sábado, 15 de septiembre de 2018

CONOCER LA PROPIA IDENTIDAD



Is 50, 5-9a; Sal 114, 1-2. 3-4. 5-6. 8-9; Stg 2, 14-18; Mc 8, 27-35

Hermanos míos: ¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no lo demuestra con obras? ¿Podrá salvarlo esa fe?
Stg 2, 14

Dar hasta que duela
 San Alberto Hurtado Cruchaga


Nunca olvidaré una experiencia que tuvimos hace algún tiempo en Calcuta: Hacía meses que no teníamos azúcar, y un pequeño niño hindú, de cuatro años fue a su casa y le dijo a sus padres: “No voy a comer azúcar por tres días, le voy a dar mi azúcar a la Madre Teresa “. Era tan poquito lo que trajo después de tres días; pero el suyo era una amor muy grande. Debemos aprender, como ese niño pequeño, que no es cuánto damos sino cuanto Amor ponemos al dar. Dios no espera cosas extraordinarias.


Después que recibí el Premio Nobel, mucha gente vino y dio; alimentaron a los nuestros, trajeron ropas, hicieron cosas hermosas. Una tarde encontré a un mendigo en la calle, vino hacia mí y me dijo: “Madre Teresa, todos te están dando algo, yo también quiero darte algo, pero hoy, por todo el día sólo tengo dos moneditas y quiero darte eso”. No puedo contarles la alegría radiante de su rostro porque tomé esas dos moneditas sabiendo que si él no recibía hoy algo más, tendría que irse a dormir sin comer….pero sabiendo también que lo habría herido tanto si no las hubiera aceptado. No les puedo describir la alegría y la expresión de Paz y de Amor de su cara. Solo puedo decirles una cosa: Al aceptar las dos moneditas sentí que era mucho más grande que el Premio Nobel, porque él me dio todo lo que poseía y lo hizo con tanta ternura.

Esta es la Grandeza del Amor. Tratemos de encontrar ese Amor y ponerlo en acción.

Más adelante, en la Carta del Apóstol Santiago, en el verso 17, continúa: “la fe sin obras está muerta”. La gente, en tiempos de Jesús, y esto lo sabemos a partir de la respuesta de los discípulos[1], había “aislado” hasta “neutralizarlo” a Jesús bajo los títulos de Juan el Bautista, de Elías, de algún profeta, encerrándolo en las fronteras de “ser precursor”, de ser tan sólo un vaticinador. Pero, los que lo seguían, y lo veían actuar, podían reconocer en Él al Mesías. Como podemos leer en Mt. 11, 5 “…los ciegos reciben la vista y los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos son resucitados y a los pobres se les anuncia el Evangelio”, esto es lo que sus seguidores podían constatar porque era lo que oían y veían que Él obraba. Lo que podían atestiguar sus “oyentes” asiduos era cada “Éffeta” que Él había pronunciado; parecería que esta identificación mesiánica es producto de lo que acaban de presenciar, en la perícopa inmediatamente anterior, precisamente la que leíamos el Domingo XXIII, donde sanaba el sordo-tartamudo, la que los hizo exclamar: “¡Qué bien lo hace todo” Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.



Entre estos dos episodios, se interponen tres situaciones preparatorias: La segunda multiplicación del pan, la de los 7 panes; la petición –por parte de los fariseos, de una “señal del Cielo”, y, otro milagro usando saliva, milagro realizado en dos etapas[2], el ciego que –en primera instancia- ve lo que no es, la del ciego de Betsaida. Pero ¿se detendrá este “accionar” en estos milagros? No, Jesús llegará hasta el pináculo del Monte Calvario, y allí, como testimonio irrefutable, dejará hasta la Última Gota de su Preciosísima Sangre.

Para poner las cosas en su orden justo, Jesús hará este triple anuncio: la primera vez, la encontramos hoy en Mc 8, 31; luego, por segunda vez, en Mc 9,31 y, finalmente en Mc 10, 32 la tercera. La entrega, viniendo de Dios, no podía ser ni superficial, ni parcial, tenía que ser entrega Total. Jesús es el Verdadero-Rey, pero el Verdadero-Rey atraviesa una trayectoria de padecimiento, rechazo, entrega a la muerte; y luego, sólo entonces, ascenso al Trono-Real: la Resurrección. Verdaderamente Ungido Rey, Quien ha recibido todo Poder, en la tierra, en los Cielos y en el Abismo. ¡Rey de reyes, Señor de señores! Bienaventurado y Único Soberano.


Mesías más que Rey, es Ungido para portar la Presencia de Dios, es el que trae toda la Piedad Misericordiosa de Dios que ve a su pueblo esclavo y no lo soporta, que ve a su pueblo hambriento y los sacia de manjares, que ve a su hijo descalzo y la manda poner las sandalias, que ve a su hijo descarriado y le sale al encuentro, que no soporta verlo provocado de las algarrobas que comen los cerdos y lo llama con un grito del corazón, que atraviesa los espacios y las enormes distancias.

¿Cómo nos toca a nosotros, sus discípulos del siglo XXI, este discipulado? La fe es el alma, pero cómo se puede pretender el alma sin su corporeidad expresiva? No somos una dualidad, no somos cuerpo o alma; somos cuerpo y alma: «No somos pastores únicamente de almas. Somos pastores de hombres que tienen alma y cuerpo, con todo lo que ello supone. Además, estoy convencido de que actualmente el Señor exige de nosotros que vayamos más y más lejos»[3]

Si colocamos el estetoscopio en el costado de nuestra época y escuchamos el ronco estertor de nuestros tiempos, si auscultamos a nuestra Santa Iglesia hoy día en sus propios ministros y en nosotros sus “fieles” se percibe nítido el padecimiento, el rechazo y la entrega a muerte. Todo, producto de nuestro no poder elevarnos allende el pensamiento y las ambiciones meramente humanas.


Sólo Él puede alzarnos, sólo Él nos levanta: «Permanece en nosotros, Cristo Señor, por la fuerza de tu Espíritu, ora en nosotros, para que podamos comprender la plenitud de nuestra llamada, los peligros que nos amenazan, las acechanzas de Satanás sobre nosotros, sobre la Iglesia, sobre nuestro tiempo, y para que podamos tener la valentía de luchar hasta el fin y ganar la batalla de la fe, de la esperanza y de la caridad. Te lo pedimos, oh Padre, por medio de Cristo nuestro Señor. Amén»[4]

Aun va más lejos, siempre nos está convidando a remar mar adentro: «La situación de urgencia en la que Jesús coloca a los discípulos es una “prueba”: coloca a los discípulos ante su pobreza y los prepara a acoger la revelación de Jesús como Mesías que tiene piedad de su pueblo, celebra con su pueblo el convite de la alegría mesiánica, da milagrosamente el alimento al pueblo en el desierto.

También para nosotros la molestia, en la que nos coloca la urgencia de la misión, debe convertirse en una prueba que nos hace tomar conciencia de nuestras pobrezas humanas y nos abra la posibilidad del Evangelio. En efecto, los pasajes neotestamentarios sobre la misión o nos presentan solamente su urgencia, sino también su significado profundo de obediencia que se origina desde el interior del Evangelio… La situación de incomodidad puede llevar a la decisión de obediencia, a la decisión de cerrar los ojos y lanzarse.»[5]


«“Al hombre de cada siglo lo salva un grupo de hombres que se oponen a sus gustos.” Esta frase de Chesterton es una ley histórica que hoy tiene más sentido que nunca. Y que es más difícil, porque nunca fue tan fuerte la corriente que nos empuja a ser como los demás… Claro que ser fieles a nosotros mismos es algo que siempre se paga caro… Pero un hombre debería atreverse a ser diferente si eso es necesario para seguir siendo fiel a su alma… Es la sal la que da a los guisos su sabor. ¿Y para qué sirve la sal que se ha vuelto insípida, la sal que se ha “adaptado” y ya sabe como el resto de los alimentos?»[6] Es un reto: pararnos en la punta de nuestros pies para alcanzar a ver detrás de las tinieblas aparentes, la Luz de Cristo, el Resplandor del Resucitado.


[1] La palabra griega μαθητής señala al que realiza la esforzada labor requerida para poder “penetrar” un “saber” (de sabio, no de erudito); μαθ significa “aprender”; μαθημα “aplicación a un asunto”, “lo que se aprende”, “lo que se debe saber”, “el conocimiento imprescindible”.
[2] En la primera, el ciego no logra ver bien, ve hombres que “parecen árboles que caminan”, se requiere una segunda imposición de manos para que vea “perfectamente”.
[3] Câmara, Dom Helder. EL EVANGELIO CON DOM HELDER. Ed. Sal terrae Santander-España 1985 p. 111
[4] Martini, Carlo María. ITINERARIO ESPIRITUAL DEL CRISTIANO Ed. Paulinas Santafé de Bogotá D.C. 1992 p. 14
[5] Martini, Carlos María. POR LOS CAMINOS DEL SEÑOR. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá D. C. –Colombia 1995. P. 297
[6] Martín descalzo, José Luis. RAZONES PARA EL AMOR. Ed. Sigueme, S.A. Salamanca-España, 2000 p. 93

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