sábado, 21 de enero de 2017

SIGANME Y LOS HARÉ PESCADORES DE HOMBRES


Is 8,23-9.3; Sal 26, 1. 4. 13-14; 1 Cor. 1,10-13.17;  Mt. 4,12-23

… ya no decimos que somos “discípulos” y “misioneros”, sino que somos siempre “discípulos misioneros”
Papa Francisco. Evangelii Gaudium # 120


Podemos adentrarnos en el mensaje de este Domingo con el corazón lleno de sinceridad, superando la insignificancia de oír una anécdota,  que no nos toca, salvo porque nos permite estar informados de cómo conformó Jesús su grupo de “discípulos” y cuáles fueron sus primeros cuatro convocados. La idea es participar, enfrentando la situación: ¿Qué haríamos y cómo reaccionaríamos si, dentro de un rato Jesús se cruzara por nuestra vida, si nos llamara y nos pidiera seguirlo? ¡Aquí está la verdadera esencia de la liturgia de la Palabra para este Tercer Domingo Ordinario del ciclo A.

Vamos a presentar el primer elemento: Primero estaba Juan el Bautista, cuando este fue encarcelado fue como la “señal” para que Jesús recogiendo el turno, pasara a asumir el vacío que quedaba: San Juan bautista había apuntado hacia Jesús, lo hemos visto últimamente, «“el Bautista”… Ha puesto los ojos en Jesús que pasaba. Y a dos de sus discípulos les ha dicho: “Este es el Cordero de Dios”. No sé qué tendría Jesús: no se qué brisa suave dejó al pasar, no sé qué aroma derramó a su paso, que los dos discípulos de Juan se ponen en camino. Es el momento de seguir creciendo. Es el momento de dejar la comunidad de Juan e iniciar la del Hombre único y fascinante que se llama Jesús.»[1]

¿Desde dónde se inicia esta labor”? El evangelista nos lo informa: en “Cafarnaúm, cerca del lago, en los límites de Zabulón y Neftalí.” Esta ubicación espacial es enriquecida aún con otro dato, que Mateo toma del primer Isaías, del Libro de Emmanuel: “Galilea, tierra de paganos” (Is 8, 23b). Esta tierra, que conectaba Siria con Egipto, educada en el sometimiento y víctima de la usura, tierra “impía”, al norte del reino de Israel, tomada por los asirios, allá por el 732 antes de nuestra era, experiencia que dejó marcados a sus habitantes y a su descendencia, que perdió por eso la nitidez de su identidad. Cómo los veían los judíos ortodoxos, los fariseos del momento, los tenían por una población que “vivía en tinieblas y sombras de muerte”, gente pecadora y despreciable. Es allí donde Jesús empieza a desempeñar su ministerio. No es asunto de poca monta esta contextualización que nos prodiga San Mateo.


¿A quién dirige Jesús su llamado? A pescadores, el pescador saca peces del agua para convertirlos en “pescados”, los discípulos son llamados para que saquen a los hombres del agua “del pecado” y mueran (a esa vida de pecado), pero para nacer a una nueva vida, es decir, para que se conviertan. «… una vida nueva, un proyecto nuevo, una misión nueva. Todo su mundo, desde ahora, sin cosas, sin casas, sin tierras, sin padre y madre, sin nada. Ahora su mundo es Jesús. Jesús y basta. Jesús y punto. Jesús y se acabó.»[2] Lo que más asombra de este seguimiento es su inmediatez, su generosidad desprendida, esa capacidad de dejarlo todo atrás, sin voltear a mirar, sin nostalgias, es la capacidad de desinstalarse. Es la entrega retratada en el hermoso compromiso, del Salmo 40(39): “Aquí estoy Señor para hacer tu Voluntad”

Esta celebración Eucarística está enfocada sobre ese núcleo: la conversión, que es urgente porque “el Reino de Dios se ha acercado” (Mt 4, 17d). Para ser discípulo no basta reconocernos llamados, no basta tampoco saber dónde hemos de cumplir con ese “llamado”, además, urge saber el “para qué”. La conversión es un re-direccionamiento de la vida y el corazón. Para tal, el discípulo debe “seguir”, o sea continuar el accionar del Maestro que Enseñaba, Predicaba y Sanaba. «Cuando Jesús entra en una vida, quema. Su llama no puede ser guardada. Necesita ser extendida, llevada, comunicada a otros. La experiencia de Jesús llama luego a ser vivida en comunidad.»[3] No como individuos aislados sino como comunidad de discípulos, como asamblea de los convocados que es lo que precisamente significa Iglesia.


«… la vocación no es un lujo de elegidos ni un sueño de quiméricos. Todos llevan dentro encendida una estrella. Pero a muchos les pasa lo que ocurrió en tiempos de Jesús: en el cielo apareció una estrella anunciando su llegada y sólo la vieron los tres Magos.

 Sólo tiene vocación el que no sería capaz de vivir sin realizarla… benditos los que saben adónde van, para qué viven y qué es lo que quieren, aunque lo que quieran sea pequeño. De ellos es el reino de estar vivos.»[4] Ser discípulo entraña un seguimiento, pero si ese seguimiento se da con fidelidad implica un compromiso. Ser pescadores de hombres define esa misión.









[1] Mazariegos, Emilio L. DE AMOR HERIDO. Ed. San Pablo Bogotá-Colombia 3ª Ed. 2001. p. 144
[2] Ibid. p. 148
[3] Ibid p. 149
[4] Martín Descalzo, José Luis. RAZONES PARA LA ALEGRÍA. Ed. Planeta. Barcelona- España 1996.  pp. 181-183

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