; Dios los entrega a sus elegidos. Ser elegido engendra un compromiso. Vayamos a la Segunda Lectura donde aprendemos que El elegido debe ser: magnánimo, humilde, afable y paciente; debe soportar a los demás y ser capaz de perdonar siguiendo las enseñanzas y el ejemplo de Dios. Ahora bien, el compromiso por excelencia es el amor, quienes han sido elegidos viven el amor que liga los seres en la suprema unidad.

¡Aún hay más! Los que Dios ha elegido alcanzan la cima de la gratitud, ¿por qué rebozan en gratitud? ¿Quién tiene mayor motivo para agradecer que aquel que forma parte del Cuerpo Místico de Cristo y por lo mismo, la paz del Ungido reina en su corazón?


La elección destraba la puerta para ser capaces de vivir a plenitud la palabra de Dios. Para permanecer, ἐνοικέω habitar, morar en “lo del Padre”. Cuando Jesús se queda en el Templo, está allí para “oír” con claridad la enseñanza de Dios para de esa manera alcanzar la meta de decir y hacer todo en el nombre del Señor su Padre Dios (Cfr. Col 3, 17). Cuando uno está enriquecido con la sabiduría que proviene de la palabra de Dios está, además, en condiciones de διδάσκον enseñar y νουθετέω aconsejar con πάσῃ σοφίᾳ· plena (entera) sabiduría como leemos en la Segunda Lectura, tomada de la carta a los colosenses.(Cfr. Col 3, 16). Lo cual tiene una consecuencia, tenemos razones muy sobradas para ser y estar agradecidos por esa elección, por esos dones, por esas comprensiones y entendimientos que hemos alcanzado. La expresión de esa gratitud revierte en ψαλμοῖς ὕμνοις ᾠδαῖς πνευματικαῖς “salmos, himnos y cánticos espirituales”. Al agradecer a Dios-Padre hagámoslo con conciencia de que nuestras gratitudes son llevadas ante el Altar de Dios en la bandeja que porta el Mismísimo Dios-Hijo.

Esta Segunda lectura no deja de lado el tema de esta liturgia. También nos trasmite las instrucciones acordes a nuestra naturaleza de fieles, o sea de los que hemos alcanzado la gracia de la fe por haber sido elegidos como herederos de esa Gracia: Recomendaciones como esposos, esposas y como padres e hijos. Recomendaciones que están escritas en tónica de amor, de respeto a la autoridad, en clave de obediencia y de moderación en la exigencia. En el marco de ser familia estas pautas nos dirigen y orientan todo nuestro ser de cónyuges y la relación paternal-filial.

Al mirar hacía el Evangelio que leemos en esta festividad de la Sagrada Familia, modelo para toda familia humana, el primer detalle que encontramos es, en la dialéctica continuidad-discontinuidad, que significa el salto del Antiguo al Nuevo Testamento apreciamos que la sagrada Familia conserva el respeto y cumplimiento de las “convenciones” cultuales establecidas: “solían ir cada año a Jerusalén para las festividades de la Pascua,… según la costumbre”.

La ruptura en la continuidad se da en el hecho de que “…el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo supieran…”(Lc 2, 43c). Este quiebre del concatenamiento histórico dura sólo tres días (recordemos una vez más que tres días es “un tiempo de salvación” y, como nos comenta el Papa Emérito, citando a Rene Laurentin, son una callada alusión a los tres días que pasó Jesús entre su muerte y su Resurrección); pasados esos tres días en el Templo –sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas- Jesús retoma en el mismo punto donde había interrumpido: καὶ κατέβη μετ’ αὐτῶν καὶ ἦλθεν εἰς Ναζαρὲθ, καὶ ἦν ὑποτασσόμενος αὐτοῖς. “Entonces volvió con ellos a Nazaret y siguió sujeto a su autoridad” (Lc 2, 51a). Retoma la obediencia a sus “padres terrenales”, sólo momentáneamente interrumpida para mostrar su obediencia siempre coherente con Aquel a Quien nunca desacató.

En ese hogar, con María y José, «…el Señor aprendió a ser abrazado y besado, amamantado y amado, a tocar y hablar, a jugar, caminar y trabajar, a compartir los minutos, las horas, las noches y los días, las fiestas, las estaciones, los años, las expectativas, las fatigas y el amor del hombre. En el silencio, en el trabajo, en la obediencia a la palabra, en comunión con María, José y sus parientes, Dios aprendió del hombre todas las cosas del hombre. El misterio de Jesús en Nazaret es el gran misterio de la asunción total de nuestra vida de parte de Dios: nos ha desposado en todo, haciéndose una carne única con cada una de nuestras situaciones concretas. Nazaret es el misterio que redime la condición creatural de la insignificancia de su limitación.»[1]


Así, el hogar debe ser una escuela de fe, de amor, de perdón y comprensión. En ella todos son maestros y todos son aprendices. Aprendemos a sobre-llevarnos, a respetar nuestras diferencias, nuestros ritmos. Aprendemos también a sintonizar con la palabra y con el silencio. Aprendemos la fe y la oración; a confiar en Dios y a abandonarnos en Él. En el seno de la familia aprendemos a acercarnos a la Palabra, a saborearla, a degustar su “Lectura Orante”. En fin, también en su seno aprendemos a vivir y sobrellevar las dificultades, el dolor y la tristeza; y lo que es más importante, aprendemos a apoyarnos, a ser consuelo mutuo y a superar lo que la vida nos impone como retos o tareas. Nunca podremos perder de vista que fue como familia que Jesús, María  y José soportaron el éxodo y el destierro en Egipto.

Aún hay una frase final que nos propone atesorar en el corazón todas cuantas experiencias vivamos en la familia, porque son la cosecha de la vida, que no se mide en pesos, sino “en crecimiento, en saber, en estatura y en favor de Dios y de los hombres”.





[1] Fausti, Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE LUCAS. Ed. San Pablo. Bogotá- Colombia. 3ª ed. 2014 p. 74

jueves, 24 de diciembre de 2015

¡LO ACOSTÓ EN UN PESEBRE!


 

En el Credo hay una frase que este día se recita de rodillas: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo»
Raniero Cantalamessa

1

Echemos un vistazo a la perícopa de San Lucas, capítulo 2, versos del 4 al 12.

[4] José también, que estaba en Galilea, en la ciudad de Nazaret, subió a Judea, a la ciudad de David, llamada Βηθλεέμ Belén, porque era descendiente de David;  [5] allí se inscribió con María, su esposa, que estaba embarazada.
[6]  Mientras estaban en Belén, llegó para María el momento del parto, [7] y dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en φάτνῃ un pesebre, pues no había lugar para ellos en καταλύματι la sala principal de la casa.
[8]  En la región había ποιμένες pastores que vivían en el campo y que por la noche se turnaban para cuidar sus ποίμνην rebaños. [9] Se les apareció un καὶ ἄγγελος κυρίου ángel del  Señor, y la gloria del  Señor  los rodeó de claridad. Y quedaron muy asustados.
[10] Pero el ángel les dijo: «No tengan miedo, pues yo vengo a comunicarles una εὐαγγελίζομαι buena noticia, que será motivo de mucha alegría para todo el pueblo. [11]  Hoy, en la ciudad de David, ha nacido para ustedes un σωτὴρ Salvador, que es el  χριστὸς Mesías  y el κύριος Señor. [12]  Miren cómo lo reconocerán: hallarán a un niño recién nacido, envuelto en pañales y acostado en un pesebre.»

Καταλύματι deriva del sustantivo κατάλυμα es el singular neutro de la forma dativa; ya en otro lugar hemos discutido que la palabra no significa “posada”, tampoco “albergue”; sino, “sala principal de una casa”. Este asunto de la sala principal de una casa nos trae a la memoria la práctica del Padre Carlos Vallés que resolvió mendigar posada en casas indias, donde gente que él no conocía pero que -por la tradicional hospitalidad en ese país- se la brindaban. De esta manera, cada tarde él iba en bicicleta hasta la casa de sus anfitriones pasaba allí la noche. Como él mismo nos lo cuenta, en esas condiciones “trabajé, oré, preparé clases y escribí libros, mientras miraba, veía, asimilaba, sufría y disfrutaba la vida diaria, las preocupaciones, las alegrías, el ruido de los niños, las riñas de los padres, los apuros económicos y la fe religiosa de la gente sencilla en los barrios más pobres.»[1] y, al otro día, vuelta a pedalear de regreso a la Universidad de Ahmedabad, donde el fungía como profesor de matemáticas. Así durante casi diez años.

El sacerdote jesuita describe con dos pinceladas el ambiente de sus alojamientos: «Casas pequeñas de un solo cuarto, donde pequeños y mayores se reparten el espacio común durante el día y cubren el suelo con esteras para dormir por la noche»[2]. Aun cuando no exactamente igual, esta descripción nos da una idea porque María no podía dar a luz a su Hijo en presencia de “pequeños y mayores”, hombres y mujeres convivientes, que comparten la cotidianidad, pero no tiene por qué estar presentes durante un parto.

Pero, seguramente hay motivaciones comunes entre esta acción del Padre Vallés y las de Dios-Humanado por conocer, por vivir de cerca, por compartir las vivencias de “aquella gente”. Nadie conoce mejor a las personas que quien convive con ellas. Eso hizo el Padre Vallés y, nos lleva a entender a Jesús, que quiso hacerse uno de nosotros para conocernos a fondo, para “asumirnos” totalmente, única manera de podernos redimir.

En otra parte de su caleidoscopio el Padre Vallés cuenta la anécdota de un joven estudiante universitario, que cursaba sus estudios en San Sebastián, donde el Padre Vallés dio una conferencia en el Museo de San Telmo. Al finalizar la conferencia el joven agradeció a Carlos Vallés con estas palabras: «Al oírle a usted me he sentido orgulloso de ser indio. Gracias.»[3] Igual nos pasa a todos los seres humanos, al saber que Dios se hizo hombre, nos podemos sentir completamente orgullosos de nuestra naturaleza humana y confesar: De todo lo que podría haber sido dentro de la Creación, lo mejor y lo máximo que se puede ser es “humano”.

Pero bueno, nos hemos apartado del tema que nos ocupa para devolvernos al que ya tratamos suficientemente en el Tercer Domingo de Adviento. Queríamos, simplemente, recordar que Belén significa Casa de Pan. El nombre de este pueblito, al que Roboam –nieto de David- le construyó torres y murallas de protección que no alcanzaron a resistir dos siglos; es una alusión a la Eucaristía, puesto que Jesús se ha hecho Pan de Vida, con razón su pueblo natal es “Casa de Pan”, digno portador de la enseña “Hic De Virgine Maria Iesus Christus Natus Est”.

«Belén parece que estuviera poblada para siempre de ángeles y pastores. Existe todavía Belén, a diferencia de otras muchas ciudades de la antigüedad que han desaparecido sin dejar rastro. Es una aldea de calles irregulares en la cual la atención se concentra en la Basílica de la Natividad y sobre todo en la cueva del nacimiento que allí dentro ha quedado encerrada. Una estrella en el pavimento del suelo señala el sitio en que Cristo nació y una inscripción, sobria pero elocuente, pregona: “Aquí de la Virgen María nació Cristo Jesús”. El dato histórico y teológico del nacimiento de Jesús matizado de modo especial por ese adverbio: fue aquí.»[4]

2

Fue Dionisio el “pequeño” quien pensó que no teníamos por qué regularnos por un calendario que tomaba como referencia el 284 (de nuestro calendario) momento en que el ejército de Asía Menor  proclamó emperador al que llegaría a ser, entre los diez perseguidores que registra la historia, el mayor martirizador de cristianos –Diocleciano, emperador romano que so pretexto de hacer obligatorio el culto a Júpiter impulsó una matanza de cristianos, del 303 al 313: aproximadamente diez años de terror, la “era de los mártires”, entre quienes figuraron como sus víctimas contamos a san Sebastián, San Pancracio y Santa Inés. Entonces, según los cálculos de Dionisio “el Exiguo” –que hoy consideramos equivocados en 6 ó 7 años, fijó la fecha de nacimiento de Jesús y lo propuso como calendario oficial católico, que poco a poco se fue aceptando y unificando hasta convertirse en el calendario oficial de nuestra sociedad y nuestra cultura.

Todos recordamos que el 25 de diciembre, corresponde al final del solsticio de invierno. Cada día, la noche ha venido haciéndose más larga y en consecuencia, el período de luz más corto. A partir de ese día, cada vez será más largo el día y más corta la noche significando la victoria de la luz sobre las tinieblas y, para nuestro sentir, la victoria de Jesús: Πάλιν οὖν αὐτοῖς ἐλάλησεν [ὁ] Ἰησοῦς λέγων· ἐγὼ εἰμι τὸ φῶς τοῦ κόσμου· ὁ ἀκολουθῶν μοι οὐ μὴ περιπατήσῃ ἐν τῇ σκοτίᾳ ἀλλ’ ἕξει τὸ φῶς τῆς ζωῆς. “De nuevo les hablo Jesús: -Yo soy la Luz del mundo, quien me siga no caminará en tinieblas, antes tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).

«… ya no se dirige la mirada a Jerusalén, pues el Templo destruido no será nunca más contemplado como lugar de la presencia terrena de Dios. El Templo hecho de piedra ya no será expresión de la esperanza de los cristianos… Se dirigirá el rostro hacia el este, hacía el lugar por donde sale el sol. No se trata de un culto al sol, sino de una convicción en que el cosmos habla de Cristo. Será Él quien esté presente en la mente de la comunidad cuando se entone desde ahora el cántico contenido en el Salmo 19, en el que se dice que el sol es como “un esposo que sale de su tálamo […] A un extremo del cielo es su salida y su órbita llega al otro extremo” (Sal 19, 6s). Este salmo pasa sin solución de continuidad de una alabanza de la creación a un himno de alabanza de la ley. Desde ahora ello se aplicará a Cristo, que es la Palabra viva, el Verbo Eterno, la luz verdadera de la creación, el cual salió en Belén del tálamo nupcial de la novia, la virgen Madre, y que en este tiempo ilumina el mundo. El Este cumple las funciones de símbolo de Jerusalén. Cristo –representado por el sol- es el lugar de la shekiná, el verdadero trono del Dios viviente. En la Encarnación, la naturaleza humana se ha convertido verdaderamente en trono de Dios, el cual queda, por ello, ligado a la tierra para siempre y se hace accesible a nuestra plegaria… Orientación quiere decir antes que, nada, simplemente la dirección de la mirada hacia Cristo como lugar de encuentro entre Dios y el hombre»[5].

Continuaba diciendo, en sus tiempos de Cardenal el que hoy es Benedicto XVI: «El profesor Cyrille Vogel ha advertido: ‘Si se puso el acento sobre algo, fue sobre la costumbre de que el sacerdote recitara la anáfora y las demás plegarias vuelto hacía el oriente… no sólo el sacerdote se volvía hacia el Este, sino que este movimiento era seguido por todo el pueblo´.»[6]

No podemos pasar al siguiente tema sin recalcar una frase del Cardenal Ratzinger «No se trata de un culto al sol, sino de una convicción en que el cosmos habla de Cristo.»[7], para prevenir falsas interpretaciones panteístas.

3

Revisando los Evangelios, sabemos que sólo Mateo y Lucas narran el nacimiento de Jesús y ninguno de los dos ofrece noticia sobre los consabidos mula y buey que aparecen en nuestros pesebres y que constituyen dos “piezas” claves del conjunto tradicionalmente integrado por las figuritas de María, San José, el Niño Jesús, la mula, el buey y los tres “Reyes Magos”.

«Siguiendo las directrices de San Francisco, durante la Santa Noche fueron colocados en la gruta de Greccio un buey y un asno. En efecto, él había dicho al noble Juan: “Quisiera representar al Niño nacido en Belén y, de algún modo, ver con los ojos del cuerpo  las penurias en las que se encontró por la falta de las cosas necesarias para un recién nacido: cómo fue acomodado en un pesebre y cómo yacía sobre heno entre el buey y el asno”».[8]

Entonces, ¿de dónde salió la tradición de incluir estas dos “figuras” en el pesebre? Pues vamos al Evangelio apócrifo del Pseudo-Mateo, datado del siglo VII, y allí, en el capítulo XVI leemos:

«Y, al tercer día después del nacimiento del Señor, María salió de la gruta y entró en un establo, y depositó al Niño en el pesebre, y el buey y la mula le adoraron. Entonces se cumplió lo que había anunciado el profeta Isaías: “El buey ha conocido a su dueño, y la mula el pesebre de su Señor.”

Estos mismos animales que tenían al niño entre ellos. Le adoraba sin cesar. Así se cumplió lo que fue dicho por boca de Habacuc: “Te manifestaras entre dos animales.»[9]

Regresemos al documento de Benedicto XVI, donde él aclara el papel protagónico de la mula y el buey, lo que nos permite entender su profunda simbología y su imprescindible presencia en nuestros “pesebres”:

«El buey y el asno no son simples productos de la fantasía; se han convertido, por la fe de la Iglesia, en la unidad del antiguo y nuevo testamento, en los acompañantes del acontecimiento navideño. En efecto, en Is. 1,3 se dice concretamente: «Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento».

Los padres de la iglesia vieron en esas palabras una profecía que apuntaba al nuevo pueblo de Dios, a la Iglesia de los judíos y de los cristianos. Ante Dios, eran todos los hombres, tanto judíos como paganos, como bueyes y asnos, sin razón ni conocimiento. Pero el Niño, en el pesebre, abrió sus ojos de manera que ahora reconocen ya la voz de su dueño, la voz de su Señor.

En las representaciones medievales de la navidad, no deja de causar extrañeza hasta qué punto ambas bestezuelas tienen rostros casi humanos, y hasta qué punto se postran y se inclinan ante el misterio del Niño como si entendieran y estuvieran adorando. Pero esto era lógico, puesto que ambos animales eran como los símbolos proféticos tras los cuales se oculta el misterio de la Iglesia, nuestro misterio, puesto que nosotros somos buey y asno frente a lo eterno, bueyes y asnos cuyos ojos se abren en la nochebuena de forma que, en el pesebre, reconocen a su Señor.

Pero, ¿lo reconocemos realmente? Cuando ponemos en el pesebre el buey y el asno, debe venirnos a la mente la palabra entera de Isaías, que no sólo es buena nueva -promesa de conocimiento verdadero-, sino también juicio sobre la presente ceguera. El buey y el asno conocen, pero "Israel no conoce, mi pueblo no comprende".

¿Quiénes son hoy el buey y el asno, quién es "mi pueblo", que no discierne? ¿Cómo identificar al buey y el asno, y cómo a ‘mi pueblo? ¿Por qué, de hecho, sucede que la irracionalidad conoce y la razón está ciega? Para encontrar una respuesta, debemos regresar una vez más, con los Padres de la Iglesia, a la primera Navidad. ¿Quién no le reconoció? ¿Y quién si lo hizo? ¿Y por qué sucedió?

El que no lo reconoció fue Herodes, que no entendió nada cuando le contaron acerca del niño, sino que se encegueció aún más por sus ansias de poder y el correspondiente delirio de persecución (Mt 2, 3). La que no lo reconoció fue "toda Jerusalén con él" (ibídem). Los que no lo reconocieron fueron los hombres vestidos con refinamiento (Mt 11, 8), la gente fina. Los que no entendieron fueron los eruditos, los conocedores de la Biblia, los especialistas en exégesis de la Escritura, que sabían exactamente cuál era el versículo que correspondía, pero, a pesar de ello, no comprendieron nada (Mt 2, 6).

Los que sí lo reconocieron-a diferencia de toda esa gente de renombre- fueron "el buey y el asno": los pastores, los magos, María y José. ¿Es que acaso podía ser de otro modo? En el establo donde está el Niño Jesús no vive la gente fina: allí viven, justamente, el buey y el asno.

Pero ¿y nosotros? ¿Estamos tan lejos del establo porque somos demasiado finos e inteligentes para estar en él? ¿No nos enredamos también nosotros en interpretaciones eruditas de la Biblia, en demostrar la inautenticidad o autenticidad del lugar histórico, al punto de quedarnos ciegos para el mismo Niño y no captar nada de Él? ¿No estamos también nosotros demasiado en "Jerusalén", en el palacio, afincados en nosotros mismos, en nuestra arrogancia, en nuestra manía persecutoria, como para poder escuchar por la noche la voz de los ángeles, acudir al pesebre y adorar?

Así pues, esta noche los rostros del buey y del asno nos miran con ojos interrogativos: mi pueblo no entiende; ¿entiendes tú la voz del Señor? Al colocar en el pesebre estas figuras tan familiares deberíamos pedir a Dios que le regale a nuestro corazón la sencillez que descubre en el niño al Señor, como en su día Francisco en Greccio. Entonces podría sucedernos también a nosotros lo que Celano, siguiendo muy de cerca las palabras de san Lucas sobre los pastores de la primera Nochebuena (Lc 2, 20), narra acerca de los que participaron en la Nochebuena de Greccio: "todos retornaron a sus casas colmados de alegría".»[10]

4.

Que la luz de tu alegría brille a través de mí hoy, para que yo pueda reflejarla a los que me rodean y elevarlos con esperanza y alegría.

Mnsr. Michael Buckley

«María dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada. Este pasaje ha servido de inspiración en México y Guatemala, para fomentar una costumbre que hunde sus raíces en la época colonial y que tiene sus particularidades propias en cada región: Las posadas. Se realizan en el mes de diciembre duran los primeros veinticuatro días del mes de diciembre, en otros siete o nueve. Tienen una organización sencilla, se señalan las familias que quieren darle posada al Señor, camina la procesión con alegría festiva: van las imágenes pequeñas de José y María. Acompañados con música y villancicos.

Al llegar a la casa que se encuentra con las puertas cerradas se forman dos grupos: los que están fuera de la casa que piden posada y los de adentro que responden. Se alternan respectivamente en cada estrofa, hasta que los miembros de la casa se disculpan por no haber reconocido a tan ilustres peregrinos, Jesús, José y María. Abren la puerta, entran las imágenes y las personas que las acompañan; se reza el rosario o se celebra la Palabra, comparten bebidas, cantos, etc. Allí permanecen las imágenes hasta el día siguiente en que buscan posada en otra casa y se repite el mismo rito. Se realizan en forma familiar o a veces por barrios.»[11]

La Lectio Divina consta de cinco partes: Lectio, Oratio, Meditatio, Contemplatio y Actio. El Padre Weisensee propone 7 preguntas para la Meditatio de esta Lectio, la perícopa que hemos propuesto para esta hermosísima fecha, de las cuales entresacamos las siguientes que nos parecen claves:

·     ¿tiene algo que ver el hecho que Jesús nazca en Belén? ¿qué importancia tiene Belén?
·    ¿qué implica el hecho que María no encontrara un lugar en el pueblo para ella dar a luz?
·    ¿qué nos dice el hecho que Jesús nazca en un pesebre, en medio de animales?[12]

«Lo que sucede en la noche de la navidad es acontecimiento y misterio. Nace un hombre, que es el Hijo eterno del Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra: en este acontecimiento extraordinario se da a conocer el misterio de Dios. En la Palabra que se hace hombre se manifiesta el prodigio de Dios encarnado. Un niño es adorado por los pastores en la gruta de Belén. Es "el Salvador del mundo", es "Cristo Señor" (cf. Lc 2,11). Sus ojos ven a un recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre, y en aquella "señal", gracias a la luz interior de la fe, reconocen al Mesías anunciado por los Profetas.

Es «Dios-con-nosotros», que viene a llenar de gracia la tierra. Viene al mundo para transformar la creación. Se hace hombre entre los hombres, para que en Él y por medio de Él todo ser humano pueda renovarse profundamente. Con su nacimiento, nos introduce a todos en la dimensión de la divinidad, concediendo a quien acoge su don con fe la posibilidad de participar de su misma vida divina. Dios se hizo Hombre para hacer al ser humano partícipe de su propia divinidad. ¡Éste es el anuncio de la salvación; éste es el mensaje de la Navidad!»[13]

¡FELIZ NAVIDAD!

[1] Vallés, Carlos. CALEIDOSCIPIO. Ed. Sal Terrae Santander – España 1985 p. 124
[2] Ibid
[3] Ibid p. 92
[4] Bravo, Ernesto. LA BIBLIA HOY. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá-Colombia. 1995 p. 230
[5] Ratzinger, Joseph. INTRODUCCIÓN AL ESPÍRITU DE LA LITURGIA. Ed. San Pablo Bogotá- Colombia 2001  p. 57-58
[6] Ibid p. 67 Citando la obra de Bouyer. LITURGIE UND ARCHITEKTUR. Einsiedeln, Johannes Verlag, 1993, p.56.
[7] Véase Supra
[8] Benedicto XVI EL AMOR SE APRENDE. LAS ETAPAS DE LA FAMILIA. Romana Editorial. Madrid-España. Mayo de 2012. p. 130
[9] Crépon, Pierre. LOS EVANGELIOS APÓCRIFOS. Ed. Círculo de Lectores Bogotá-Colombia. 2001 p. 56
[10] Benedicto XVI EL AMOR SE APRENDE. LAS ETAPAS DE LA FAMILIA. Romana Editorial. Madrid-España. Mayo de 2012. p. 131-133
[11] Jordán chigua, Milton. PINCELADAS BÍBLICAS DEL EVANGELIO Ed. San Pablo. Bogotá- Colombia 2009. pp. 29-30
[12] Weisensee, Jesús Antonio Pbro. EVANGELIOS DE LA INFANCIA MATEO – LUCAS LECTIO DIVINA Ed. Federación Bíblica Católica FEBIC-LAC Bogotá –Colombia 2000 p. 76

[13] Restrepo S, Jaime Pbro. NAVIDAD EN FAMILIA, UNA EXPERIENCIA DE FE. En Revista Iglesia SINFRONTERAS. #361 Misioneros Combonianos.

viernes, 18 de diciembre de 2015

SERVICIO EN OBEDIENCIA


INVITACIÓN A SER CO-CORPOREOS
Mi 5,1-4; Sal 79, 2ac y 3c. 15-16. 18-19; Hb 10, 5-10; Lc 1, 39-44

No es, por ello, ninguna metáfora escribir que “todos nacimos en Belén”, que todos “seguimos naciendo en Belén”. El don de Dios que fue la entrega de su Hijo es el mayor regalo que jamás han hecho a la humanidad.
José Luis Martín Descalzo

La Basílica de la Natividad en Belén sólo tiene una puerta de entrada, y es tan baja que no se puede pasar por ella más que inclinándose profundamente.

Raniero Cantalamessa

Jesús es el Señor de la historia, no es Dios aparecido por arte de birlibirloque, sino un Dios Misericordioso que abre la puerta del Kairós para pasar de la dimensión de lo eterno a la temporalidad; para “nacer” en unas coordenadas precisas, definidas, determinadas. Pero esas coordenadas, espacio temporales, no son arbitrarias, han sido cuidadosamente escogidas para “revelarnos” de Quien se trata, cómo se da Su relación con nosotros, y cuál es Su propuesta.


Miqueas precisa que se trata de Belén Efratá, localidad cuya mención nos manifiesta una continuidad Davídica, conforme lo dice el profeta, “renuevo de una estirpe que se remonta a antiguos tiempos”, (su origen es antiguo, de tiempo inmemorial). No es una gran población, mucho menos una majestuosa ciudad, por el contrario es “pequeña”. Y –pese a ello- Dios quiere, según lo manifiesta, por boca del profeta, que de allí “salga el que ha de ser jefe de Israel”. ¿Cómo ejerce la jefatura? Nos “apacentará en el nombre glorioso del Señor su Dios”. O sea, que su jefatura consiste en “pastorearnos”, llevarnos a pacer (pascere = pastar), a nutrirnos con alimento, no sólo material sino también espiritual. Y, cuando uno se encuentra “bien alimentado”, está en calma, está tranquilo, lo cual acarrea una consecuencia: “Con Él vendrá la paz”.

« ¿No debería ser, entonces, Navidad la gran fiesta de la humanidad? En Belén hubo “un incremento del ser”, un crecimiento que ya nunca concluirá hasta el fin de los tiempos. “Cuando Cristo apareció en brazos de su Madre, acababa de revolucionar el mundo” ha escrito Teilhard.»[1] Se debe insistir, no sólo que se trata de la cuna de David, sino –aún más- enfatizar su “pequeñez” que la lleva hasta la insignificancia, lo que conduce a desdeñarla. Pero ahí desciframos una poderosa clave del lenguaje de Dios, y es que Él permanentemente se vale de lo pequeño para abajar la altanería de los soberbios.

¿Qué significa nacer? Toda la gestación es un proceso, que culmina con el nacimiento, por medio del cual adquirimos un “cuerpo”. Dios nos “articula”, nos junta, reúne las partes constitutivas de nuestro cuerpo. Nosotros, a medida que nos familiarizamos con ese “instrumento” llegamos a una compenetración con él, que lo identifica con la integridad de nuestra persona. Así, no somos una dualidad cuerpo y alma, sino una unidad. «Si nuestro cuerpo está llamado a ser espiritual, ¿no deberá ser su historia la de la alianza entre cuerpo y espíritu? De hecho, lejos de oponerse al espíritu, el cuerpo es el lugar donde el espíritu puede habitar.»[2] Si entregamos nuestro cuerpo, nos estamos entregando enteramente puesto que es lo único que poseemos y no podemos entregar su “materialidad” exceptuando su espiritualidad. Siendo así, asimilamos el sentido de la alocución “entregó su espíritu” (Jn 19, 30), porque al dar la vida no se da sólo el cuerpo. σῶμα δὲ κατηρτίσω μοι· “Me formaste un cuerpo” y ese cuerpo que Cristo recibió es la hostia  sacrificial que sustituye las víctimas del Antiguo Testamento; es la Oblación Perfecta de la Nueva Alianza.


Por eso hemos dicho que el nacimiento de Jesús contiene de forma embrionaria la consecutividad salvífica de Nacimiento, Donación voluntaria, Muerte, Resurrección, y Exaltación Triunfal (la Exaltación Victoriosa empieza con la Resurrección y alcanzará su apogeo con la Parusía). Tengamos, aquí, en cuenta que la palabra Belén proviene de “Bet Léḥem” que significa “casa de pan”, y el Cuerpo que ha recibido Jesús, es –si se nos permite- algo así como una Panadería Universal. Por eso, durante el rito consagratorio, el sacerdote hace suyas la palabras del propio Jesús: “TOMAD Y COMED TODOS DE ÉL, PORQUE ESTO ES MI CUERPO…” reviviendo el momento de la Última Cena cuando Jesús previendo la cercanía de su glorificación se donó, constituyéndose en víctima propiciatoria.

Aún hay que decir más, Κατηρτίσω es el verbo formar, armar, confeccionar, juntar. Κατηρτίσω un cuerpo es articular, reunir los miembros o partes constitutivas. Les proponemos añadir a este significado de Κατηρτίσω, el otro significado de σῶμα que se ha usado para significar “el cuerpo místico de Cristo”. No sólo le dio su cuerpo individual-personal, sino que también le articuló un pueblo, los diversos miembros de la comunidad de los que en Él han creído durante todas las edades. «… con la Encarnación, con la Venida de Cristo. Dios asumió el cuerpo, se reveló en él… el movimiento humilde de Dios que se abaja hacia el cuerpo, para después elevarlo hacia sí. Como Hijo recibió el cuerpo filial en la gratitud y en la escucha del Padre y entregó este cuerpo por nosotros, para engendrar así el cuerpo nuevo de la Iglesia.»[3]

Al comulgar salen del Copón los Axones y, los comulgantes –sedientos de Dios- como dendritas se extienden enlazándose en sinapsis. Esta no es una conexión provisional, es una comunicación que dura todo cuanto dure el afecto del Comulgante, pese a lo cual, sus efectos sacramentales obran –muy a pesar- del “olvido” o la “indiferencia” del comulgante. El mensaje ‘bioquímico’ (mensaje de Caridad y Misericordia) –en este caso- es “puro Espíritu”.

Nuestro artículo anterior trataba de retratar el fenómeno de júbilo que nos embarga por la venida de Nuestro Señor, hecho Niño. El Evangelio de este IV Domingo de Adviento, retoma ese jolgorio en el corazón de María, de Santa Isabel y de san Juan bautista. «¿Cómo vivió María esos nueve meses de embarazo de su Hijo? ¿No se hizo su ser una fiesta gozosa, un rio caudaloso de aguas puras? Joven y madre, ella fue la mujer feliz y dichosa porque creyó. Y comunica esa fiesta a su prima Isabel y el niño Juan en su vientre, salta de júbilo. Isabel desborda de Espíritu Santo. Y María canta las grandezas del Señor porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava, haciendo en ella maravillas. El gozo íntimo, la alegría profunda, tienen un espacio: el corazón humilde y limpio. Y el servicio que presta a su prima Isabel es irradiación de esa fiesta interior de su corazón de madre y virgen.»[4]


Resonemos que Dios anunció desde el mismo momento en que Adán y Eva pecaron un Redentor. Así que desde el principio ya había trazado un plan salvífico. Los seres humanos no son “peones” del ajedrez divino; son llamados al plan de Dios pero respetándoles el albedrio. Sin embargo, como se suele decir en la cultura hebrea, la imposición del nombre es un acto de tipo profético porque anticipa el ser de la persona, su misión, la tarea central de su existencia.

Mirando los nombres en la perícopa lucana de este Domingo encontramos a) Jesús El que preserva, El que ayuda, El Salvador; «El nombre de Jesús contiene de manera escondida el tetragrama (JHWH) el nombre misterioso del Horeb, ampliado hasta la afirmación: Dios salva. El nombre del Sinaí, que había quedado como quien dice incompleto, es pronunciado hasta el fondo. El Dios que es, es el Dios presente y salvador. La revelación del nombre de Dios, iniciada en la zarza ardiente, es llevada a su cumplimiento en Jesús (Cf. Jn 17, 26).»[5]  b) María,  Elegida, Amada de Dios; Tratemos de explorar lo recóndito en el nombre de María: María significa la Nueva Mujer, el modelo dado en la Nueva Alianza, la Elegida, porque tiene fe, la que vive coherentemente el Evangelio, Mujer sensible, la que siempre cuida, vela, ve las necesidades, acude a solventarlas, la que sirve. Y, eso es lo que nos señala la perícopa Evangélica de este Domingo. Reiteremos: María significa Llena de Gracia, Llena del Espíritu Santo, Mujer del “Si” -por lo tanto- dócil, abierta y disponible a las mociones del Paráclito, “Sierva del Señor”, mujer servicial. «"Por medio de María Dios se hizo carne; entró a formar parte de un pueblo; constituyó el centro de la historia. Ella es el punto de enlace del cielo con la tierra. Sin María, el Evangelio se desencarna, se desfigura y se transforma en ideología, en racionalismo espiritualista". (Puebla #301)» Ella también se hace Cuerpo Místico universalizando su maternidad: «… “dedicarse” por toda la eternidad a ser madre de los hombres. María no se jubiló de la maternidad. Sigue engendrando, engendrándonos. Ejerce de madre, tal vez porque es lo único -¡lo único!- que sabe hacer. ¡y qué bien lo hace! ¿Por qué entonces le pedimos que vuelva a nosotros esos sus ojos misericordiosos cuando sabemos que no tiene ojos sino para nosotros, madre, madre nuestra?»[6] c) Isabel que ama a Dios, Aquella que es ayudada por Dios. d) Juan, el que es fiel a Dios. Así el nombre alude al ser y el ser es la esencia y/o la naturaleza; el ser es el fundamento último y la categoría suprema de la realidad; también puede ser una realidad individual a la que llamamos ente (cosa, física o no), cuando hablamos del ser nos estamos refiriendo a su vida, o sea al ente (creado o no) y dotado de vida, a su existencia, -también- a la causa de lo que se expresa.

Insistimos en la acogida a la Voluntad Divina. El Plan Divino no nos fuerza ni nos encadena en forma alguna. Nuestra libertad es inalienable. Y, sin embargo, Dios escribe recto pese a encontrarse frecuentemente con renglones torcidos. Por otra parte el modelo que nos ofrece la Virgen es el de ser dóciles, disponibles abiertos a la propuesta Divina, adecuada al servicio que de uno se pudiera esperar. Y eso nos lleva una vez más a la Segunda Lectura, donde leemos la consigna: “Aquí estoy Señor, para hacer tu voluntad” y, en este caso es el propio Jesucristo quien se ofrece obediente al Padre (cfr. Hb 10, 9b). ¿Qué ofrece? Él no ofrece una parte suya, se ofrece en la Totalidad de su Ser. La oblación de su Cuerpo, ¡su Cuerpo y su sangre! Nuestra Comunión.






[1] Martín Descalzo, José Luis. BUENAS NOTICIAS. Ed Planeta Barcelona-España. 1998 p. 90
[2] Benedicto XVI. EL AMOR SE APRENDE. LAS ETAPAS DE LA FAMILIA. Ed. Librería editrice vaticana. Romana Madrid-España 2012. p. 23.
[3] Ibid, p. 26
[4] Mazariegos, Emilio L. ESTALLIDOS DE GOZO Y ALEGRÍA.  Ed. San Pablo Bogotá-Colombia 2003. p. 117.
[5] Benedicto XVI, LA INFANCIA DE JESÚS Ed. Planeta Bogotá-Colombia 2012, p. 37
[6] Martín Descalzo, José Luis. RAZONES PARA EL AMOR. Ed Sígueme. S.A. Salamanca-España. 2000 p. 210